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Mientras les guiaba por el largo pasillo, Elizabeth se detuvo ante el retrato de Daniel.

– Me alegro mucho de verlo devuelto al lugar que le corresponde -dijo.

Hugh cabeceó en señal de asentimiento.

Cornelius contempló el retrato, que no había visto desde la subasta.

– Sí, el lugar que le corresponde -dijo, antes de entrar en la cocina-. Bien, ¿qué os trae por The Willows un sábado por la mañana? -preguntó, mientras llenaba el calentador de agua.

– Es por la mesa Luis XIV -dijo Elizabeth con timidez.

– Sí, la echaré de menos -dijo Cornelius-, pero fue un gesto formidable por tu parte, Hugh -añadió.

– Un gesto formidable… -repitió Hugh.

– Sí. Supuse que era tu manera de devolverme las cien mil libras -dijo Cornelius. Se volvió hacia Elizabeth-. Te juzgué mal, Elizabeth. Sospecho que fue idea tuya desde el principio.

Elizabeth y Hugh intercambiaron una mirada, y los dos se pusieron a hablar a la vez.

– Pero nosotros no… -dijo Hugh.

– Más bien esperábamos… -dijo Elizabeth.

Los dos callaron al mismo tiempo.

– Dile la verdad -dijo Hugh con firmeza.

– ¡Cómo! -dijo Cornelius-. ¿He entendido mal lo que ocurrió ayer en la subasta?

– Sí, temo que así es -dijo Elizabeth, cuyas mejillas habían perdido todo su color-. La verdad es que la situación se nos fue de las manos, y acabé pujando más de lo que habría debido. -Hizo una pausa-. Nunca había ido a una subasta, y cuando perdí el reloj de pie, y vi que Margaret compraba el Turner por un precio tan barato, temo que perdí el control.

– Bien, siempre puedes volver a ponerlo en venta -dijo Cornelius con tristeza burlona-. Es una pieza excelente, y no me cabe duda de que conservará su valor.

– Ya lo hemos preguntado -dijo Elizabeth-, pero el señor Botts dice que no habrá otra subasta de muebles hasta dentro de tres meses, como mínimo, y las condiciones de la venta estaban claramente impresas en el catálogo: liquidación antes de siete días.

– Pero estoy seguro de que si dejaras la pieza en sus manos…

– Sí, él lo sugirió -dijo Hugh-. Pero no nos percatamos de que los subastadores añaden un quince por ciento al precio de venta, de modo que la factura verdadera asciende a ciento veintiséis mil quinientas libras. Peor aún, si lo ponemos a la venta de nuevo, también se quedan el quince por ciento del precio al que se subasta, de modo que acabamos perdiendo más de treinta mil libras.

– Sí, así hacen fortuna los subastadores -dijo Cornelius con un suspiro.

– Pero nosotros no tenemos treinta mil libras, y mucho menos ciento veintiséis mil quinientas -gritó Elizabeth.

Cornelius se sirvió con parsimonia otra taza de té, fingiendo que estaba abismado en sus pensamientos.

– Mmmm -dijo por fin-. Lo que me desconcierta es por qué creéis que puedo ayudaros, teniendo en cuenta mis actuales apuros económicos.

– Pensamos que como la subasta ha recaudado casi un millón de libras… -empezó Elizabeth.

– Mucho más de lo calculado -remachó Hugh.

– Confiábamos en que le dijeras al señor Botts que habías decidido conservar la pieza. Nosotros confirmaríamos nuestra aceptación, por supuesto.

– No me cabe duda -dijo Cornelius-, pero eso no resuelve el problema de deber al subastador dieciséis mil quinientas libras, más una posible pérdida posterior si no alcanza el precio de ciento diez mil libras dentro de tres meses.

Ni Elizabeth ni Hugh hablaron.

– ¿Tenéis algo que pudierais vender para reunir el dinero? -preguntó por fin Cornelius.

– Solo nuestra casa, y la hipoteca ya es bastante alta -dijo Elizabeth.

– ¿Y vuestras acciones de la empresa? Si las vendéis, estoy seguro de que cubrirían con holgura el coste.

– Pero ¿quién querría comprarlas si no hay ganancias ni pérdidas? -preguntó Hugh.

– Yo -dijo Cornelius.

