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– «Madre mía -exclamó divertido un tipo con acento inglés: Rafe-. ¿Lo estás grabando?»

– «Por supuesto que sí. Es nuestro nuevo hogar. Lo que ocurre es que no sé si estoy grabando algo, porque todo está negro. ¿Funciona la electricidad?»

Otro repiqueteo de pisadas.

– «Se supone que esto es la cocina -explicó Daniel-. Si no recuerdo mal.»

– «¿Dónde está el interruptor?»

– «Yo tengo un mechero» -indicó otra voz femenina: Abigail, Abby.

– «Preparaos» -advirtió Justin.

Una llama diminuta ondulaba en el centro de la pantalla. Sólo se veía la cara de Abby, con una ceja enarcada y la boca entreabierta.

– «¡Por todos los santos, Daniel!» -exclamó Rafe.

– «Os lo advertí» -comentó Justin.

– «Es verdad, lo hizo -convino Abby-. Si mal no recuerdo, la describió como un cruce entre un yacimiento arqueológico y los fragmentos más truculentos de las novelas de Stephen King.»

– «Sí, lo sé, pero pensaba que exageraba, como de costumbre. No esperaba que escatimara en su descripción.»

Alguien (Daniel) le arrebató el mechero a Abby y, protegiéndose del aire con una mano, encendió un cigarrillo; apareció una bocanada de humo de la nada. Su rostro en aquella pantalla temblorosa parecía sereno, imperturbable. Alzó la vista por encima de la llama y le dedicó un guiño resuelto a Lexie. Quizá por el hecho de haber pasado tanto rato contemplando aquella fotografía, me fascinó verlos en acción. Era como ser uno de esos niños de los cuentos que encuentra un catalejo mágico que le permite colarse en la vida secreta de algún cuadro antiguo, lleno de misterio y de aventuras.

– «¡Apaga eso! -lo regañó Justin, arrebatándole el mechero y apoyándose con cuidado en una estantería desvencijada-. Si quieres fumar, sal fuera.»

– «¿Por qué? -preguntó Daniel-. ¿Para no manchar el papel de las paredes o para que las cortinas no cojan olor?»

– «Tiene razón» -convino Abby.

– «¡Hatajo de cobardes! -exclamó Lexie-. A mí este lugar me parece terrifantástico. Me siento como una del Club de los Cinco.»

– «Los Cinco encuentran una ruina prehistórica» -añadió Daniel.

– «Los Cinco encuentran el planeta del moho -propuso Rafe-. Sencillamente sensacional.»

– «Deberíamos comer pastel de jengibre y paté de carne» -apuntó Lexie.

– «¿Junto?» -preguntó Rafe.

– «Y sardinas -agregó Lexie-. ¿Qué diantres es el paté de carne?»

– «Fiambre enlatado elaborado con carne de cerdo» -explicó Abby.

– «¡Puaj!»

Justin se dirigió al fregadero, acercó el mechero y abrió los grifos. Uno de ellos chisporroteó, escupió un poco de agua y al final dejó manar un chorro fino.

– «Huummm -dijo Abby-. ¿A alguien le apetece un té tifoideo?»

– «Yo me pido a George -dijo Lexie-. Era mi personaje preferido.»

– «A mí me da lo mismo, siempre que no me toque ser Anne -aclaró Abby-. Siempre se quedaba fregando los platos por el simple hecho de ser una niña.»

– «¿Y qué tiene eso de malo?» -preguntó Rafe.

– «Tú podrías ser el perro, Timmy» -le dijo Lexie a Rafe.

El ritmo de su conversación era más rápido de lo que yo había previsto; eran inteligentes y agudos, y me quedó claro por qué el resto del departamento de Lengua y Literatura inglesas pensaba que se las daban de listos. Debía de ser imposible entablar conversación con ellos; todas esas síncopas perfectas, tan bien trenzadas, no dejaban espacio a nadie más. De alguna manera, sin embargo, Lexie había conseguido colarse en el grupo, se había amoldado o bien los había recompuesto centímetro a centímetro, se había hecho un hueco hasta convertirse en parte indivisible del todo. Fuera cual fuese su juego, había jugado con maestría.

Una vocecilla clara e interior me susurró: «De la misma manera que yo juego con maestría al mío».

Milagrosamente, la pantalla se iluminó, más o menos, al encender lo que debía de ser una bombilla de unos cuarenta vatios: Abby había encontrado el interruptor en un rincón improbable junto a los fogones grasientos.

– «Bien hecho, Abby» -la felicitó Lexie, al tiempo que tomaba una panorámica de la estancia.

