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Sopesé la posibilidad de estar complicando la situación más de lo necesario; pensé que aquella usurpación de identidad quizá no respondiera a ninguna finalidad; que, por lo que a personalidad se refiere, la víctima se mostraba tal cual era. A fin de cuentas, no es fácil meterse en la piel de otra persona durante meses sin fin; y yo debería saberlo mejor que nadie. Sin embargo, la idea de aceptar que su apariencia no engañaba, sin ánimo de bromear, me escamaba. Algo me decía que cometería un gravísimo error si subestimaba a aquella muchacha.

El martes por la noche, Frank y yo estábamos sentados en el suelo de mi apartamento, comiendo comida china encargada de un cajón de madera destartalado que utilizo a modo de mesita de centro, mientras examinábamos un montón de mapas y fotografías. Hacía una noche espantosa: el viento azotaba la ventana a intervalos irregulares, como un estúpido asaltante, y ambos estábamos algo nerviosos. Yo me había pasado el día memorizando la información de los ACS de Lexie y había acumulado tanta energía que cuando Frank llegó me encontró haciendo la vertical para no romper el techo de un brinco. Al entrar, Frank se había apresurado a quitar el material que había sobre la mesa y, sin dejar de hablar en ningún momento, había extraído los mapas y los envases de comida; no pude evitar preguntarme (aunque no tenía sentido preguntarlo en voz alta) qué demonios estaba pasando en los niveles ocultos de esa consola X-box que él denomina cerebro y que no me explicaba.

La combinación de geografía y comida nos sosegó un tanto; es probable que ése fuera el motivo por el que Frank había optado por ir al chino: resulta difícil estar tenso cuando uno tiene el estómago lleno de pollo al limón.

– Y aquí -dijo Frank, mientras pinchaba el resto del arroz que le quedaba con una mano y señalaba con la otra- está la gasolinera de la carretera con dirección a Rathowen. Abre desde las siete de la mañana hasta las tres de la madrugada, principalmente para vender cigarrillos y gasolina a lugareños que no están en condiciones de comprar ninguna de las dos cosas. Tú a veces vas allí cuando te quedas sin tabaco. ¿Quieres más comida?

– ¡No! ¡Voy a explotar! -contesté. Me había sorprendido tener tanta hambre; normalmente zampo como una vaca (a Rob nunca dejó de fascinarle cuánto era capaz de tragar), pero la Operación Vestal me ha quitado el apetito-. ¿Un café?

Había puesto una cafetera al fuego; las ojeras de Frank estaban a un tris de alcanzar ese punto capaz de aterrorizar a los niños pequeños.

– A raudales, por favor. Tenemos trabajo que hacer. Va a ser otra larga noche, cariño.

– ¡Vaya! ¡Qué sorpresa! -exclamé-. Y, por cierto, ¿qué opina Olivia de que duermas en mi casa? -lo dije para tantear, pero por la fracción de segundo en la que Frank se detuvo al retirar su plato, supe que había dado en el clavo: la secreta volvía a atacar-. Lo siento -me disculpé-. No pretendía…

– Claro que lo pretendías. Olivia se hartó y me dejó el año pasado. Veo a Holly un fin de semana al mes y dos semanas en verano. ¿Qué opina tu Sammy de que me quede a dormir aquí?

Tenía la mirada fría y no pestañeaba, pero no parecía enojado, sólo firme; aun así, su mensaje era claro: «Vade retro».

– No le importa -contesté, mientras me ponía en pie para ir a comprobar el café-. Todo vale si es por trabajo.

– ¿En serio? Pues el trabajo no parecía su máxima prioridad el domingo.

Cambié de idea: se había molestado conmigo por el comentario sobre Olivia. Disculparme sólo empeoraría la situación. Antes siquiera de pensar en algo útil que decir, sonó el timbre. Logré sobresaltarme lo mínimo, protagonicé un divertido momento a lo inspector Clouseau al golpearme en la espinilla con la esquina del sofá de camino a la puerta y capté la mirada curiosa y afilada de Frank. Era Sam.

