Lo primero que me asombró de aquella escena del crimen, no obstante, fueron las escasas señales que había dejado el homicida. Me había preparado para ver cosas que ni siquiera quería imaginar: un cadáver desnudo abierto de brazos y piernas, oscuras heridas causadas por un depravado demasiado numerosas para contarlas, partes del cuerpo esparcidas por los rincones… Pero aquella muchacha parecía haberse tumbado cuidadosamente en el suelo y haber exhalado su último aliento en un largo y regular suspiro, como si hubiera escogido el momento y el lugar para morir sin necesidad de la ayuda de nadie. Estaba tumbada boca arriba entre las sombras que había delante de la chimenea, perfectamente colocada, con los pies juntos y los brazos pegados al cuerpo. Iba vestida con unos tejanos de color añil (subidos y con la cremallera cerrada), unas deportivas y un jersey azul con una estrella oscura estampada en la parte delantera. Lo único fuera de lo normal eran sus manos, con los puños fuertemente apretados. Frank y Sam se habían colocado junto a mí. Miré a Frank desconcertada -«¿y para esto tanto revuelo?»-, pero él se limitó a observarme y no fui capaz de descifrar la expresión de su rostro.
La muchacha era de estatura media, con una complexión parecida a la mía, compacta y masculina. Su cabeza estaba vuelta hacia el lado opuesto a nosotros, en dirección a la pared del fondo, y lo único que pude ver a la tenue luz fueron unos rizos morenos cortos y un trozo de piel blanca: la curva redonda de un pómulo y la punta de su barbilla.
– Mira-dijo Frank.
Encendió una linterna diminuta y potente y enfocó el rostro de la muchacha, dibujando un halo nítido. Por un segundo me sentí confusa («¿Me ha mentido Sam?»), porque yo la conocía de algo, había visto su cara un millón de veces. Di un paso al frente para mirarla mejor y el mundo entero quedó sumido en el silencio, congelado en el tiempo. En medio de aquella oscuridad rugiente resplandecía el blanco rostro de aquella joven. Y aquella joven era yo. La nariz respingona, sus espesas y perfiladas cejas, hasta el mínimo ángulo y la mínima curva eran nítidos como el hielo: era yo, inerte, con los labios azules y sombras como morados oscuros bajo los ojos. No sentía mis manos ni mis pies. Ni siquiera era consciente de respirar. Por un instante tuve la sensación de estar flotando, arrancada de mí misma y transportada por corrientes de aire lejos de allí.
– ¿La conoces? -me preguntó Frank desde algún lugar-. ¿Es pariente tuya?
Me sentía como si me hubiera quedado ciega: mis ojos no asimilaban aquella estampa. Era imposible: una alucinación febril, una grieta chirriante que desobedecía todas las leyes de la naturaleza. Entonces caí en la cuenta de que estaba acuclillada con rigidez sobre los dedos de los pies, con una mano a medio camino de mi arma y todos y cada uno de mis músculos listos para luchar hasta la muerte con aquella joven muerta.
– No -contesté con una voz rara, ajena a mí-. No la había visto nunca.
– ¿Eres adoptada?
Sam volvió la cabeza desconcertado, pero aquella brusquedad me vino bien, fue como una punzada.
– No -contesté.
Por un momento fugaz, espantoso y estremecedor, lo dudé. Pero he visto fotos de mi madre cansada y sonriendo en una cama de hospital, conmigo recién nacida en sus brazos. No.
– ¿A quién te pareces?
– ¿Qué? -Me llevó un instante procesar la pregunta. Era incapaz de apartar la vista de aquella muchacha. Tenía que esforzarme para parpadear. Ahora entendía por qué Doherty y sus orejas habían reaccionado así al verme-. No. Me parezco a mi madre. Aunque también tengo algo de mi padre… No.
Frank se encogió de hombros.
– Valía la pena intentarlo.
– Dicen que todos tenemos un doble en algún sitio -señaló Sam con voz queda.
