Cuando frenó a su lado y las puertas se abrieron, Cornelius saltó y ocupó el asiento delantero. Quiso decirle al conductor que le llevara directamente a Botts and Co., en High Street, y al infierno la tarifa, pero dudó de que los otros pasajeros se lo permitieran.
Consultó su reloj (las tres y diecisiete minutos), e intentó recordar cuánto tiempo había tardado aquella mañana el señor Botts en liquidar cada lote. Un minuto, tal vez un minuto y medio, concluyó. El autobús se detuvo en cada parada del corto trayecto hasta la ciudad, y Cornelius dedicó ese tiempo a seguir el avance del minutero del reloj. El conductor llegó por fin a High Street a las tres y treinta y un minutos.
Hasta la puerta dio la impresión de abrirse con lentitud. Cornelius saltó a la acera, y pese a que no había corrido en años, practicó el deporte por segunda vez aquel día. Cubrió los doscientos metros que le separaban de la casa de subastas en un tiempo prudencial, pero aun así llegó agotado. Entró como una exhalación en la sala de subastas, justo cuando el señor Botts anunciaba:
– Lote número 32, un reloj de caja larga adquirido de las propiedades de…
Los ojos de Cornelius barrieron la sala, y se detuvieron en una empleada del subastador, de pie en un rincón con el catálogo abierto, donde iba apuntando el precio de cada lote una vez había sido subastado. Se acercó a ella, mientras una mujer que creyó reconocer se cruzaba con él y salía por la puerta.
– ¿Ya ha salido el juego de ajedrez? -preguntó un Cornelius falto de aliento.
– Deje que lo compruebe, señor-dijo la empleada, mientras pasaba las páginas del catálogo-. Sí, aquí está, lote 27.
– ¿Cuánto ha alcanzado? -preguntó Cornelius.
– Cuatrocientas cincuenta libras -contestó la joven.
El señor Botts llamó a Cornelius a última hora de la tarde para informarle de que la venta de la tarde había ascendido a novecientas dos mil ochocientas libras, mucho más de lo que él había calculado.
– ¿Sabe por casualidad quién compró el juego de ajedrez? -fue la única pregunta de Cornelius.
– No -contestó el señor Botts-. Solo puedo decirle que fue adquirido en representación de un cliente. El comprador pagó en metálico y se llevó el artículo.
Mientras subía la escalera para acostarse, Cornelius tuvo que admitir que todo había salido a pedir de boca, a excepción de la desastrosa pérdida del juego de ajedrez, y comprendió que el único culpable era él. Lo peor era que Frank, lo sabía muy bien, nunca volvería a referirse al incidente.
Cornelius estaba en la bañera cuando el teléfono sonó a las siete y media de la mañana siguiente. Era evidente que alguien se había pasado la noche despierto, preguntándose cuál sería la hora más temprana en que podría despertarle.
– ¿Eres tú, Cornelius?
– Sí -contestó, al tiempo que bostezaba ruidosamente-. ¿Quién es? -añadió, aunque lo sabía muy bien.
– Soy Elizabeth. Siento llamarte tan temprano, pero necesito verte con urgencia.
– Por supuesto, querida -contestó Cornelius-. ¿Por qué no vienes a tomar el té conmigo esta tarde?
– Oh, no, no puedo esperar hasta entonces. He de verte esta mañana. ¿Puedo pasarme a las nueve?
– Lo siento, Elizabeth, pero ya tengo una cita a las nueve. -Hizo una pausa-. Pero creo que puedo hacerte un hueco a las diez durante media hora, y así no llegaré tarde a mi cita de las once con el señor Botts.
– Puedo llevarte en coche a la ciudad, si te sirve de ayuda -sugirió Elizabeth.
– Es muy amable por tu parte, querida -dijo Cornelius-, pero me he acostumbrado a utilizar el autobús, y en cualquier caso no querría abusar de ti. Nos veremos a las diez.
Colgó el teléfono.
Cornelius seguía en la bañera cuando el teléfono sonó por segunda vez. Se refociló en el agua caliente hasta que el teléfono enmudeció. Sabía que era Margaret, y estaba seguro de que volvería a llamar dentro de pocos minutos.
