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Margaret agitó su catálogo con furia.

– Gracias, señora -dijo el subastador, sonriente-. Tengo una puja externa por tres mil libras. ¿Alguien ofrece cuatro mil?

– ¡Sí! -gritó Margaret, como si la sala estuviera tan abarrotada que necesitara hacerse oír por encima del tumulto.

– Tengo una oferta de cinco mil sobre la mesa. ¿Sube a seis mil, señora? -preguntó, devolviendo su atención a la dama de la primera fila.

– Sí -replicó Margaret con igual firmeza.

– ¿Hay alguna otra oferta? -preguntó el subastador, al tiempo que paseaba la vista alrededor de la sala, una clara señal de que las pujas que aguardaban sobre la mesa se habían agotado.

– Siete -dijo una voz detrás de ella.

Margaret se volvió y vio que su cuñada se había sumado a la puja.

– ¡Ocho mil! -gritó Margaret.

– Nueve -dijo Elizabeth sin vacilar.

– ¡Diez mil! -aulló Margaret.

De repente, se hizo el silencio. Cornelius observó una sonrisa de satisfacción en el rostro de Elizabeth, después de haber endosado a su cuñada una factura de diez mil libras.

Cornelius tuvo ganas de reír. La subasta estaba siendo mucho más divertida de lo que había esperado.

– Como no hay más ofertas, esta deliciosa acuarela se vende a la señora Barrington por diez mil libras -dijo el señor Botts, y descargó un martillazo sobre la mesa. Sonrió a Margaret, como si hubiera hecho una sabia inversión-. El siguiente lote -continuó- es un retrato titulado sencillamente Daniel, obra de un artista desconocido. Es un trabajo bien ejecutado, y confiaba en abrir la puja en cien libras. ¿Veo una oferta de cien?

Ante la decepción de Cornelius, nadie manifestó el menor interés por aquel artículo.

– Puedo considerar una oferta inicial de cincuenta libras -dijo el señor Botts-, pero me es imposible bajar más. ¿Alguien ofrece cincuenta libras?

Cornelius paseó la vista alrededor de la sala, intentando adivinar por las expresiones de las caras quién había elegido aquel artículo, y por qué no deseaban pujar más si el precio era tan razonable.

– En ese caso, temo que también tendré que retirar este lote.

– ¿Significa eso que es mío? -pregunto una voz desde el fondo.

Todo el mundo se volvió.

– Si desea ofrecer cincuenta libras, señora -dijo el señor Botts, mientras se ajustaba las gafas-, el cuadro es suyo.

– Sí, por favor -dijo Pauline.

El señor Botts sonrió en su dirección mientras daba el martillazo.

– Vendido a la dama del fondo de la sala -anunció-, por cincuenta libras.

»Ahora, paso al lote número cuatro, un juego de ajedrez de procedencia desconocida. ¿Qué voy a decir de este artículo? ¿Puede empezar alguien con cien libras? Gracias, señor.

Cornelius se volvió para ver quién estaba pujando.

– Tengo doscientas sobre la mesa. ¿Puedo subir a trescientas?

Timothy asintió.

– Tengo una puja sobre la mesa de trescientas cincuenta. ¿Puedo subir a cuatrocientas?

Esta vez, Timothy pareció deshincharse, y Cornelius supuso que la cantidad estaba fuera de su alcance.

– En tal caso, tendré que retirar también esta pieza y trasladarla a la subasta de la tarde. -El subastador miró a Timothy, pero este ni siquiera parpadeó-. Retirado el artículo.

»Y por fin, vamos al lote número cinco. Una magnífica mesa Luis XIV, hacia 1712, en un estado casi perfecto. Se puede seguir el rastro de su procedencia hasta su anterior propietario, y ha estado en posesión del señor Barrington desde hace once años. Todos los detalles están consignados en el catálogo. Debo advertirles de que existe mucho interés por este artículo, y abriré la puja por cincuenta mil libras.

Elizabeth levantó de inmediato el catálogo sobre su cabeza.

– Gracias, señora. Tengo una puja sobre la mesa de sesenta mil. ¿Veo setenta? -preguntó, con los ojos clavados en Elizabeth.

Su catálogo se elevó de nuevo.

– Gracias, señora. Tengo una puja sobre la mesa de ochenta mil. ¿Veo noventa?

