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Sopesé la típica solución de poli: darme a la bebida, temprano y con frecuencia, pero tenía miedo de acabar llamando por teléfono a quien no debía a las tres de la madrugada para contarle mis penas, y además descubrí que el tiro al blanco me anestesiaba casi con la misma eficacia y carecía de efectos secundarios engorrosos. No tenía ningún sentido, a tenor de cómo estaba reaccionando a los ruidos fuertes en general, pero me pareció una buena solución. Efectuados los primeros disparos, se me activaba un fusible en la parte posterior del cerebro y el resto del mundo desaparecía en algún lugar vago y distante; mis manos se volvían firmes como una roca sobre el arma y sólo quedábamos yo y la diana de papel, aquel olor acre y familiar a pólvora en el aire y mi sólida espalda para absorber los culatazos. Salía de allí calmada y un tanto adormecida, como si me hubiera tomado un Valium. Para cuando el efecto se disipaba, ya había concluido gran parte de otra jornada laboral y podía aliviarme dándome cabezazos por las esquinas en la comodidad de mi propio hogar. Llegué a un punto en que era capaz de hacer nueve dianas en la cabeza de cada diez disparos a una distancia de cuarenta metros, y el hombrecillo cubierto de arrugas que dirigía el campo de tiro empezó a mirarme con el ojo clínico de un adiestrador de caballos y a hacerme comentarios acerca de los campeonatos del departamento.

Aquella mañana terminé alrededor de las siete. Me encontraba en el vestuario limpiando mi arma y dándole a la sinhueso con dos tipos de Narcóticos sin transmitirles la impresión de que quería ir a desayunar con ellos, cuando sonó mi móvil.

– ¡Por Dios! -exclamó uno de los de Narcóticos-. Pero ¿tú no trabajas en Violencia Doméstica? ¿Quién tiene energías para zurrar a su esposa a estas horas?

– Uno siempre encuentra tiempo para las cosas verdaderamente importantes -respondí al tiempo que me guardaba la llave de mi taquilla en el bolsillo.

– A lo mejor son los de Operaciones Secretas -dijo el tipo más joven dedicándome una sonrisa-, en busca de agentes con buena puntería.

Era un tipo grande y pelirrojo, y me encontraba mona. Tenía una musculatura envidiable y lo había pillado comprobando si yo llevaba alianza de casada.

– Les habrán dicho que nosotros no estamos disponibles… -bromeó su colega.

Saqué el teléfono de la taquilla. En la pantalla se leía «SAM O'NEILL» y en una esquina parpadeaba el icono de «llamada perdida».

– Hola -saludé-. ¿Qué ocurre?

– Cassie -dijo Sam. Sonaba fatal, jadeante y enfermo, como si alguien le hubiera propinado un puñetazo en el estómago-. ¿Estás bien?

Les di la espalda a los muchachos de Narcóticos y me refugié en un rincón.

– Sí, estoy bien. ¿Por qué? ¿Qué sucede?

– ¡Por todos los santos! -exclamó. Emitió un chasquido, como si intentara aclararse la garganta-. Te he llamado cuatro veces. Estaba a punto de enviar a alguien a tu casa a comprobar si todo iba bien. ¿Por qué no contestabas al jodido teléfono?

Aquello era impropio de Sam. Es el hombre más agradable que he conocido en toda mi vida.

– Estoy en el campo de tiro -expliqué-. He dejado el móvil en la taquilla. ¿Qué sucede?

– Lo siento. No quería… Perdóname. -Volvió a emitir aquel chasquido-. He recibido una llamada… sobre un caso.

El corazón me dio un vuelco. Sam pertenece a la brigada de Homicidios. Sabía que probablemente lo mejor era que me sentara para escuchar lo que me iba a decir, pero era incapaz de doblar las rodillas. Apoyé la espalda en las taquillas.

– ¿De quién se trata?-pregunté.

– ¿Qué? No… No, no, por Dios, no es… Quiero decir, no es nadie a quien conozcamos. O, al menos, no lo creo… Escucha, ¿te importaría venir?

Recuperé el aliento.

– Sam -dije-. ¿Qué diantres ocurre?