Aún no había acabado de secarse, cuando el teléfono sonó de nuevo. Caminó con parsimonia hasta el dormitorio y descolgó el teléfono de la mesilla de noche.
– Buenos días, Margaret -dijo.
– Buenos días, Cornelius -dijo la mujer, en tono sorprendido. Se recuperó enseguida y añadió-: He de verte con suma urgencia.
– Ah, ¿sí? ¿Cuál es el problema? -preguntó Cornelius, muy consciente de cuál era el problema.
– No puedo hablar de un asunto tan delicado por teléfono, pero podría estar en tu casa a las diez.
– Temo que ya he quedado con Elizabeth a las diez. Parece que también necesita hablar conmigo de un asunto muy urgente. ¿Por qué no vienes a las once?
– Quizá sería mejor que fuera ahora mismo -dijo Margaret, confusa.
– No, temo que solo puedo hacerte un hueco a partir de las once, querida. O las once, o el té de la tarde. ¿Qué te va mejor?
– A las once -dijo Margaret sin vacilar.
– Ya me lo imaginaba -dijo Cornelius-. Hasta ahora -añadió, antes de colgar.
Cuando Cornelius terminó de vestirse, bajó a la cocina para desayunar. Un cuenco de cereales, un ejemplar del periódico local y un sobre sin sellos le estaban esperando, aunque no había ni rastro de Pauline.
Se sirvió una taza de té, abrió el sobre y extrajo un talón extendido a su nombre por la cantidad de quinientas libras. Suspiró. Pauline debía haber vendido su coche.
Empezó a pasar las páginas del suplemento de los sábados, y se detuvo cuando leyó «Casas en venta». Cuando el teléfono sonó por tercera vez aquella mañana, no tenía ni idea de quién podía ser.
– Buenos días, señor Barrington -dijo una voz jovial-. Soy Bruce, de la agencia de bienes raíces. He creído que debía llamarle porque tenemos una oferta por The Willows que supera el precio solicitado.
– Bien hecho -dijo Cornelius.
– Gracias, señor -dijo el agente, la voz más respetuosa que Cornelius había oído desde hacía semanas-, pero creo que deberíamos esperar un poco más. Estoy seguro de que podemos sacarles algo más. En tal caso, mi consejo sería aceptar la oferta y pedirles un diez por ciento de paga y señal.
– Me parece un buen consejo -dijo Cornelius-. En cuanto hayan firmado el contrato, necesitaré que me encuentren una casa nueva.
– ¿Qué clase de casa busca, señor Barrington?
– Quiero algo la mitad de grande de The Willows, con unas cincuenta hectáreas de terreno, y me gustaría que estuviera en la misma zona.
– No creo que sea muy difícil, señor. En este momento, tenemos una o dos casas excelentes en catálogo, y estoy seguro de que podré complacerle.
– Gracias -dijo Cornelius, encantado de haber hablado con alguien que había empezado bien el día.
Estaba riendo de un artículo de la primera plana, cuando sonó el timbre de la puerta. Consultó su reloj. Faltaban unos minutos para las diez, de modo que no podía ser Elizabeth. Cuando abrió la puerta principal, vio a un hombre uniformado de verde, que sujetaba una tablilla en una mano y un paquete en la otra.
– Firme aquí -dijo el mensajero, al tiempo que le tendía un bolígrafo.
Cornelius estampó su firma al pie del formulario.
Habría preguntado quién había enviado el paquete, pero la aparición de un coche que subía por el camino particular le distrajo.
– Gracias -dijo.
Dejó el paquete en el vestíbulo y bajó los peldaños para dar la bienvenida a Elizabeth.
Cuando el coche frenó ante la puerta principal, Cornelius se llevó una sorpresa al ver a Hugh en el asiento del copiloto.
– Has sido muy amable por recibirnos tan pronto -dijo Elizabeth, cuyo aspecto proclamaba que había pasado otra noche de insomnio.
– Buenos días, Hugh -dijo Cornelius, quien sospechaba que su hermano había pasado despierto toda la noche-. Haced el favor de acompañarme a la cocina. Temo que es la única habitación de la casa con calefacción.