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Frank asintió.

– Eso es: Operación Espejo. Han transcurrido tres días y aún no tenemos sospechoso, pistas ni conocemos la identidad de la víctima. Como todos saben, soy de la opinión de que convendría adoptar un enfoque diferente…

– Para el carro -lo interrumpió O'Kelly-. Abordaremos tu «enfoque diferente» dentro de un momento, descuida. Pero antes de eso tengo una pregunta.

– Adelante -lo invitó Frank con magnanimidad y un gesto expansivo acorde.

O'Kelly le lanzó una mirada asesina. En aquella estancia se respiraba testosterona por un tubo.

– A menos que me haya perdido algo -dijo-, a esa muchacha la han asesinado. Corrígeme si me equivoco, Mackey, pero yo no aprecio ningún signo de violencia doméstica y tampoco ningún indicio que lleve a pensar que pertenecía a la secreta. Así que, para empezar, podéis explicarme por qué diablos os interesa este caso -espetó y nos apuntó con la mejilla a Frank y a mí.

– A mí no me interesaba -contesté-. No me interesa, quiero decir.

– La víctima utilizaba una identidad que yo creé para una de mis subordinadas -explicó Frank-, y yo eso me lo tomo como un asunto personal. Así que vas a tener que aguantarme. Y quizá tengas que aguantar también a la detective Maddox, pero eso aún está por ver.

– Os lo puedo aclarar ahora mismo -objeté.

– Vamos, dame un poco de coba -me solicitó Frank-. No me lo digas hasta que haya concluido. Una vez hayas escuchado todo lo que tengo que decir, puedes mandarme a hacer puñetas si te apetece y no pondré objeción alguna. ¿No te parece estimulante?

Me rendí. Ésa es otra de las habilidades de Frank: sonar como si estuviera haciendo una gran concesión para que los demás queden como una mula terca si no ceden un poco de terreno.

– Tanto como una cita con mi príncipe azul -respondí.

– ¿Todos conformes, entonces? -preguntó Frank a los presentes-. Al final de esta reunión podéis decirme que vuelva a encerrarme en mi cajita y nunca más volveré a mencionar mi pequeña idea. Pero antes dejadme hablar. ¿Está todo el mundo de acuerdo?

O'Kelly profirió un gruñido que no lo comprometía a nada; Cooper se encogió de hombros como si aquello no hiera con él, y Sam, transcurrido un momento, asintió con la cabeza. Cada vez me invadía más el presentimiento de una catástrofe inminente típica de Frank.

– Y antes de que todos nos entusiasmemos demasiado -continuó Frank-, asegurémonos de que el parecido aguanta una mirada clínica. En caso contrario, carece de sentido seguir discutiendo este asunto, ¿no creéis?

Nadie contestó. Se levantó de la silla, extrajo un puñado de fotos de su carpeta y empezó a engancharlas en la pizarra blanca con Blutack. Una primera fotografía del carné de estudiante del Trinity, ampliada a veinte por veinticinco centímetros; el rostro de la muchacha fallecida de perfil, con el ojo cerrado y amoratado; una imagen de cuerpo entero sobre la mesa de la sala de autopsias, aún vestida, gracias al cielo, con los puños apretados encima de aquella oscura estrella de sangre; un primer plano de sus manos, abiertas y punteadas con marrón negruzco y vetas de pintauñas plateado visibles a través de la sangre.

– Cassie, ¿te importa hacerme un favor? ¿Podrías venir aquí un momento?

«Pedazo de capullo», pensé. Me despegué de la pared, me dirigí hasta la pizarra blanca y me coloqué de espaldas a ella como si fueran a tomarme las fotografías para ficharme. Habría apostado algo a que Frank ya había obtenido mi fotografía de Documentación y la había comparado con todas aquellas con ayuda de una lupa. Prefiere formular preguntas cuyas respuestas ya conoce.

– En realidad deberíamos estar usando el cadáver para esto -comentó Frank alegremente, mientras partía con los dientes un trozo de Blutack por la mitad-, pero he considerado que podía resultar un poco truculento.

– ¡Dios nos libre! -exclamó O'Kelly.

