Congeló la imagen en un fotograma de Lexie, con la cabeza girada hacia atrás en un ademán para decir algo, los ojos brillantes y la boca entreabierta, sonriendo. La contemplé, difuminada y parpadeante como si pudiera saltar de aquella pantalla en cualquier momento, y pensé: «Yo antes era así. Segura de mí misma e invulnerable, dispuesta a participar en todo lo que se presentara. Hace sólo unos meses, yo era así».
– Cassie -me interpeló Frank con dulzura-. Tú decides.
En un instante que me pareció una eternidad sopesé la posibilidad de negarme. Volvería a Violencia Doméstica: la cosecha habitual de todos los lunes, con las secuelas del típico fin de semana, demasiados moretones, jerséis de cuello alto y gafas de sol en interiores, los típicos cargos contra novios que se retiran la noche del martes, Maher sentado a mi lado como una loncha gigante de jamón rosa vestido con una chaqueta y soltando risitas predecibles cada vez que tratamos un caso con nombres extranjeros.
Si regresaba allí la mañana siguiente, ya nunca lo dejaría. Lo sabía con la misma certeza que si me hubieran propinado un puñetazo en el estómago. Aquella chica era un desafío, un reto preciso y directo dirigido a mí: una oportunidad única en la vida, un «píllame si puedes».
O'Kelly estiró las piernas y suspiró con ostentación; Cooper examinaba las grietas del techo. La quietud de los hombros de Sam me transmitía que estaba conteniendo la respiración. Sólo Frank me miraba, con ojos firmes, sin pestañear. El aire de aquella estancia me dolía con sólo rozarme. Lexie, en aquella tenue luz dorada en la pantalla, era como un lago oscuro donde podía zambullirme, era un río cubierto por una fina capa de hielo sobre el que podía patinar, era un vuelo de larga distancia que despegaba en aquel preciso instante.
– Por favor, dime que esta mujer fumaba -supliqué.
Las costillas se me abrieron como una ventana; había olvidado que podía respirar tan profundamente.
– Vaya, te ha llevado tu tiempo -opinó O'Kelly, que acto seguido se puso en pie y se remangó los pantalones por encima del ombligo-. Creo que eres de lo más predecible, pero eso no me sorprende. Cuando consigas que te maten, no vengas llorándome.
– Fascinante-dijo Cooper, observándome con aire especulativo; una parte de él estaba barajando las posibilidades de que yo acabara tumbada sobre su mesa-. Mantenedme informado.
Sam se pasó una mano por la boca, con fuerza, y lo vi agachar el cuello.
– Marlboro Lights -aclaró Frank y pulsó la tecla de expulsión, mientras una gran sonrisa se dibujaba lentamente en sus labios-. Ésta es mi chica.
Antes creía, a riesgo de que se me tache de ingenua, que tenía algo que ofrecer a los muertos a quienes habían arrebatado sus vidas. No era venganza, no existe venganza en el mundo que pueda devolverles ni siquiera una minúscula fracción de lo que han perdido, ni tampoco justicia, signifique eso lo que signifique, sino lo único que queda por brindarles: la verdad. Y se me daba bien. Al menos, tenía una de las virtudes de todo buen detective: el instinto por encontrar la verdad, ese imán interno cuya fuerza te dice de manera inequívoca que es escoria, qué es aleación y qué es metal auténtico, sin impurezas. Yo desenterraba las pepitas sin preocuparme de si me cortaban los dedos y las llevaba con las manos ahuecadas hasta sus tumbas, donde las depositaba, hasta que descubrí, otra vez la Operación Vestal, lo resbaladizas que eran esas tumbas y la facilidad con que se desmoronaban, lo profunda que era la grieta que abrían y, al final, lo poco que valían.
En Violencia Doméstica, si consigues que una muchacha maltratada interponga una denuncia o se traslade a un hogar de acogida, al menos tienes la certeza de que esa noche su novio no le propinará una paliza. La seguridad es una moneda degradada, peniques bañados en cobre en comparación con el oro que yo había buscado en Homicidios, pero su valor es auténtico. Y para entonces yo había aprendido a no tomarme ese valor a la ligera. Unas cuantas horas de seguridad y una hoja con números de teléfono a los que llamar: nunca había podido ofrecerle a ninguna víctima de asesinato algo parecido.
