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– Pero he de pensar en muchos otros compromisos -dijo Cornelius con un suspiro-. No olvides que, en cuanto The Willows se venda, tendré que encontrar otro sitio donde vivir.

– Siempre podrías venir a instalarte conmigo…

– Es la segunda oferta que me hacen esta mañana -repuso Cornelius-, y tal como expliqué a Elizabeth, después de que las dos me rechazarais previamente, tuve que pensar en una alternativa.

– En ese caso, estoy arruinada -dijo Margaret en tono melodramático-, porque no tengo diez mil libras, por no hablar del quince por ciento. Otra cosa que ignoraba. Había confiado en obtener un pequeño beneficio si ponía la pintura a la venta en Christie's.

Por fin la verdad, pensó Cornelius. O quizá la verdad a medias.

– Cornelius, siempre has sido el listo de la familia -dijo Margaret con lágrimas en los ojos-. Seguro que se te ocurre alguna solución.

Cornelius paseó de un lado a otro de la cocina, como abismado en sus pensamientos, mientras su hermana seguía con la vista todos y cada uno de sus pasos. Por fin, se detuvo ante ella.

– Creo que he encontrado una solución.

– ¿Cuál es? -gritó Margaret-. Aceptaré lo que sea.

– ¿Lo que sea?

– Lo que sea -repitió la mujer.

– Bien, entonces te diré lo que haré -siguió Cornelius-. Pagaré el cuadro a cambio de tu coche nuevo.

Margaret se quedó sin habla durante un buen rato.

– Pero el coche me costó doce mil libras -dijo por fin.

– Es posible, pero no sacarías más de ocho mil si lo vendieras de segunda mano.

– ¿Y cómo voy a desplazarme?

– Prueba el autobús -contestó Cornelius-. Te lo recomiendo. En cuanto dominas los horarios, tu vida cambia. -Consultó su reloj-. De hecho, podrías empezar ahora mismo. El próximo llegará dentro de diez minutos.

– Pero… -dijo Margaret, mientras Cornelius extendía la mano. Exhaló un largo suspiro, abrió el bolso y le entregó las llaves del coche.

– Gracias -dijo Cornelius-. Bien, no quiero retenerte más, de lo contrario perderás el autobús, y el siguiente no pasa hasta dentro de media hora.

Salieron de la cocina y guió a su hermana por el pasillo. Sonrió cuando le abrió la puerta.

– Y no olvides ir a recoger el cuadro, querida -dijo Cornelius-. Quedará de maravilla sobre la chimenea de tu salón, e inspirará muchos recuerdos felices de los ratos que hemos pasado juntos.

Margaret, sin hacer comentarios, dio media vuelta y bajó por el camino de acceso.

Cornelius cerró la puerta, y ya estaba a punto de ir a su estudio y llamar a Frank para informarle de lo que había sucedido aquella mañana, cuando creyó oír un ruido procedente de la cocina. Cambió de dirección y volvió sobre sus pasos. Entró en la cocina, se acercó al fregadero, se inclinó y besó a Pauline en la mejilla.

– Buenos días, Pauline -dijo.

– ¿Y eso por qué? -preguntó la mujer, con las manos hundidas en agua jabonosa.

– Por devolver mi hijo a casa.

– Solo es un préstamo. Si no se comporta, volverá ahora mismo a mi casa.

Cornelius sonrió.

– Eso me recuerda… Me gustaría aceptar tu anterior oferta.

– ¿De qué está hablando, señor Barrington?

– Me dijiste que preferías pagar la deuda en horas de trabajo que vender tu coche. -Sacó el cheque de la mujer de un bolsillo interior-. Sé cuántas horas has trabajado aquí durante el último mes -dijo, mientras rasgaba el cheque por la mitad-, así que estamos en paz.

– Es usted muy amable, señor Barrington, pero ojalá me lo hubiera dicho antes de vender el coche.

– No te preocupes por eso, Pauline, pues resulta que soy el feliz poseedor de un coche nuevo.

– Pero ¿cómo? -preguntó Pauline, mientras empezaba a secarse las manos.

– Un inesperado regalo de mi hermana -dijo Cornelius, sin más explicaciones.

– Pero usted no conduce, señor Barrington.