Sam estaba a mi lado, muy cerca de mí; tardé un segundo en darme cuenta de que estaba listo para recogerme si me desmayaba. Pero yo no soy de las que se desmayan. Me mordí el labio por dentro, con fuerza, rápidamente; la punzada de dolor me despejó las ideas.
– ¿No lleva documentación?
La breve pausa que se produjo antes de que alguien respondiera me dijo que allí había gato encerrado. «Caray -pensé, y sentí un nuevo retortijón en las tripas-: usurpación de identidad.» No tenía demasiado claro cómo funcionaba exactamente, pero bastaba echarme un rápido vistazo y una veta creativa para que aquella muchacha hubiera podido compartir perfectamente mi pasaporte conmigo y haberse comprado un BMW con mi tarjeta de crédito.
– Llevaba un carné de estudiante -explicó Frank-, un llavero en el bolsillo izquierdo del abrigo, una linterna en el derecho y la cartera en el bolsillo delantero derecho de los tejanos. Doce libras y unas monedas, una tarjeta bancaria, un par de recibos viejos y esto.
Pescó una bolsa para pruebas transparente entre un montón que había junto a la puerta y me la colocó en la mano.
Era un carné del Trinity College, perfecto en su ejecución y digitalizado, no como los trozos de papel de color plastificado que teníamos nosotros. La muchacha de la fotografía parecía diez años más joven que aquel rostro blanquecino y de rasgos hundidos que había en el rincón. Sonreía con mi sonrisa y llevaba una boina a rayas con la visera a un lado. Por un instante mi mente se agitó: «Pero si yo nunca he tenido una boina de rayas así. ¿O sí? ¿Cuándo?». Fingí inclinar la tarjeta hacia la luz para leer las letras impresas y aproveché así la oportunidad de darles la espalda a los demás. «Madison, Alexandra J.»
En un instante vertiginoso lo entendí todo: Frank y yo habíamos hecho aquello. Habíamos construido a Lexie Madison hueso a hueso, fibra a fibra; la habíamos bautizado y durante cuatro meses le concedimos una cara y un cuerpo, y cuando nos deshicimos de ella, no se dio por vencida. Pasó cuatro años volviéndose a tejer, emergiendo de la oscura tierra y los vientos de la noche, y luego nos convocó allí para que contempláramos las consecuencias de nuestros actos?
– Pero ¿qué demonios…? -balbuceé cuando fui capaz de volver a respirar.
– Cuando los agentes uniformados han introducido su nombre en el ordenador -explicó Frank mientras volvía a coger la bolsa-, han descubierto que estaba marcada: «Si le ocurre algo a esta joven, llamadme de inmediato». Nunca me tomé la molestia de eliminarla del sistema; imaginé que podríamos necesitarla en algún momento, antes o después. Nunca se sabe.
– Sí, claro -repliqué-. ¿Hablas en serio? -Miré con dureza el cadáver y volví a meterme en el papel de policía. Aquello no era ningún golem: era una muchacha muerta en la vida real, aunque sonara a oxímoron-. Sam -dije-, ¿qué tenemos?
Sam me dirigió una mirada rápida e inquisitiva y, tras comprobar que yo no tenía ninguna intención de desmayarme o gritar o lo que fuera que se le hubiera ocurrido, asintió con la cabeza. Empezaba a recobrar la compostura.
– Mujer blanca en la mitad de la veintena o principios de la treintena, una única herida de puñal en el tórax. Cooper ha situado su muerte en torno a la medianoche, hora arriba, hora abajo. No puede ser más específico: la conmoción y las variaciones de la temperatura ambiental le impiden establecer si hubo actividad física alrededor de la hora de la defunción. Eso es todo.
A diferencia de la mayoría de gente, me llevo bien con Cooper, pero me alegraba de no haber coincidido con él. Aquella casucha estaba ya demasiado llena, llena de pies que caminaban pisando fuerte y de personas que intercambiaban miradas y de ojos posados sobre mí.