– Tan guapa como siempre -comentó Frank.
Sostuvo en alto la cinta policial para que yo pasara por debajo y, de repente, todo me resultó familiar. Había hecho aquel gesto rápido de agacharme tantas veces que por una fracción de segundo sentí que volvía a mi hogar. Automáticamente me ajusté el arma al cinturón y volví la vista atrás para comprobar dónde estaba mi compañero, como si aquél fuera mi propio caso, antes de recordar que no.
– Éstos son los hechos -explicó Sam-: alrededor de las seis y cuarto de la madrugada, un tipo de la localidad llamado Richard Doyle estaba paseando al perro por este camino. Le ha soltado la correa para que corriera por los prados. No lejos de aquí hay una casa en ruinas y el perro ha entrado en ella. Al ver que no salía, Doyle ha ido tras él. Lo ha encontrado olisqueando el cadáver de una mujer. Doyle ha agarrado a su perro, ha puesto pies en polvorosa y ha llamado a la policía.
Me relajé ligeramente: no conocía a ninguna mujer que trabajara en la secreta.
– ¿Y qué hago yo aquí? -pregunté-. Por no mencionarte a ti, cielo. ¿Acaso te han transferido a Homicidios y nadie me lo ha dicho?
– Ya lo verás -respondió Frank. Yo caminaba detrás de él por aquel sendero y sólo veía su nuca-. Créeme, ahora lo verás.
Me volví a mirar a Sam por encima del hombro.
– No te preocupes -me tranquilizó. Comenzaba a recobrar el color, aunque fuera a manchas irregulares-. Todo saldrá bien.
El sendero ascendía por la colina y era demasiado estrecho para dos personas, un simple camino fangoso flanqueado de espinos. Entre las zarzas se atisbaba una ladera de prados verdes salpicados de ovejas; en la distancia oí un corderito que balaba. Corría un aire frío y lo bastante denso como para poder beberlo, y entre los espinos se tamizaban rayos de sol largos y dorados. Pensé en continuar caminando hasta la cima de la colina y más allá, y dejar que Sam y Frank se ocuparan de lo que quiera que fuera aquella mancha oscura e hirviente que nos esperaba bajo la mañana.
– Ya hemos llegado -anunció Frank.
El seto se desvanecía dando paso a un muro de piedra destartalado que bordeaba un prado donde la maleza campaba a sus anchas. La casa se encontraba a unos treinta o cuarenta metros del sendero: era una de esas casas de campo de la época de la hambruna que aún pueblan Irlanda, una finca que debió de quedar vacía a causa de la muerte o la emigración en el siglo xix y que nadie había reclamado nunca. Un simple vistazo potenció aquella sensación de querer estar lejos de lo que fuera que estuviese ocurriendo allí. Aquel prado debería de haber estado lleno de vida y de movimientos pausados, con agentes de uniforme batiendo la maleza con las cabezas gachas, agentes de la policía científica con sus batas blancas desplegando apresurados sus cámaras, reglas y polvos para la detección de huellas dactilares, y los tipos de la morgue descargando la camilla. En su lugar, sólo había dos policías uniformados que alternaban el peso entre sus pies, cada uno a un lado de la puerta de aquella casucha, y ambos con aspecto de faltarles ligeramente el aliento. Un par de molestos petirrojos graznaban con indignación sobre los aleros.
– ¿Dónde está todo el mundo?-pregunté.
Me dirigía a Sam, pero fue Frank quien contestó:
– Cooper ha venido y se ha ido. -Cooper es el forense oficial-. Me ha dado la sensación de que quería echarle un vistazo lo más rápidamente posible, para determinar la hora de la muerte. La policía científica puede esperar; las pruebas forenses no se van a ir a ningún sitio.
– ¡Dios bendito! -exclamé-. Lo harán si las pisamos. Sam, ¿alguna vez has trabajado en un doble homicidio?
Frank arqueó una ceja.
– ¿Han encontrado otro cuerpo?
– El tuyo, una vez que llegue la científica. ¿Seis personas deambulando por la escena del crimen antes de que la hayan examinado? Te van a degollar.
– Habrá valido la pena -replicó Frank alegremente al tiempo que pasaba una pierna por encima del muro-. Quería mantener esto en secreto un tiempo, y eso es casi imposible con los tipos de la científica pululando por todas partes. Llaman demasiado la atención.
