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– Nos lo hemos ganado -dijo-. ¡Salud!

Creamos a una Lexie inquieta: una joven inteligente y culta, una buena chica a la que, sin embargo, no habían inculcado el hábito de establecerse en un lugar y que no había aprendido a hacerlo. Un tanto inocente e imprudente, demasiado dispuesta a contestar a todo lo que se le preguntase sin pensárselo dos veces.

– Es un cebo -aclaró Frank sin rodeos- y tiene que ser el cebo perfecto para que los camellos piquen. Lo bastante inocente para que no la consideren una amenaza, lo bastante respetable para que les resulte útil y con ese punto de rebeldía necesario para que no se pregunten por qué le apetece meterse en estos jueguecitos.

Cuando acabamos, la noche había caído ya.

– Buen trabajo -me felicitó Frank; dobló la cronología y me la tendió-. Dentro de diez días comienza un curso de entrenamiento para detectives; te conseguiré una plaza. Luego regresarás aquí y trabajaremos juntos durante un tiempo. Cuando comience el nuevo curso en octubre, te incorporarás al University College de Dublín.

Descolgó su cazadora de cuero del perchero que había en el rincón, apagó las luces y cerró la puerta de aquel pequeño y oscuro despacho. Caminé hasta la estación de autobuses deslumbrada, envuelta en una nube mágica, flotando en medio de un mundo nuevo y secreto, con aquella cronología de mi vida crujiendo en el bolsillo de la chaqueta de mi uniforme. Todo había sido tan rápido y parecía tan sencillo…

No voy a detallar la larga y enmarañada cadena de acontecimientos que me llevó de trabajar como policía secreta a convertirme en agente especializada en violencia doméstica. Me limitaré a proporcionar la versión abreviada: el principal camello de speed del University College de Dublín se puso paranoico y me apuñaló; el hecho de haber resultado herida en cumplimiento del deber me reportó una plaza en la brigada de Homicidios; para pertenecer a Homicidios uno tenía que tener una cabeza muy bien amueblada y una gran fortaleza emocional, y lo dejé. Llevaba años sin pensar en Lexie y en su efímera y misteriosa vida. No soy de la clase de personas que vuelven la vista atrás, o al menos intento con todas mis fuerzas no serlo. Lo pasado, pasado está; fingir lo contrario es una pérdida de tiempo. Pero ahora pienso que siempre supe que Lexie Madison tendría consecuencias. No se puede crear a una persona de la nada, dar vida a un ser humano con su primer beso, su sentido del humor y su bocadillo preferido, y luego esperar que se desvanezca en unas notas garabateadas y unos caramillos de whisky cuando ya no sirve para satisfacer su cometido. Creo que siempre supe que volvería en mi busca y que algún día me encontraría.

Tardó cuatro años en hacerlo. Eligió el momento con sumo cuidado. Llamó a mi puerta a primera hora de una mañana de abril, unos cuantos meses después de que yo dejara de prestar servicio en Homicidios. En aquel momento, yo me encontraba en el campo de tiro.

El campo de tiro que utilizamos está soterrado en el centro urbano, bajo la mitad de los vehículos de Dublín y una densa capa de niebla. Yo no tenía por qué estar allí (siempre he tenido buena puntería y no debía pasar la próxima prueba de aptitud hasta al cabo de unos meses), pero llevaba un tiempo despertándome demasiado temprano para ir a trabajar y demasiado inquieta para hacer otra cosa; descubrí que las prácticas de tiro eran lo único que me templaba los nervios. Me tomé mi tiempo para ajustarme los auriculares y comprobar el revólver; esperé a que todos los demás estuvieran concentrados en sus propias dianas para que no me vieran galvanizándome con los primeros disparos como un personaje de dibujos animados electrocutado. El hecho de asustarse con facilidad viene acompañado de su propio set de habilidades especiales: uno desarrolla sutiles trucos para disimular y asegurarse de que los demás no lo adviertan. Al cabo de poco tiempo, si uno es de los que aprende rápido, puedes pasar el día con la apariencia de un ser humano absolutamente normal.