Esta vez, Elizabeth pareció vacilar, antes de alzar poco a poco el catálogo.

– Tengo una puja sobre la mesa de cien mil. ¿Veo ciento diez mil?

Todo el mundo estaba mirando ahora a Elizabeth, excepto Hugh, que tenía la vista fija en el suelo. Era evidente que carecía de la menor influencia en la puja.

– Si no hay más ofertas, tendré que retirar este lote y trasladarlo a la venta de la tarde. Última oportunidad -anunció el señor Botts. Cuando alzó el martillo, el catálogo de Elizabeth subió de repente-. Ciento diez mil. Gracias, señora. ¿Hay más pujas? Entonces, entregaré esta excelente pieza por ciento diez mil libras. -Bajó el martillo y sonrió a Elizabeth-. Felicidades, señora, es un magnífico ejemplar del período.

La mujer le devolvió la sonrisa, con una expresión de incertidumbre en la cara.

Cornelius se volvió y guiñó el ojo a Frank, que ni siquiera se inmutó. Después, se levantó y caminó hacia el estrado para agradecer al señor Botts su magnífico trabajo. Cuando dio la vuelta para marcharse, sonrió a Margaret y Elizabeth, pero ninguna de las dos se dio cuenta, porque parecían preocupadas. Hugh, con la cabeza apoyada en las manos, continuaba mirando el suelo.

Cuando Cornelius volvió al fondo de la sala, no vio señales de Timothy, y supuso que su sobrino había tenido que regresar a Londres. Cornelius se llevó una decepción, pues había confiado en que comería con él en un pub. Después de una mañana tan positiva, pensaba que valía la pena celebrarlo.

Ya había decidido que no iba a asistir a la subasta de la tarde, pues no albergaba el menor deseo de ver vendidos sus bienes materiales, aunque no tendría sitio para ellos una vez se mudara a una casa más pequeña. El señor Botts había prometido llamarle en cuanto terminara la subasta, para informarle sobre la cantidad alcanzada.

Después de disfrutar de la mejor comida desde que Pauline le había dejado, Cornelius empezó su viaje desde el pub hasta The Willows. Sabía la hora exacta en que aparecería el autobús que le llevaría a casa, y llegó a la parada con dos minutos de antelación. Ahora, ya daba por sentado que le gente evitaba su compañía.

Cornelius abrió la puerta de su casa cuando el reloj de la iglesia cercana daba las tres. Aguardaba con ansia el inevitable enfrentamiento que se produciría cuando Margaret y Elizabeth se dieran cuenta de lo mucho que habían pagado en realidad. Sonrió mientras se dirigía a su estudio y consultó su reloj, preguntándose cuándo recibiría la llamada del señor Botts. El teléfono empezó a sonar justo cuando entraba en la habitación. Rió para sí. Era demasiado temprano para el señor Botts, de modo que debían ser Margaret o Elizabeth, que necesitarían verle con urgencia. Descolgó el teléfono y oyó la voz de Frank al otro extremo de la línea.

– ¿Te acordaste de retirar el juego de ajedrez de la venta de la tarde? -preguntó Frank, sin molestarse en formalidades.

– ¿De qué estás hablando? -dijo Cornelius.

– De tu amado juego de ajedrez. ¿Has olvidado que, como no se vendió esta mañana, pasará automáticamente a la subasta de esta tarde? A menos que hayas dado orden de retirarlo, por supuesto, o advertido al señor Botts de su verdadero valor.

– Oh, Dios mío -exclamó Cornelius.

Colgó el teléfono y salió corriendo por la puerta, de modo que no oyó a Frank decir: «Estoy seguro de que una llamada al ayudante del señor Botts bastará».

Cornelius consultó su reloj mientras bajaba por el camino particular. Eran las tres y diez, de modo que la subasta acababa de empezar. Corrió hacia la parada del autobús, y trató de recordar cuál era el número de lote del juego de ajedrez. Solo pudo recordar que había ciento cincuenta y tres lotes en venta.

Mientras esperaba en la parada, moviendo los pies a causa del nerviosismo, escudriñó la calle con la esperanza de parar a un taxi. Al fin, vio con alivio que el autobús se dirigía hacia él. Aunque sus ojos no abandonaron ni un momento al conductor, no consiguió que corriera más.