– Sólo es que…, por favor, ¿te importaría venir? Estamos en Wicklow, a las afueras de Glenskehy. Sabes dónde está, ¿verdad? Sigue las señales viarias, cruza Glenskehy y continúa recto hacia el sur. A poco más de un kilómetro hay un pequeño desvío a la derecha; ya verás la cinta policial. Nos encontraremos allí.

Los muchachos de Narcóticos comenzaban a sentir interés.

– Mi turno empieza en una hora -repliqué-. Y eso es lo que tardaré en llegar hasta allí.

– Ya llamo yo de tu parte. Informaré al departamento de Violencia Doméstica de que te necesitamos.

– Pero no me necesitáis. Ya no estoy en Homicidios, Sam. Si se trata de un caso de asesinato, no tiene nada que ver conmigo.

De fondo se oyó una voz de hombre, firme y con una forma peculiar de arrastrar las palabras, una voz relajada que me sonaba familiar, pero que no conseguía ubicar.

– No cuelgues -dijo Sam.

Sostuve el teléfono entre la oreja y el hombro y empecé a preparar el arma de nuevo. Si no era alguien a quien conociéramos, el tono de voz de Sam revelaba que debía de tratarse de un caso serio, muy serio. Los homicidios en Irlanda siguen siendo, en su gran mayoría, casos sencillos: ajustes de cuentas por drogas, robos que salen mal, crímenes pasionales (que algunos tildaban de «la misma mierda de siempre») o las típicas contiendas entre familias de Limerick que llevan décadas enfrentadas. Nunca nos habíamos tropezado con esas orgías de pesadilla que se dan en otros países: ni asesinos en serie, ni llamativas torturas ni sótanos cubiertos de cadáveres como hojas caídas de un árbol en otoño. Pero era sólo cuestión de tiempo. En los últimos diez años, Dublín ha cambiado más rápido de lo que nuestras mentes pueden asimilar. La bonanza económica del Tigre Celta [2] nos trajo a demasiadas personas con helicóptero, a demasiadas personas hacinadas en pisos infestados de cucarachas, a demasiadas personas que afrontaron sus vidas en cubículos fluorescentes, aguantando hasta el fin de semana para retomar sus rutinas de nuevo los lunes, y ahora el país entero se fractura bajo su propio peso. Hacia el final de mi etapa en Homicidios lo vi venir: percibí el canto de la locura en el aire, la ciudad que se encorvaba y temblaba como un perro rabioso a punto de sufrir un ataque. Antes o después, alguien tenía que protagonizar el primer caso de horror.

Carecemos de psiquiatras especializados en trazar perfiles de asesinos, pero los muchachos de Homicidios, que en su gran mayoría carecían de estudios universitarios y a quienes mi semitítulo en Psicología impresionaba más de lo que debiera, acostumbraban a recurrir a mí. A mí me parecía bien; leo un montón de libros de texto y estadísticas en mi tiempo libre para estar al día. El instinto de sabueso de Sam era más fuerte que su instinto protector y me habría mandado llamar en caso necesario: por ejemplo, si llegaba a una escena del crimen y se topaba con un panorama desolador.

– Espera un momento -dijo el pelirrojo. Había abandonado todo el rollo de pavo real y ahora estaba sentado muy erguido en el banco-. ¿Trabajabas en Homicidios?

Ésa era, precisamente, la razón por la que yo siempre había evitado establecer ningún tipo de complicidad con ellos. Había escuchado ese tono ávido demasiadas veces en los últimos meses.

– Sí, pero hace tiempo -respondí, con la sonrisa más dulce de la que fui capaz y mi mirada de «no es tan bueno como lo pintan».

La curiosidad y la libido del pelirrojo libraron un rápido duelo; debió de concluir que las posibilidades de su libido oscilaban entre exiguas y nulas, porque venció su curiosidad.

– Tú eres la que trabajó en aquel caso, ¿verdad? -recordó, acercándose unas cuantas taquillas más a mí-. El de la chica muerta. ¿Qué pasó en realidad?

– Todos los rumores son ciertos -contesté.

Al otro lado del hilo, Sam discutía en voz baja; sus breves preguntas frustradas eran interrumpidas por aquella voz relajada y arrastrada, y yo sabía que, si el pelirrojo cerraba el pico por un instante, podía descubrir de quién se trataba.

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[2] Ésa es la imagen que se utiliza para ilustrar el boom económico que experimentó Irlanda en la década de 1990 y que sacó al país de la pobreza. (N. de la T.)