– Lo sé. Te diré lo que voy a hacer: te lo cambiaré por el retrato de Daniel.

– No es un trueque justo, señor Barrington. Solo pagué cincuenta libras por el cuadro, y el coche debe de valer mucho más.

– En tal caso, tendrás que convenir en llevarme a la ciudad de vez en cuando.

– ¿Significa eso que he recuperado mi antiguo empleo?

– Sí…, siempre que quieras dejar el nuevo.

– No tengo uno nuevo -dijo Pauline con un suspiro-. Encontraron a alguien mucho más joven que yo el día antes de empezar.

Cornelius la estrechó en sus brazos.

– Tengamos las manos quietas, señor Barrington.

Cornelius retrocedió un paso.

– Pues claro que puedes recuperar tu antiguo empleo, y con aumento de sueldo.

– Lo que usted considere apropiado, señor Barrington. Al fin y al cabo, de tal patrón tal obrero.

Cornelius consiguió reprimir una carcajada.

– ¿Significa eso que todos los muebles volverán a The Willows?

– No, Pauline. Esta casa ha sido demasiado grande para mí desde la muerte de Millie. Tendría que haberme dado cuenta hace tiempo. Voy a mudarme y buscar algo más pequeño.

– Se lo podría haber dicho yo hace unos cuantos años -dijo Pauline. Vaciló-. ¿El amable señor Vintcent seguirá viniendo a cenar los jueves por la noche?

– Hasta que uno de los dos muera, te lo aseguro -dijo Cornelius con una risita.

– Bien, no puedo pasarme el día dándole al pico, señor Barrington. Al fin y al cabo, el trabajo de una mujer nunca termina.

– Tienes toda la razón -dijo Cornelius, y salió a toda prisa de la cocina.

Atravesó el vestíbulo, cogió el paquete y lo llevó a su estudio.

Solo había sacado la capa exterior de papel de envolver, cuando el teléfono sonó. Dejó el paquete a un lado y descolgó. Era Timothy.

– Te agradezco que vinieras a la subasta, Timothy. Me alegré mucho.

– Solo lamento que mis fondos no me llegaran para comprarte el juego de ajedrez, tío Cornelius.

– Ojalá tu madre y tu tía hubieran mostrado la misma contención…

– No estoy seguro de entenderte, tío Cornelius.

– Da igual. ¿Qué puedo hacer por ti, jovencito?

– Habrás olvidado que dije que volvería y te leería el resto del libro…, a menos que ya lo hayas terminado.

– No, lo había olvidado por completo, con todo ese drama de los últimos días. ¿Por qué no vienes mañana por la noche a cenar? Antes de que protestes, la buena noticia es que Pauline ha vuelto.

– Una noticia excelente, tío Cornelius. Nos veremos mañana sobre las ocho.

– No lo olvides -dijo Cornelius.

Colgó el teléfono y volvió al paquete abierto a medias. Antes de sacar la última capa de papel, adivinó lo que había en su interior. Su corazón se aceleró. Levantó por fin la tapa de la pesada caja de madera y contempló las treinta y dos exquisitas piezas de marfil. Había una nota dentro: «Un pequeño agradecimiento por todas tus bondades de estos años. Hugh».

Entonces, recordó el rostro de la mujer con la que se había cruzado en la sala de subastas. Era la secretaria de su hermano, por supuesto. La segunda vez que había juzgado erróneamente a alguien.

– Qué ironía -dijo en voz alta-. Si Hugh hubiera puesto a la venta el juego en Sotheby's, habría podido conservar la mesa Luis XIV, desembolsando la misma cantidad. De todos modos, como diría Pauline, la intención es lo que cuenta.

Estaba escribiendo una nota de agradecimiento a su hermano, cuando el teléfono sonó de nuevo. Era Frank, fiel como siempre, que quería informarle sobre su reunión con Hugh.

– Tu hermano ha firmado todos los documentos necesarios, y las acciones han sido transferidas tal como solicitaste.

– Un trabajo rápido -comentó Cornelius.

– La semana pasada, en cuanto me diste las instrucciones, redacté todos los documentos legales. Aun así, eres el cliente más impaciente que tengo. ¿Te traigo los certificados de las acciones el jueves por la noche?