– No -dijo Frank, con los ojos fijos en el tablero-. En lo más mínimo.
– Pero ¿por qué no, viejo estúpido?
– Porque ya lo sé -dijo Frank, mientras movía el alfil de su reina.
– ¿Cómo es posible que lo sepas? -preguntó Cornelius, quien respondió moviendo un caballo hacia atrás para defender el rey.
Frank sonrió.
– Olvidas que Hugh también es cliente mío -dijo, mientras movía la torre de su rey dos casillas a la derecha.
Cornelius sonrió.
– Y pensar que nunca habría tenido que sacrificar sus acciones de haber sabido el verdadero valor del juego de ajedrez…
Devolvió su reina a la casilla de origen.
– Sí que sabía su verdadero valor -dijo Frank, en tanto meditaba sobre el último movimiento de su contrincante.
– ¿Cómo es posible que lo haya averiguado, si tú y yo éramos las únicas personas que lo sabíamos?
– Porque yo se lo dije -contestó Frank sin pestañear.
– ¿Por qué lo hiciste? -preguntó Cornelius, con la vista clavada en su más antiguo amigo.
– Porque era la única forma de averiguar si Hugh y Elizabeth estaban conchabados.
– Entonces, ¿por qué no pujó por el juego la mañana de la subasta?
– Precisamente porque no quería que Elizabeth supiera lo que estaba tramando. En cuanto descubrió que Timothy también aspiraba al juego, con el fin de devolvértelo, guardó silencio.
– Pero habría podido seguir pujando, después de que Timothy se retirara.
– No, no podía. Había accedido a pujar por la mesa Luis XIV, si te acuerdas, y ese fue el último artículo que se subastó.
– Pero Elizabeth no consiguió el reloj de caja larga, de modo que habría podido pujar por él.
– Elizabeth no es dienta mía -dijo Frank, mientras movía su reina por el tablero-. Por tanto, jamás descubrió el verdadero valor del juego. Creyó lo que tú le dijiste, que a lo sumo valdría unos cientos de libras, y por eso Hugh dio instrucciones a su secretaria para que pujara por el juego en la subasta de la tarde.
– A veces, no vemos lo más evidente, aunque esté a un palmo de nuestras narices -dijo Cornelius, al tiempo que adelantaba su torre cinco casillas.
– No puedo por menos que darte la razón -dijo Frank. Movió la reina para comer la torre de Cornelius. Miró a su oponente y dijo-: Creo que es jaque mate.
LA CARTA
Todos los invitados estaban sentados alrededor de la mesa del desayuno cuando Muriel Arbuthnot entró en la sala, con el correo de la mañana. Extrajo un largo sobre blanco de la pila y lo entregó a su amiga más antigua.
Una expresión de perplejidad cruzó el rostro de Anna Clairmont. ¿Quién podía saber que estaba pasando el fin de semana con los Arbuthnot? Entonces, vio la caligrafía familiar y sonrió admirada de su ingenio masculino. Confió en que Robert, su marido, sentado al otro extremo de la mesa, no se hubiera dado cuenta, y se quedó tranquilizada al ver que estaba absorto en su ejemplar de The Times.
Anna estaba intentando introducir el pulgar por debajo de la esquina del sobre, al tiempo que no dejaba de vigilar a Robert, cuando este levantó de repente la vista y le sonrió. Ella le devolvió la sonrisa, dejó caer el sobre en su regazo, cogió el tenedor y lo clavó en un champiñón tibio.
No hizo el menor intento de recuperar la carta hasta que su marido volvió a desaparecer detrás del periódico. En cuanto llegó a la sección de negocios, puso el sobre a su derecha, cogió el cuchillo de la mantequilla y lo deslizó bajo la esquina que había forzado con el pulgar.
Poco a poco, empezó a abrir el sobre. Una vez terminada la tarea, devolvió el cuchillo a su lugar, junto al plato de la mantequilla.
