El fiscal no iba muy desencaminado. A principios de aquella semana, Kenny había depositado un cheque de ochenta y seis mil libras en el Hong Kong and Shanghái Bank.
Lo que el inspector jefe ignoraba era que Kenny solo había consumado la mitad de su plan, y ahora que el dinero obtenido había sido ingresado, estaba dispuesto a prepararse una jubilación anticipada.
Antes de que le llevaran a la prisión, hizo otra solicitud a su abogado.
Mientras Kenny estuvo alojado en Ford Open Prison, utilizó bien su tiempo. Dedicó todos los momentos libres a estudiar diversas leyes que se estaban debatiendo en la Cámara de los Comunes. No tardó en desechar varios proyectos de ley sobre sanidad, educación y servicios sociales, hasta topar con la Ley de Protección de Datos, y se puso a estudiar cada uno de los artículos con el mismo entusiasmo que un miembro de la Cámara de las Comunes durante la fase de información sobre la ley. Siguió cada enmienda presentada en la Cámara y cada nuevo artículo que se aprobaba. Cuando el acta se convirtió en ley en 1992, solicitó una nueva entrevista con su procurador.
El procurador escuchó con suma atención las preguntas de Kenny, y al descubrir que carecía de la información requerida, admitió que debería buscar opiniones más autorizadas.
– Me pondré en contacto de inmediato con el señor Duveen -dijo.
Mientras Kenny esperaba la opinión del QC, pidió que le proporcionaran ejemplares de todas las revistas de negocios que se publicaban en el Reino Unido.
El procurador intentó disimular su perplejidad ante la nueva solicitud, como había hecho cuando le pidió todas las leyes que se debatieran en la Cámara de los Comunes. Durante las siguientes semanas, paquetes y paquetes de revistas llegaron a la prisión, y Kenny pasó todo el tiempo libre recortando los anuncios que aparecían en tres revistas o más.
Justo un año después de que Kenny hubiera sido sentenciado, le fue concedida la libertad condicional, gracias a su ejemplar comportamiento. Cuando salió de Ford Open Prison, tras haber cumplido tan solo la mitad de su condena, lo único que se llevó fue un sobre marrón grande que contenía tres mil anuncios y la opinión escrita del abogado sobre el artículo 9, párrafo 6, apartado a de la Ley de Protección de Datos de 1992.
Una semana después, Kenny voló a Hong Kong.
La policía de Hong Kong informó al inspector jefe Travis de que el señor Merchant se había hospedado en un hotel modesto, y dedicado su estancia a visitar imprentas, pidiendo presupuestos para la publicación de una revista llamada Business Enterprise UK, así como el precio al por menor de papel de carta y sobres con membrete. No tardaron en descubrir que la revista contendría algunos artículos sobre finanzas y acciones, pero el grueso de sus páginas estaría ocupado por pequeños anuncios.
La policía de Hong Kong se confesó perpleja cuando descubrieron cuántos ejemplares de la revista había mandado imprimir Kenny.
– ¿Cuántos? -preguntó el inspector jefe Travis.
– Noventa y nueve.
– ¿Noventa y nueve? Tiene que existir un motivo -fue la inmediata respuesta de Travis.
Se quedó todavía más estupefacto cuando descubrió que ya existía una revista llamada Business Enterprise, y que publicaba diez mil ejemplares al mes.
La policía de Hong Kong informó después de que Kenny había pedido dos mil quinientas hojas de papel con membrete, y dos mil quinientos sobres marrón.
– ¿Qué está tramando? -preguntó Travis.
Nadie en Hong Kong dio con una sugerencia convincente.
Tres semanas después, la policía de Hong Kong informó que el señor Merchant había sido visto en la oficina de correos, enviando dos mil cuatrocientas cartas a direcciones repartidas por todo el Reino Unido.
A la semana siguiente, Kenny voló a Heathrow.