Allí había gato encerrado. Aquel caso era de Sam, no de Frank; debería haber sido Sam quien decidiera cómo se manejaban las pistas y cuándo se hacía venir a quién. Fuera lo que fuese lo que había en aquella casucha, lo había consternado lo suficiente como para dejar que Frank asumiera el mando, lo arrasara como si se tratara de una apisonadora y comenzara a manejar aquel caso sin demora y con eficacia para amoldarlo a su agenda prevista para aquel día. Intenté captar la mirada de Sam, pero estaba trepando el muro y no miraba en nuestra dirección.
– ¿Te sientes capaz de trepar un muro con esas ropas -me preguntó Frank en un tono dulce- o necesitas que te echemos una mano?
Le hice un mohín y salté el muro. La larga y húmeda hierba y los dientes de león me llegaban hasta los tobillos. Mucho tiempo atrás, aquella vivienda había constado de dos estancias. Una de ellas seguía más o menos intacta, incluso conservaba gran parte del tejado, mientras que la otra había quedado reducida a fragmentos de pared y ventanas que daban al aire libre. Las correhuelas, el musgo y unas florecillas azules trepadoras habían arraigado en las grietas. Alguien había pintado con spray el nombre «SHAZ» junto al marco de la puerta, sin mucho arte, a decir verdad, pero la casa era poco acogedora para convertirse en un lugar frecuentado: incluso las pandillas de adolescentes la habían abandonado y habían dejado que el tiempo acabara con ella lentamente.
– Detective Cassie Maddox -la presentó Frank-, el sargento Noel Byrne y el garda [3] Joe Doherty, de la comisaría de Rathowen. Glenskehy forma parte de su jurisdicción.
– Para desgracia nuestra -apostilló Byrne.
Parecía decirlo sinceramente. Aparentaba cincuenta y tantos años, los hombros caídos, los ojos azules y llorosos, y olía a uniforme húmedo y a perdedor. Doherty era un chaval larguirucho con unas orejas desafortunadas, y cuando alargué la mano para estrechar la suya tuvo una reacción tardía que pareció sacada de unos dibujos animados; prácticamente oí el boing de sus globos oculares al saltar y recolocarse en su lugar. Sólo Dios sabe qué habría oído sobre mí. La radio macuto de la policía es mejor que la de cualquier bingo. Aun así, no tenía tiempo para preocuparme por esas chorradas. Interpreté para él el numerito de sonreír y mirarlo atentamente a los ojos, y él farfulló algo y me soltó la mano como si le quemara.
– Nos gustaría que la detective Maddox echara un vistazo al cadáver -les informó Frank.
– Apuesto a que sí -observó Byrne mientras me miraba de arriba abajo.
No me quedó claro si lo decía con segundas; no parecía tener la energía suficiente para ello. Doherty se rió por lo bajini.
– ¿Preparada? -me preguntó Sam con voz pausada.
– El suspense me está matando -contesté.
Sonó un poco más altanero de lo que pretendía. Frank se agachó y entró en la vivienda. Apartó a un lado las largas ramas de zarzamora que habían cubierto la entrada como si fueran una improvisada cortina.
– Las damas primero -me invitó con una floritura.
Me colgué las gafas de guaperas del cuello de la camiseta por una patilla, respiré hondo y entré.
Esperaba encontrarme con una estancia pequeña, silenciosa y triste. Largos rayos de sol se filtraban por los orificios del tejado y por la maraña de ramas que cubría las ventanas, y temblaban como la luz sobre el agua; allí estaba la chimenea, fría desde hacía cien años, con su hogar lleno de nidos caídos a través del tiro y el gancho de hierro oxidado para colgar el caldero aún en su sitio. Una paloma torcaz zureaba alegremente en algún lugar cercano.
Pero si uno ha visto un cadáver, sabe cómo se transforma el ambiente: ese silencio inabarcable, una ausencia potente como un agujero negro, el tiempo detenido y las moléculas congeladas en torno a ese cuerpo inmóvil que ha descubierto el último secreto, el que nunca podrá revelar. Cuando una persona muere, se convierte en lo único que puebla una estancia. Con las víctimas de asesinato, en cambio, ocurre algo distinto: no vienen solas. El silencio se convierte en un grito ensordecedor y el aire queda surcado de rayas y de huellas dactilares, el cadáver rezuma la esencia de la persona que con tanta fuerza se ha aferrado a éclass="underline" el asesino.