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Pocos momentos después, la puerta se abrió y entró un hombre alto, delgado y de aspecto cansado. Se sentó al otro lado de la mesa y miró a Kenny, antes de abrir un cajón y sacar un formulario verde.

– ¿Nombre? -preguntó.

– Kenny Merchant -contestó Kenny sin la menor vacilación.

– ¿Dirección?

– St. Luke's Road 42, Putney.

– ¿Ocupación?

– Desempleo.

Kenny pasó varios minutos más contestando con exactitud a las preguntas del hombre alto. Cuando el inquisidor llegó a la última pregunta, examinó un momento los gemelos de plata y llenó la línea del pie. Valor: noventa libras. Kenny conocía muy bien el significado de aquella suma concreta.

Entregó el formulario a Kenny para que lo firmara, y se llevó una sorpresa al ver que lo hacía con toda desenvoltura.

A continuación, el guardia acompañó a Kenny a la habitación contigua, donde esperó durante casi una hora. El guardia se quedó estupefacto al ver que Kenny no preguntaba qué sucedería a continuación. Todos los demás lo hacían. Pero Kenny sabía exactamente lo que iba a pasar, pese al hecho de que nunca le habían detenido por robar en tiendas.

Una hora después, la policía llegó y le condujo, junto con cinco más, a Horseferry Road Magistrate's Court. Allí siguió otra larga espera, hasta que se presentó ante el magistrado. Le leyeron los cargos y se declaró culpable. Como el valor de los gemelos era inferior a cien libras, Kenny sabía que le impondrían una multa en lugar de una sentencia de cárcel, y esperó con paciencia a que el magistrado hiciera la misma pregunta que Kenny había escuchado la semana anterior en varios casos, sentado al fondo de la sala.

– ¿Desea que tome algo más en consideración antes de dictar sentencia?

– Sí, señor-dijo Kenny-. Robé un reloj de Selfridges la semana pasada. Pesa sobre mi conciencia desde entonces, y me gustaría devolverlo.

Dedicó una sonrisa radiante al magistrado.

El magistrado asintió, miró la dirección del acusado en el formulario que tenía delante de él y ordenó a un agente que acompañara al señor Merchant a su domicilio y recuperara la mercancía robada. Por un momento, casi dio la impresión de que el magistrado iba a alabar al delincuente convicto por su acto de ciudadano honrado, pero al igual que el señor Parker, el guardia y el inquisidor, no se daba cuenta de que era un simple engranaje en una gran rueda.

Kenny fue conducido a su casa de Putney por un joven agente, el cual le dijo que había empezado hacía pocas semanas. «Entonces, te vas a llevar una buena sorpresa», pensó Kenny mientras abría la puerta de su casa y le invitaba a entrar.

– Oh, Dios mío -dijo el joven en cuanto pisó la sala de estar.

Se volvió, salió corriendo del piso y llamó de inmediato al sargento de la comisaría por la radio del coche. Al cabo de escasos minutos, dos coches patrulla estaban aparcados frente a la casa de Kenny, en St. Luke's Road. El inspector jefe Travis entró por la puerta abierta y encontró a Kenny sentado en el vestíbulo, sosteniendo el reloj robado.

– Al infierno el reloj -dijo el inspector jefe-. ¿Qué me dice de todo esto? -dijo, mientras sus brazos abarcaban la sala de estar.

– Todo es mío -contestó Kenny-. Lo único que admito haber robado, y que ahora devuelvo, es un reloj. Timex Masterpiece, valorado en cuarenta y cuatro libras, robado en Selfridges.

– ¿A qué juega, jovencito? -preguntó Travis.

– No tengo ni idea de a qué se refiere -dijo Kenny con aire de inocencia.

– Sabe muy bien a qué me refiero -dijo el inspector jefe-. Este lugar está lleno de joyas caras, cuadros, objets d'art y muebles antiguos -valorados en unas trescientas mil libras, le habría gustado decirle Kenny-, y no creo que nada de esto le pertenezca.

