Frank se encogió de hombros.
– De acuerdo. Digamos que ha sido uno de sus compañeros. Han formado una barrera infranqueable, se han sometido a interrogatorios durante horas sin ni siquiera pestañear. Las posibilidades de que desmontemos su coartada son prácticamente nulas. Pensemos, en cambio, que la asesinó un extraño: no tenemos ni la más remota idea de quién se trata, de cómo conoció a Lexie o de por dónde empezar a buscarlo. Hay algunos casos que, sencillamente, no pueden resolverse desde fuera. Por eso existe Operaciones Secretas, lo cual nos conduce como un hilo de seda a mi táctica alternativa.
– Arrojar a una detective en medio de una pandilla de sospechosos de homicidio -remató Sam.
– Para que quede claro -le dijo Frank, enarcando ligeramente una ceja con gesto divertido-, no acostumbramos a infiltrar policías para investigar a santos inocentes. Estar rodeados de delincuentes es nuestro pan de cada día.
– Y por delincuentes nos referimos al IRA, a gánsteres, a camellos -puntualizó O'Kelly-. Esto no es más que una pandilla de puñeteros estudiantes. Es probable que incluso Maddox sea capaz de manejarlos.
– Exactamente -convino Sam-. A ésos son exactamente a los que me refiero: Operaciones Secretas investiga el crimen organizado, el narcotráfico, los cárteles; no se involucra en homicidios normales y corrientes. ¿Por qué debería entonces hacerlo en este caso?
– El hecho de que esa pregunta la plantee un agente de Homicidios -comentó Frank consternado- me deja perplejo. ¿Insinúas acaso que la vida de esa muchacha vale menos que mil libras de heroína?
– No -replicó Sam sin inmutarse-. Lo que digo es que existen otros métodos de investigar un asesinato.
– ¿Como cuáles? -preguntó Frank, tirando a matar-. En el caso de este homicidio en concreto, ¿qué alternativas tenemos? Ni siquiera conocemos la identidad de la víctima -continuó, inclinándose hacia Sam al tiempo que iba tachando opciones con los dedos-. No tenemos sospechoso ni móvil ni arma ni una escena del crimen ni huellas ni un testigo ni pruebas ni una sola pista útil. ¿Me equivoco?
– Hace sólo tres días que la investigación ha dado comienzo -replicó Sam-. ¿Quién sabe lo que tendremos…?
– Por ahora, limitémonos a pensar en lo que tenemos hasta el momento -lo interrumpió Frank con un dedo en alto-: una agente secreta de primera categoría, bien entrenada y con experiencia que es la viva imagen de la víctima. Eso es lo que tenemos. ¿Qué razón podrías esgrimir para no utilizarla?
Sam soltó una carcajada seguida de un gruñido y venció su peso hacia atrás, hasta quedar apoyado sólo en las patas traseras de la silla.
– ¿Me preguntas por qué no quiero arrojarla a una piscina infestada de tiburones?
– No olvides que es una detective -observó Frank en tono suave.
– Sí -aceptó Sam tras una larga pausa. Apoyó de nuevo las patas delanteras de su silla en el suelo con cuidado y añadió-: Sí, lo es.
Apartó la vista de Frank y recorrió la sala de reuniones, con sus mesas vacías en rincones en penumbra, la explosión de garabatos, mapas y fotografías de Lexie en la pizarra, y por último yo.
– A mí no me mires -advirtió O'Kelly-. Es tu caso. Es tu decisión.
Si el tiro salía por la culata, y era evidente que O'Kelly pensaba que así ocurriría, no quería que le salpicara.
La verdad es que los tres empezaban a hartarme.
– ¿Os acordáis de mí? -pregunté-. Tal vez te convendría empezar a intentar convencerme a mí también, Frank, porque diría que, a fin de cuentas, la decisión es mía.
– Tú irás donde te envíen -sentenció O'Kelly.
– Por supuesto que es decisión tuya -me reprochó Frank-. Ahora estoy contigo. He considerado más educado empezar por discutir algunos asuntos con el detective O'Neill, dado que se trata de una investigación conjunta y todas esas cosas. ¿Me equivoco?