No tenía ni idea de qué podía aportarle a Lexie Madison. Obviamente, seguridad no, y la verdad no parecía ser una de sus prioridades en la vida. Pero había venido en mi busca, viva y muerta había caminado en mi dirección hasta llamar a mi puerta dando un ¡pam! espectacular: quería algo de mí. Lo que yo quería de ella a cambio (así lo creía sinceramente por entonces) era muy sencillo: que se largara de mi vida sin dejar rastro. Sabía que iba a ser un regateo difícil, pero se me daba bien regatear: ya lo había hecho con anterioridad.
No voy por ahí proclamándolo, porque no es asunto de nadie, pero para mí este trabajo es lo más parecido que tengo a una religión. El dios del detective es la verdad, y no hay más cielo ni más infierno que ése. El sacrificio, al menos en Homicidios y en Operaciones Secretas (y ésos fueron siempre los departamentos en los que quise colaborar, ¿por qué ir en busca de versiones edulcoradas cuando puedes disfrutar de lo auténtico?), es todo lo que tienes, todo, tu tiempo, tus sueños, tu matrimonio, tu cordura, tu vida. Ésos son los dioses más fríos y caprichosos del panteón, y si te aceptan a su servicio, no toman lo que tú les ofreces, sino lo que ellos demandan.
Operaciones Secretas me arrebató la sinceridad. Debería haberlo previsto, pero supongo que estaba tan absorta en la deslumbrante plenitud de mi trabajo que se me pasó por alto lo más evidente: que uno se pasa el día mintiendo. No me gusta mentir, y tampoco me gustan los mentirosos; a decir verdad, consideraba repugnante buscar la verdad engañando. Pasé meses caminando por una delgada línea de ambigüedades, adulando a aquel camello de medio pelo y contándole chistes o desplegando mi sarcasmo para confundirlo con verdades literales. Y entonces, un día, se frió las dos neuronas que le quedaban a base de speed, me amenazó con un cuchillo y me preguntó si lo estaba utilizando para acceder a su proveedor. Patiné por esa delgada línea durante lo que me parecieron horas («Tranquilízate, ¿qué te pasa? ¿Qué he hecho para que creas que intento jugártela?»), entreteniéndolo y rogándole a Dios que Frank estuviera escuchándome a través del micro. El camello me colocó el cuchillo entre las costillas y me gritó a la cara: «¿Me la estás jugando? ¿Me la estás jugando o qué? Nada de chorradas. Sí o no. Dímelo». Al ver que dudaba, porque por supuesto lo hacía, aunque no fuera por la razón que él tenía en mente, y aquél me parecía un momento demasiado crucial para contar mentiras, me apuñaló. Luego rompió a llorar y en algún momento Frank llegó y me trasladó discretamente hasta el hospital. Pero yo era consciente. Me habían pedido un sacrificio y no había sido capaz de hacerlo. Y ahora tenía treinta puntos que me lo recordaban: «No vuelvas a hacerlo».
Yo era una buena detective de Homicidios. Rob me dijo una vez que durante su primer caso tuvo visiones elaboradas en las que lo echaba todo a perder, ya fuera estornudando sobre pruebas de ADN, despidiéndose alegremente de alguien que acababa de pasar de incógnito una información, trastabillando sin darse cuenta sobre todas las pistas o llevándose por delante todos y cada uno de los banderines rojos de alerta. A mí nunca me ha sucedido nada parecido. Mi primer caso en Homicidios fue de los más banal y deprimente: un chaval yonqui al que habían acuchillado en las escaleras de un edificio de pisos dantesco, con charcos de sangre cayendo a borbotones por los peldaños y un montón de ojos observándonos a través de las mirillas de puertas cerradas con cadenas y un horrible hedor a meado que lo impregnaba todo. Me quedé de pie en el descansillo con las manos en los bolsillos para no tocar nada por error, con la vista fija en la víctima, que estaba desparramada en las escaleras, con los pantalones de chándal medio bajados, ya fuera por la caída o por la pelea, y pensé: «Así que es esto. Aquí era adonde tanto anhelaba llegar».