Yo antes no era así. Siempre había pensado que los nervios eran propios de los personajes de las novelas de Jane Austen y de las jóvenes con voz de pito que nunca pagan las rondas; del mismo modo que no me habría puesto a temblar ante una situación crítica, tampoco habría llevado sales aromáticas en el bolso. Ni siquiera el hecho de que me apuñalara el Diablo de las Drogas del University College de Dublín logró desconcertarme. El psicólogo del departamento se pasó semanas enteras intentando convencerme de que padecía un trauma profundo, pero al final se dio por vencido, tuvo que admitir que me encontraba bien (aunque a regañadientes; la verdad es que no recibe muchos polis apuñalados con los que practicar y creo que le apetecía que yo padeciera alguno de esos curiosos complejos) y me permitió reincorporarme al trabajo.

Para mi vergüenza, lo que me hizo flaquear no fue un asesino en serie de primer orden, una crisis con rehenes con final trágico o un tipo agradable e introvertido que guardara órganos humanos en su Tupperware. Mi último caso en Homicidios, en realidad, fue sencillo, como tantos otros; nada me puso sobre aviso: una mañana de verano encontraron el cadáver de una niña y mi compañero y yo andábamos holgazaneando en la sala de la brigada cuando se recibió la llamada. Visto desde fuera, incluso salió bien. Oficialmente, resolvimos el caso en apenas un mes, librarnos a la sociedad de un malhechor y todo quedó muy bien en los medios de comunicación y en las estadísticas de final de año. No se produjo ninguna persecución espectacular en coche, ni tiroteos ni nada por el estilo. Yo fui la que salió peor parada, al menos físicamente; resumiendo, sólo me hice un par de rasguños en la cara que ni siquiera me dejaron cicatriz. En fin, un final feliz.

Pero la procesión iba por dentro. Operación Vestaclass="underline" [1] pronuncie estas palabras ante cualquier agente de la brigada de Homicidios, incluso hoy, incluso a uno de los muchachos que no conocen toda la historia, y de inmediato le dedicarán esa miradita, esos gestos con las manos, y arquearán las cejas significativamente mientras se distancian de aquel fiasco y de sus daños colaterales. En todos los sentidos, perdimos, y perdimos a lo grande. Algunas personas son como pequeños Chernóbil en cuyo interior brilla un veneno silencioso que se propaga lentamente: acerqúese a ellos y con cada respiración le irán destrozando por dentro. Algunos casos, puede preguntárselo a cualquier poli, son malignos e incurables, y destruyen todo lo que tocan.

Yo salí de aquél con una sintomatología que habría hecho que el loquero diera saltitos de alegría en sus sandalias de cuero, de no ser porque, gracias al cielo, a nadie se le ocurrió mandarme al psicólogo por un par de arañazos en la cara. Los síntomas eran los propios de cualquier trauma estándar: temblores, falta de apetito, sobresaltos cada vez que sonaba el timbre de la puerta o el teléfono, con algunos añadidos de mi propia cosecha. Perdí la coordinación; por primera vez en mi vida tropezaba con mis propios pies, chocaba con los marcos de las puertas y me golpeaba en la cabeza con los batientes de los armarios de la cocina. Y dejé de soñar. Antes de aquello, siempre había soñado en torrentes desatados de imágenes: columnas de fuego que arrasaban oscuras montañas, enredaderas que hacían explotar ladrillos macizos, ciervos que brincaban en la playa de Sandymount atrapados en cuerdas de luz; pero después de aquello me sobrevino un denso sueño negro que caía sobre mí como un mazazo tan pronto apoyaba la cabeza en la almohada. Sam, mi novio, pese a que la idea de tener novio aún siguiera asombrándome en ocasiones, me aconsejó que dejara pasar un tiempo y las aguas volverían a su cauce. Cuando le repliqué que yo no estaba tan segura, asintió con la cabeza sosegadamente y me aseguró que todo aquello pasaría. A veces Sam me sacaba de quicio.

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[1] Véase, de la misma autora, El silencio del bosque, Barcelona, Círculo de Lectores, 2009. (N. de la T.)