– En ese caso, tendrá que demostrarlo, inspector jefe, porque si no lo consigue, la ley da por sentado que me pertenece. Y siendo ese el caso, podré disponer de ello como me venga en gana.

El inspector jefe frunció el ceño, informó a Kenny de sus derechos y le detuvo por robo.

Cuando Kenny apareció en un tribunal, fue en el Old Bailey, delante de un juez. Kenny iba vestido para la ocasión con un traje a rayas, camisa blanca y corbata del regimiento de la Guardia Real. Fue acusado de robos por valor de veinticuatro mil libras.

La policía había elaborado un exhaustivo inventario de todo lo que había encontrado en el piso, y dedicado los seis meses siguientes a seguir la pista de los propietarios del tesoro, pero a pesar de publicar anuncios en todos los periódicos importantes, e incluso mostrar los artículos robados en el programa de televisión Crimewatch, así como exhibirlos al público, más del ochenta por ciento de los artículos no fueron reclamados.

El inspector jefe Travis había intentado negociar con Kenny, diciendo que recomendaría una sentencia leve si colaboraba y revelaba el nombre de los propietarios.

– Todo me pertenece -repetía Kenny-Si ese va a ser su juego, no espere ninguna ayuda de nosotros -decía el inspector jefe.

Para empezar, Kenny no había esperado ninguna ayuda de Travis. Nunca había formado parte de su plan original.

Kenny siempre había creído que si eres tacaño a la hora de elegir un abogado, te puede costar muy caro. Por lo tanto, se presentó en el juicio representado por un importante bufete y un sedoso abogado llamado Arden Duveen, QC, que pedía diez mil libras por sus servicios.

Kenny se declaró culpable de los cargos, consciente de que, cuando la policía prestara declaración, no podría mencionar ninguno de los artículos que continuaban sin ser reclamados, y que la ley, por lo tanto, suponía pertenecientes a él. De hecho, la policía ya había devuelto, a regañadientes, las propiedades que no habían podido demostrar robadas, y que Kenny había vendido sin más dilación a un intermediario por un tercio de su valor, un buen trato comparado con la décima parte que le había ofrecido un perista seis meses antes.

El señor Duveen, QC, abogado defensor, subrayó al juez que no solo era el primer delito de su cliente, sino que había invitado a la policía a acompañarle a su casa, consciente de que descubrirían los artículos robados y sería detenido. ¿Podía existir una prueba mejor de un hombre arrepentido y lleno de remordimientos?, preguntó.

El señor Duveen hizo hincapié a continuación en que el señor Merchant había servido nueve años en las fuerzas armadas, y había sido distinguido con honores tras servir en el Golfo, pero desde que había dejado el ejército parecía incapaz de aclimatarse a la vida civil. El señor Duveen no aducía esto como excusa por el comportamiento de su cliente, pero deseaba que el tribunal supiera que el señor Merchant había jurado no volver a cometer semejante delito, y por lo tanto suplicaba al juez que le impusiera una sentencia leve.

Kenny estaba de pie en el banquillo de los acusados, con la cabeza gacha.

El juez le largó un sermón durante cierto rato por la maldad de sus delitos, pero añadió que había tomado en consideración todas las circunstancias atenuantes que concurrían en el caso, y había decidido una sentencia de cárcel de dos años.

Kenny le dio las gracias, y le aseguró que no volvería a molestarle. Sabía que el siguiente delito que había planeado no terminaría en una sentencia de cárcel.

El inspector jefe Travis contempló a Kenny mientras se lo llevaban, y después se volvió hacia el fiscal.

– ¿Cuánto calcula que ese maldito hombre habrá conseguido, ateniéndose a la letra de la ley? -preguntó.

– Yo diría que unas cien mil libras -dijo el abogado de la Corona.

– Más de lo que yo podría ahorrar en toda la vida -comentó el inspector jefe, antes de proferir una sarta de palabras que ninguno de los presentes osó repetir a su esposa durante la cena.