– «Yo no estoy tan segura -replicó ésta-. Tiene peor pinta ahora que se ve.»

Tenía razón. Las paredes se habían empapelado en algún momento, pero un moho verdoso había dado un golpe de Estado y trepaba por cada rincón, hasta unirse prácticamente en el centro. Unas telarañas espectaculares, como las de mentira que se usan para adornar las casas en Halloween, descendían del techo con un suave balanceo. El linóleo estaba grisáceo, empezaba a arrugarse y tenía unas siniestras vetas oscuras; en la mesa había un jarrón de vidrio con un ramo de flores más que marchitas, con ios tallos partidos y colgando en ángulos imposibles. Todo estaba recubierto por una capa de polvo de unos siete centímetros de espesor. Abby contemplaba la estancia con profundo escepticismo; Rafe parecía divertido, a la par que horrorizado; Daniel tenía pinta de estar ligeramente intrigado, y Justin ofrecía el aspecto de alguien a punto de echarse a vomitar de un momento a otro.

– ¿En serio me estás pidiendo que viva ahí? -le pregunté a Frank.

– Ahora ya no es así -me reprochó-. La verdad es que han hecho un trabajo asombroso en esa casa.

– ¿Qué han hecho? ¿Derribarla y levantarla de nuevo?

– Es un sitio encantador. Te gustará. Chissss.

– «Mirad -dijo Lexie; la cámara dio una sacudida y se quedó colgando, atrapada en unas cortinas naranjas llenas de telarañas con unas espantosas volutas setenteras-. ¿Sabéis qué es? Me apetece investigar.»

– «Espero que hayas filmado lo que querías -dijo Rafe-. ¿Qué quieres que haga con esto?»

– «No me tientes» -contestó Lexie y entró en plano.

Se dirigió hacia los armarios. Se movía con más ligereza que yo, con pasos cortos, de puntillas, más femeninos: sus curvas no eran más impresionantes que las mías, lógicamente, pero tenía un contoneo danzarín que te obligaba a percatarte de ellas. Por entonces llevaba el pelo más largo, justo lo suficiente para recogérselo en dos coletas rizadas sobre las orejas, y vestía unos vaqueros y un jersey ajustado de color crema, muy parecido a uno que yo tenía. Seguía sin tener claro si nos habríamos caído bien, de haber tenido la oportunidad de conocernos; probablemente no, pero eso no tenía mayor trascendencia; de hecho, era tan irrelevante que ni siquiera sabía cómo debía enfocarlo.

– «¡Caramba! -exclamó Lexie, asomándose a uno de los armarios-. ¿Qué es esto? ¿Estará vivo?»

– «Es posible que lo estuviera -observó Daniel, asomándose por encima del hombro de Lexie-, pero de eso hace ya mucho tiempo.»

– «Yo creo que es al revés -apuntó Abby-. Antes no estaba vivo, pero ahora sí. ¿Qué? ¿Ya ha desarrollado pulgares oponibles?»

– «Echo de menos mi piso» -comentó Justin en tono lúgubre desde una distancia prudente.

– «¡Qué va! -le regañó Lexie-. Tu piso medía dos metros cuadrados y estaba fabricado con cartón reconstituido y lo detestabas.»

– «Ya, pero no había formas de vida no identificadas.»

– «¿Y qué me dices del Fulano de Tal ése que vivía en el piso de arriba, ponía la música a todo trapo y pensaba que era Ali G [5]

– «Creo que se trata de un hongo.»

Daniel lanzó aquella hipótesis mientras inspeccionaba el armario con interés.

– «Ya está -atajó Rafe-. No estoy dispuesto a grabar esto. Cuando seamos viejos y tengamos el pelo canoso y nos regodeemos en la nostalgia, los primeros recuerdos de nuestro hogar no deberían estar definidos por hongos. ¿Cómo se apaga este chisme?»

Un segundo de linóleo y luego fundido a negro.

– Tenemos cuarenta y dos vídeos parecidos a éste -me explicó Frank, mientras accionaba varios botones-, todos ellos de entre uno y cinco minutos de duración. A eso añádele, por decir algo, otra semana de interrogatorios intensivos con sus compañeros de piso, y estoy prácticamente seguro de que dispondremos de información suficiente para componer nuestra propia Lexie Madison. Siempre y cuando, claro está, estés dispuesta a aceptar mi oferta.

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[5] Ali G es un personaje ficticio encarnado por el actor inglés Sacha Baron Cohen que entrevistaba a personajes públicos de la sociedad inglesa. Se caracteriza por su apariencia barriobajera, su vestimenta rapera y sus preguntas insidiosas. (N. de la T.)