Antes de llevar a cabo su siguiente movimiento, miró de nuevo en dirección a su marido, para comprobar que continuaba escondido detrás del periódico. Así era.
Sostuvo el sobre con la mano izquierda, mientras extraía la carta con la derecha. Después, guardó el sobre en el bolso, que tenía al lado.
Echó un vistazo al familiar papel de carta color crema de Basildon Bond, doblado en tres. Otra mirada fugaz en dirección a Robert. Como seguía oculto, desdobló la carta de dos páginas.
Ni fecha, ni dirección, la primera página, como siempre, escrita en papel pautado.
Mi querida Titania:
La primera noche del Sueño en Stratford, seguida de la primera noche que habían dormido juntos. Dos primeras veces en la misma noche, había comentado él.
Estoy sentado en mi dormitorio, nuestro dormitorio, poniendo por escrito estos pensamientos apenas momentos después de que te hayas marchado. Este es el tercer intento, pues no encuentro las palabras precisas para expresarte lo que siento en realidad.
Anna sonrió. Para ser un hombre que había hecho su fortuna con las palabras, debía ser muy difícil para él admitirlo.
Anoche fuiste todo lo que un hombre puede pedir a una amante. Estuviste excitante, tierna, provocadora, descarada y, durante un exquisito momento, una puta desaforada.
Ha pasado más de un año desde que nos conocimos en la cena de los Selwyn en Norfolk y, como te he dicho a menudo, tuve ganas de que vinieras conmigo a casa aquella noche. Estuve despierto toda la noche imaginándote acostada junto al berzotas.
Anna miró a su marido y vio que había llegado a la última página del periódico.
Después se produjo aquel encuentro casual en Glyndebourne, pero aún tuvieron que pasar once días más hasta que fueras infiel por primera vez, y eso gracias a que el berzotas estaba en Bruselas. Aquella noche pasó demasiado deprisa para mí.
No sé qué habría pensado el berzotas si te hubiera visto vestida de criada. Supongo que habría dado por supuesto que siempre limpiabas el salón de Lonsdale Avenue con una blusa blanca transparente, sin sujetador, una falda de cuero negro ceñida con la cremallera en la parte de delante, medias de malla y tacones de aguja, sin olvidar el lápiz de labios rojo sangre.
Anna alzó la vista de nuevo y se preguntó si se había ruborizado. Si tanto le había gustado, tendría que ir de tiendas al Soho una vez más en cuanto regresara a la ciudad. Siguió leyendo la carta.
Querida, no hay aspecto de nuestro folleteo que no disfrute, pero confieso que lo que más me excita son los sitios que eliges cuando solo tienes una hora libre del trabajo, durante el descanso para comer. Recuerdo todos y cada uno de ellos. En el asiento trasero de mi Mercedes, en aquel aparcamiento de un NCP en Mayfair; el montacargas de Harrods; el lavabo del Caprice. Pero el más excitante de todos fue aquel pequeño palco de la galería principal del Covent Garden durante la representación de Tristán e Isolda. Una vez antes del primer entreacto, y después de nuevo, durante el último acto… Claro que es una ópera larga.
Anna lanzó una risita y dejó caer enseguida la carta sobre el regazo, porque Robert asomó la cara por un lado del periódico.
– ¿Qué te ha hecho reír, querida? -preguntó.
– La foto de James Bond aterrizando en la Cúpula -dijo Anna. Robert compuso una expresión de perplejidad-. En la primera página de tu diario.
– Ah, sí -contestó Robert, al tiempo que echaba un vistazo a la primera plana, pero no sonrió y volvió a la sección de negocios.
Anna recuperó la carta.
Lo que más me enfurece de que pases el fin de semana con Muriel y Reggie Arbuthnot es pensar que te acuestas en la misma cama que el berzotas. He intentado convencerme de que, como los Arbuthnot están emparentados con la familia real, es muy probable que os hayan asignado camas separadas.
Anna asintió, y deseó poder decirle que había acertado.