Maldita sea, quería que Rob estuviera allí. Nunca antes me había permitido pensarlo, ni siquiera una vez en todos aquellos meses que llevábamos sin hablarnos, por muy cansada que estuviera o por muy tarde que fuera. Al principio sentía tantas ganas de abofetearle que tenía que morderme los puños para contenerme. De hecho, para relajarme me dedicaba a lanzar objetos contra las paredes. Así logré dejar de pensar en él. Pero el hecho de estar en la sala de Homicidios, con aquellos cuatro analizándome como si fuera una muestra forense exótica y todas aquellas fotografías tan cerca de mis mejillas que casi las notaba, hacía que la sensación de ácido que me había invadido durante toda la semana se estuviera hinchando hasta convertirse en una ola salvaje y abrumadora que me punzaba en algún punto bajo el esternón. Habría dado un ojo por que Rob estuviera allí en aquel momento, enarcando una ceja con mohín sardónico en dirección a mí sin que O'Kelly se percatara, y puntualizando que el trueque sencillamente no funcionaría porque la muchacha muerta era guapa. Por un segundo macabro habría jurado que olí su loción para después del afeitado.

– Observad las cejas -indicó Frank, dando unos golpecitos en la fotografía del carné de identidad; tuve que reprimirme para no saltar-, las cejas encajan. Los ojos encajan. Lexie tenía el flequillo más corto (tendrás que repasártelo) pero, aparte de eso, el pelo también encaja. Las orejas, ponte de lado un momento, así, las orejas también son iguales. ¿Tú tienes agujeros?

– Tres -contesté.

– Ella sólo tenía dos. A ver… -Frank se me acercó-. Bueno, no parece que vaya a ser ningún problema. Yo ni siquiera los vería si no los buscara. La nariz también se parece. Y la boca. Y la barbilla. Y el mentón.

Sam pestañeaba, con un rápido gesto de estremecimiento cada vez.

– Tus pómulos y tus clavículas son un poco más pronunciados que los de la víctima -apuntó Cooper, examinándome con un interés profesional un tanto escalofriante- ¿Puedo preguntar cuánto pesas?

Nunca me peso.

– Cincuenta y algo. Cincuenta y uno o cincuenta y uno y medio.

– Estás un poco más delgada que ella -aclaró Frank-, pero eso no importa: una o dos semanas a base de comida de hospital lo justifican. Lleva ropa de la talla 38, los tejanos son una 29 de cintura, lleva una 90 B de sujetador y calza un 38. ¿Se parecen a tus medidas?

– Bastante, sí -contesté.

Me pregunté cómo diablos mi vida había acabado así. Pensé en buscar un botón mágico que me rebobinara a la velocidad del rayo hasta la época en la que holgazaneaba alegremente en aquel rincón y le daba una patadita en la pierna a Rob cada vez que O'Kelly aparecía con un cliché, en lugar de encontrarme allí como una marioneta mostrando mis orejas e intentando disimular el temblor de mi voz mientras debatíamos si cabría en el sujetador de una muerta.

– Un vestuario nuevo -me dijo Frank con una sonrisa-. ¿Quién dice que este trabajo no tiene beneficios extra?

– Te sentará bien -fue el comentario insidioso de O'Kelly.

Frank avanzó a la fotografía de cuerpo entero y la recorrió con un dedo desde los hombros a los pies, contrastando sucesivamente sus rasgos con los míos con la mirada.

– Tienen una complexión muy parecida, kilo arriba, kilo abajo. -Al deslizarse por la pizarra, sus dedos emitieron un largo chirrido; Sam se removió, inquieto, en su silla-. La anchura de hombros también encaja y la proporción de cintura a cadera; podemos medirla, sólo para cerciorarnos, pero la diferencia de peso nos concede cierto margen en este punto. La longitud de las piernas también es igual. -Dio unos golpecitos al primer plano-. Las manos son importantes. La gente se fija en ellas. Enséñanos las tuyas, Cassie, por favor.

Extendí las manos como si fueran a esposarme. No fui capaz de volver la vista hacia aquella foto; apenas si podía respirar. Frank aún no tenía respuesta para aquella pregunta. Aquí podía acabar todo: mis manos podían ser la diferencia que me escindiría de aquella muchacha, que cercenaría el lazo de manera definitiva y me permitiría regresar a casa.