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– Oí decir que tu compañero perdió el juicio y se tiró a una sospechosa -me informó amablemente el pelirrojo.

– No sabría decirte -repliqué mientras intentaba desembarazarme del chaleco antibalas sin apartar el oído del teléfono.

Mi primer instinto fue (todavía) decirle que se dedicara a hacer algo creativo, pero ni el estado psicológico de mi ex compañero ni su vida amorosa eran asunto mío, ya no.

Sam volvió a ponerse al teléfono. Parecía aún más tenso y apurado.

– ¿Puedes venir con gafas de sol y una capucha, una gorra o algo así?

Me detuve a medio sacarme el chaleco por la cabeza.

– ¿De qué diablos va todo esto?

– Por favor, Cassie -me imploró Sam en un tono que dejaba claro que estaba a punto de perder la compostura-. Por favor.

Conduzco una Vespa vieja y destartalada que no tiene ningún glamour en una ciudad donde lo que uno es se mide por lo que gasta; pero tiene su lado práctico. En medio del tráfico denso avanza unas cuatro veces más rápido que el típico 4 x 4, me resulta fácil aparcarla y, además, me sirve como atajo social, pues cualquiera que la mire con desdén probablemente no vaya a convertirse en mi mejor amigo. Una vez salí de la ciudad, el tiempo era estupendo para ir en moto. Había llovido durante la noche, una aguanieve furioso que no había dejado de golpear mi ventana, pero el cielo se despejó al amanecer y ahora lucía azul y limpio, en un anticipo de la primavera. Otros años, en mañanas como aquélla, acostumbraba a subirme a la moto, conducir hasta la campiña y cantarle al viento a voz en grito al límite del exceso de velocidad.

Glenskehy se encuentra a las afueras de Dublín, oculto entre las montañas de Wicklow, lejos de todo. He vivido la mitad de mi vida en Wicklow sin llegar nunca más allá de la señal con el nombre de la población. Resultó ser ese tipo de lugar: un puñado de casas dispersas que envejecen alrededor de una iglesia donde se oficia misa una vez al mes, un pub y un colmado; un pueblecito lo bastante pequeño y aislado como para haber pasado desapercibido a la generación desesperada que rastreó la zona rural en busca de casas que pudiera costearse. Eran las ocho de la mañana de un jueves y la calle principal (usando ambos términos en un sentido vago) ofrecía una imagen de postaclass="underline" ni un alma caminando por ella aparte de una anciana que arrastraba un carrito de la compra junto a un erosionado monumento de granito dedicado a quién sabe qué, casitas que parecían almendras garrapiñadas arracimadas de manera irregular como telón de fondo y las colinas verdes y marrones alzándose indiferentes a todo. Me imaginaba que alguien pudiera ser asesinado aquí, pero más bien un granjero muerto en una riña tras varias generaciones de peleas por el vallado de una propiedad, o una mujer cuyo marido hubiera enloquecido de tanto beber y estar siempre encerrado entre cuatro paredes, o un hombre que llevara compartiendo casa con su hermano durante cuarenta años y estuviera harto: crímenes familiares enraizados en el tiempo, tan viejos corno Irlanda; pero nada que pudiera hacer que un detective experimentado como Sam pareciera tan asustado.

No podía quitarme de la cabeza la otra voz que había oído por teléfono. Sam es el único detective que conozco que no trabaja con un compañero. Le gusta volar solo, trabajar en cada caso con un equipo nuevo, con agentes uniformados locales a quienes conviene que un experto les eche una mano, o con parejas de la brigada de Homicidios que necesitan a un tercer hombre en un caso relevante. Sam se lleva bien con todo el mundo; es el hombre de refuerzo ideal, y me habría encantado saber a quién de las personas con las que yo solía trabajar estaba ayudando en aquella ocasión.