– He aquí la respuesta -observó Frank, sonriendo mientras se impulsaba con ambas manos para ponerse en pie-. En ti confía plenamente, pero a mí prefiere tenerme a la vista. Yo me ocupo del café; vosotros podéis besuquearos.

Sam estaba agotado; pude advertirlo por la pesadez de su cuerpo cuando me besó, por cómo exhaló el aire en algo parecido a un suspiro de alivio.

– Vaya, me alegro de verte -dijo; y luego, al divisar a Frank saludándolo desde la cocina, exclamó-: ¡Vaya!

– Bienvenido al Laboratorio de Lexie -lo saludó Frank alegremente-. ¿Un café? ¿Cerdo agridulce? ¿Pan de gambas?

– Sí -contestó Sam, pestañeando-. Quiero decir, no; sólo café, gracias. No me quedaré, si estáis trabajando; sólo quería… ¿Estáis ocupados?

– No, no te preocupes -lo tranquilicé-. Ahora estábamos cenando. ¿Qué has comido hoy?

– Estoy perfectamente -contestó Sam con aire distraído, mientras dejaba caer su bolsa al suelo y se peleaba con su abrigo-. ¿Puedo robarte unos minutos? Si no te pillo en medio de algo…

Me lo preguntó a mí, pero Frank se tomó la libertad de contestar.

– ¿Por qué no? Siéntate, siéntate con nosotros -lo animó e hizo un gesto señalando el futón-. ¿Leche? ¿Azúcar?

– Sin leche, con dos azucarillos -respondió Sam, desplomándose en el futón-. Gracias.

Estaba convencida de que se estaba muriendo de hambre, de que no tenía intención de tocar nada de lo que Frank había comprado, de que su bolsa contenía todos los ingredientes para preparar algo mucho más evolucionado que un pollo al limón y de que, si me dejaba ponerle las manos en los hombros, podría aliviarle la tensión acumulada en cuestión de cinco minutos. El hecho de infiltrarme de incógnito empezaba a antojárseme la parte más sencilla de aquel plan. Me senté a su lado, lo más cerca que pude sin rozarnos.

– ¿Qué tal va? -pregunté.

Me dio un apretujoncito raudo, alargó el brazo para coger su abrigo y lo arrugó sobre el respaldo del futón mientras rebuscaba su cuaderno de notas.

– Bueno, supongo que bien. Básicamente estamos descartando sospechosos. Richard Doyle, el hombre que encontró el cuerpo, tiene una coartada sólida. Hemos descartado a todos los sospechosos de los expedientes de Violencia Doméstica que marcaste, y ahora estamos trabajando en el resto de tus casos de homicidio, pero de momento no tenemos nada. -La idea de que la brigada de Homicidios peinara mis archivos, con todos aquellos rumores crepitando en su memoria y mi rostro idéntico al de la víctima, me provocó una ligera punzada entre los omóplatos-. No parece que esa chica utilizara internet. No hay actividad en internet bajo su nombre de usuario en los ordenadores de la universidad, ni una página en MySpace ni nada parecido; la dirección de correo electrónico que se le asignó al matricularse en el Trinity ni siquiera se ha utilizado, así que ahí no tenemos ninguna pista para tirar del hilo. Ni siquiera hay un conato de discusión en la facultad. Y, créeme, si hubiera tenido problemas con alguien, lo sabríamos: el departamento de Lengua y Literatura inglesas es un vivero de cotillas.

– Lamento decirlo -intervino Frank con voz dulce, mientras juntaba las tazas-, pero hay ocasiones en la vida en que tenemos que hacer cosas que detestamos.

– Claro -dijo Sam ausente.

Frank se inclinó para entregarle su café con una leve reverencia servil y me guiñó el ojo sin que Sam lo viera. No le hice caso. Una de las reglas de Sam es no discutir con nadie que trabaje en el mismo caso, pero siempre hay gente como Frank que cree que es demasiado tonto para darse cuenta de que lo están provocando.