Los dos parecieron sorprenderse.

– A cambio de vuestras acciones -continuó Cornelius-, os exoneraría de vuestra deuda conmigo, y también resolvería cualquier dificultad que se le pudiera presentar al señor Botts.

Elizabeth empezó a protestar, pero Hugh preguntó:

– ¿Hay alguna alternativa?

– No se me ocurre ninguna -respondió Cornelius.

– Entonces, no nos queda otra elección -dijo Hugh, al tiempo que se volvía hacia su esposa.

– ¿Y todos estos años que hemos invertido en la empresa? -sollozó Elizabeth.

– Hace tiempo que la tienda no obtiene grandes beneficios, Elizabeth, y tú lo sabes. Si no aceptamos la oferta de Cornelius, puede que paguemos la deuda durante el resto de nuestras vidas.

Elizabeth guardó un silencio inusual.

– Bien, parece que hay acuerdo -dijo Cornelius-. ¿Por qué no vamos a ver a mi abogado? El se ocupará de todo.

– ¿También del señor Botts? -preguntó Elizabeth.

– En cuanto hayáis renunciado a las acciones, yo resolveré el problema del señor Botts. Confío en que todo esté arreglado el fin de semana.

Hugh bajó la cabeza.

– Creo que lo más prudente sería -continuó Cornelius, ante lo cual ambos levantaron la vista y le miraron con aprensión- que Hugh se quedara en la junta de la empresa como presidente, con la remuneración correspondiente.

– Gracias -dijo Hugh, mientras estrechaba la mano de su hermano-. Es muy generoso por tu parte, teniendo en cuenta las circunstancias.

Cuando volvieron a pasar por el pasillo, Cornelius miró una vez más el retrato de su hijo.

– ¿Has encontrado un sitio para instalarte? -preguntó Elizabeth.

– Parece que, al final, no habrá ningún problema. Gracias, Elizabeth. He recibido una oferta por The Willows que supera con creces el precio calculado, lo que sumado a las ganancias de la subasta me permitirá pagar todas mis deudas, dejándome una cantidad sustanciosa.

– Entonces, ¿para qué necesitas nuestras acciones? -preguntó Elizabeth, y se volvió hacia él.

– Por el mismo motivo que tú deseabas mi mesa Luis XIV, querida -dijo Cornelius, mientras les abría la puerta-. Adiós, Hugh -añadió, cuando Elizabeth subió al coche.

Cornelius estaba a punto de volver a casa, cuando vio que Margaret subía por el camino particular en su nuevo coche, de modo que la esperó. Cuando el pequeño Audi se detuvo, Cornelius abrió la puerta del coche para dejarla salir.

– Buenos días, Margaret -dijo, mientras la acompañaba hasta la casa-. Me alegra volver a verte en The Willows. No recuerdo cuándo fue la última vez que estuviste aquí.

– He cometido un espantoso error -admitió su hermana, mucho antes de llegar a la cocina.

Cornelius volvió a llenar el calentador de agua y esperó a que ella le dijera algo que ya sabía.

– No me iré por las ramas, Cornelius. No tenía ni idea de que había dos Turner.

– Ah, sí -dijo Cornelius sin inmutarse-. Joseph Mallord William Turner, sin duda el mejor pintor nacido en estos pagos, y William Turner de Oxford, sin parentesco alguno, y aunque es más o menos del mismo período, carece del genio del maestro.

– Pero yo no lo sabía… -repitió Margaret-. Así que terminé pagando demasiado por el otro Turner…, espoleada por las extravagancias de mi cuñada -añadió.

– Sí, me ha fascinado leer en el periódico local que has entrado en el Libro Guinnes de los Récords por haber pagado un precio desmedido por ese artista.

– Un récord del que podría pasar tranquilamente -dijo Margaret-. Confiaba en que pudieras hablar con el señor Botts, y…

– ¿Y qué? -preguntó Cornelius con ingenuidad, mientras servía a su hermana una taza de té.

– Explicarle que todo fue un tremendo error.

– Temo que no será posible, querida. En cuanto el martillo baja, la venta está consumada. Así es la ley.

– Quizá podrías ayudarme si pagaras el cuadro -sugirió Margaret-. Al fin y al cabo, los periódicos dicen que has ganado casi un millón de libras solo con la subasta.