Al salir del pueblo, la carretera se angostaba y ascendía serpenteando entre lustrosos arbustos de aulagas, mientras los campos se volvían cada vez más pequeños y pedregosos. En la cima de la colina había dos hombres en pie. Sam, rubio, robusto y tenso, con los pies separados y las manos en los bolsillos de su chaqueta, y a menos de un metro de él otra persona con la cabeza erguida que le daba la espalda al fuerte viento. El sol seguía bajo en el horizonte y sus largas sombras los convertían en dos figuras gigantescas y portentosas cuya silueta retroiluminada se recortaba sobre un fondo de nubes deshilachadas, como si se tratara de dos mensajeros venidos del sol que descendieran por la carretera resplandeciente. A sus espaldas, la cinta de la escena del crimen revoloteaba y daba latigazos. El otro tipo ladeó la cabeza, en un cabeceo rápido como un guiño, y entonces supe de quién se trataba.

– ¡Que me aspen! -exclamé incluso antes de apearme de la Vespa-. ¡Pero si es Frankie! ¿De dónde sales?

Frank Mackey me levantó del suelo abrazándome con un solo brazo. Cuatro años no habían conseguido que cambiara ni un ápice; estaba convencida de que seguía llevando la misma cazadora de piel hecha trizas.

– Cassandra Maddox -dijo-. La mejor falsa estudiante del mundo. ¿Cómo te va la vida? ¿Qué es toda esa patraña de Violencia Doméstica?

– Ahora me dedico a salvar el mundo. Incluso me han dado una espada láser.

Con el rabillo del ojo vi el ceño fruncido y la expresión de confusión de Sam. No suelo hablar mucho sobre mi pasado como agente secreto y no estoy segura de que Sam me hubiera oído mencionar el nombre de Frank alguna vez, pero al mirarlo me di cuenta de que tenía un aspecto terrible, algo blanco alrededor de la boca y los ojos abiertos como platos. Se me hizo un nudo en el estómago: aquello era serio.

– ¿Qué tal estás? -le pregunté mientras me sacaba el casco.

– De lujo -respondió Sam, que intentó sonreírme pero no logró más que esbozar una mueca.

– Vaya, vaya… -dijo Frank en tono de sorna; luego me puso la mano en el hombro, me alejó de él y me repasó de arriba abajo-. Qué tenemos aquí… ¿así que esto es lo que lleva ahora la detective mejor vestida del mundo?

La última vez que me había visto yo llevaba unos pantalones militares y una camiseta con el eslogan «La Banca te quiere».

– ¡Vete al infierno, Frank! -repliqué-. Al menos yo me he cambiado de ropa una o dos veces en los últimos años.

– No, no; si estoy impresionado… Pareces una ejecutiva.

Frank intentó darme la vuelta, pero yo le aparté la mano de un golpe. Para que quede claro, no iba vestida como Hillary Clinton. Llevaba mi ropa de trabajo: pantalón y americana negros y una camisa blanca; tampoco es que me encantara ir así, pero cuando me transfirieron a Violencia Doméstica el nuevo superintendente no dejaba de sermonearme acerca de la importancia de proyectar una imagen corporativa apropiada y ganarse la confianza de la gente, cosa que aparentemente es imposible hacer en tejanos y camiseta, y la verdad es que no tuve la energía necesaria para oponer resistencia.

– ¿Has traído unas gafas de sol y una capucha o algo con lo que cubrirte? -me preguntó Frank-. Te quedarán perfectas con este atuendo.

– ¿Me has hecho venir hasta aquí para debatir mi manera de vestir? -quise saber.

Saqué una vieja boina roja de mi mochila y la agité en el aire.

– ¡Qué va! -exclamó Frank-. Ya nos ocuparemos de eso en otro momento. Ten. Ponte esto.

Se sacó unas gafas de sol del bolsillo, unas de esas repulsivas con cristales de espejo que debieron de pertenecer a Don Johnson en 1985, y me las tendió.

– Si tengo que ir por ahí pareciendo una gilipollas -dije, echando un vistazo a las gafas-, será mejor que haya un buen motivo para ello.

– Todo se andará. Si no te gustan, siempre puedes ponerte el casco.

Frank esperó mientras yo me encogía de hombros y aceptaba ponerme las estúpidas gafas. La alegría de verlo se había disipado y mi espalda volvía a estar tensa. Sam tenía mal aspecto, Frank estaba en el caso y no quería que nadie me viera en la escena del crimen: todo apuntaba a que habían asesinado a un agente secreto.