Por esto es por lo que las investigaciones conjuntas parecen forjadas en el infierno: nadie está nunca seguro de quién es el mandamás y, en realidad, a nadie le interesa determinarlo. Oficialmente, se supone que Sam y Frank deberían estar de acuerdo en todas las decisiones importantes pero, a la hora de la verdad, todo lo relacionado con las operaciones de incógnito era decisión de Frank. Sam probablemente podría desautorizarlo, puesto que la investigación original era suya, pero no sin un espantoso tira y afloja y una razón inapelable. Y Frank se estaba asegurando («Fue considerado más educado») de que a Sam no se le olvidara.
– Tienes toda la razón -acepté-. Pero recuerda que también tendrás que discutir algunos asuntos conmigo. Hasta el momento no he oído nada que acabe de convencerme.
– ¿De cuánto tiempo estamos hablando? -quiso saber Sam.
La pregunta era para Frank, pero los ojos de Sam estaban posados en mí y su mirada me desconcertó: era intensa y muy seria, casi triste. En aquel instante supe que Sam iba a dar su aprobación. Frank también lo supo; su voz no se modificó, pero se le enderezó la espalda y su rostro reflejaba algo nuevo, una especie de halo entre alerta y depredador.
– No mucho. Un mes a los sumo. No es que andemos investigando a la mafia y necesitemos infiltrar a alguien durante años. Si el caso no está resuelto en cuestión de semanas, nunca lo resolveremos.
– Estará protegida.
– Las veinticuatro horas.
– Si existe algún indicio de peligro, por nimio que sea…
– Sacaremos a la detective Maddox al instante, o entraremos y nos la llevaremos si es preciso. Y lo mismo si consigues información que demuestre que no necesitamos que siga infiltrada: la sacaremos ese mismo día.
– Entonces será mejor que me ponga manos a la obra -comentó Sam con voz pausada y respiró hondo-. De acuerdo entonces: si la detective Maddox acepta intervenir, lo haremos. Con la condición de que se me mantenga informado de todos los movimientos en todo momento. Sin excepción.
– Excelente -convino Frank, deslizándose de su butaca antes de que Sam tuviera tiempo de cambiar de opinión-. No te arrepentirás. Espera, Cassie, antes de decir nada, quiero enseñarte esto. Te prometí vídeos y soy un hombre de palabra.
O'Kelly soltó un bufido e hizo un comentario predecible sobre la pornografía amateur, pero hice oídos sordos. Frank rebuscó en su mochila negra, blandió en el aire un DVD etiquetado con un rotulador en dirección a mí y lo insertó en el reproductor de pacotilla que teníamos en la unidad.
– El sello de la fecha indica que se grabó el doce de septiembre pasado -señaló, a la par que encendía la pantalla-. A Daniel le entregaron las llaves de la casa el día diez. Él y Justin se acercaron hasta allí en coche esa misma tarde para asegurarse de que el techo no se hubiera derrumbado y de que todo estuviera en condiciones. El once estuvieron empaquetando sus enseres y el doce todos entregaron las llaves de sus pisos y se mudaron a Whitethorn House. Punto y final.
Frank se sentó a la mesa de Costello, a mi lado, y pulsó el botón de reproducción del mando a distancia. Oscuridad; un chasquido y un ruido, como el de una vieja llave girando; unos pies golpeando en la madera.
– «¡Ostras! -exclamó alguien. Una voz perfectamente modulada con un deje de Belfast: Justin-. ¡Qué pestazo!»
– «¿Qué te esperabas?» -preguntó una voz más grave, fría y casi sin acento.
– Ése es Daniel -me susurró Frank.
– «Ya sabías lo que íbamos a encontrarnos» -añadió Daniel.
– «Se me había olvidado.»
– «¿Funciona este trasto? -preguntó una voz de mujer-. Rafe, ¿puedes comprobarlo?»
– Ésa es nuestra chica -comentó Frank en voz baja, aunque yo ya lo sabía.
Tenía una voz un poco más aterciopelada que la mía, más aguda y muy nítida, y aquella primera sílaba me clavó una punzada en la nuca, justo donde muere la espina dorsal.