Aunque Travis mantuvo a Kenny bajo vigilancia, el joven agente fue incapaz de informar de algo irregular, aparte de que el cartero del barrio le había dicho que el señor Merchant recibía alrededor de veinticinco cartas al día, y que se presentaba puntual como un reloj a las doce de la mañana en el Lloyd's Bank de King's Road para depositar varios cheques cuyas cantidades oscilaban entre las doscientas y las dos mil libras. El agente no informó de que Kenny le saludaba cada mañana justo antes de entrar en el banco.
Al cabo de seis meses, el aluvión de cartas menguó, y las visitas de Kenny al banco casi se interrumpieron.
La única información nueva que el agente pudo comunicar al inspector jefe Travis fue que el señor Merchant había cambiado su pequeño piso de St. Luke's Road, en Putney, por una impresionante mansión de cuatro plantas en Chester Square, SWI.
Cuando Travis concentró su atención en casos más acuciantes, Kenny volvió a volar a Hong Kong.
– Hace casi justo un año -fue el único comentario del inspector jefe.
La policía de Hong Kong informó a su vez al inspector jefe Travis de que Kenny estaba siguiendo más o menos la misma rutina que el año anterior, y la única diferencia consistía en que esta vez se alojaba en una suite del Mandarín. Había elegido la misma imprenta, cuyo propietario confirmó que su cliente había encargado un nuevo número de Business Enterprise UK. La segunda entrega contenía nuevos artículos, pero tan solo mil novecientos setenta y un anuncios.
– ¿Cuántos ejemplares va a publicar esta vez? -preguntó el inspector jefe.
– Los mismos de antes -fue la respuesta-. Noventa y nueve. Pero solo ha encargado dos mil hojas de papel con membrete y dos mil sobres.
– ¿Qué está tramando? -repitió el inspector jefe.
No recibió respuesta.
En cuanto la revista salió de la imprenta, Kenny volvió a la oficina de correos y envió mil novecientas setenta y una cartas, antes de tomar un vuelo a Londres, en British Airways, primera clase.
Travis sabía que Kenny estaba violando la ley de alguna manera, pero no tenía ni el personal ni los recursos para investigarle.
Kenny habría continuado ordeñando aquella vaca indefinidamente de no ser porque una queja presentada por una de las principales corredurías de bolsa aterrizó un buen día sobre el escritorio del inspector jefe.
Un tal señor Cox, director financiero de la empresa, informaba de que había recibido una factura de quinientas libras por un anuncio que no había puesto.
El inspector jefe visitó al señor Cox en su oficina de la City. Tras una larga conversación, Cox accedió a colaborar con la policía presentando una denuncia.
La Corona tardó casi seis meses en preparar su caso, antes de enviarlo a la fiscalía para que lo tomara en consideración. Casi tardaron el mismo período de tiempo en decidir entablar juicio, pero en cuanto lo hicieron, el inspector jefe fue directamente a Chester Square y arrestó en persona a Kenny bajo la acusación de fraude.
El señor Duveen apareció a la mañana siguiente en el tribunal e insistió en que su cliente era un ciudadano modelo. El juez concedió a Kenny la libertad bajo fianza, pero pidió que depositara su pasaporte en el tribunal.
– Ningún problema -dijo Kenny a su abogado-. No lo necesitaré durante un par de meses.
El juicio se inició en el Old Bailey seis semanas después, y el señor Duveen representó una vez más a Kenny. Mientras Kenny se erguía en posición de firmes en el banquillo de los acusados, el secretario del tribunal leyó las siete acusaciones de fraude. Se declaró no culpable de los siete cargos. El fiscal pronunció su discurso de apertura, pero el jurado, como en muchos juicios de índole económica, no dio señales de comprender todos los detalles.
Kenny aceptó que los doce hombres y mujeres justos decidieran si creían o no al señor Cox, pues no existían muchas esperanzas de que comprendieran las sutilezas de la Ley de Protección de Datos de 1992.
Cuando el señor Cox leyó el juramento el tercer día, Kenny pensó que era el tipo de hombre al que se podía confiar hasta el último penique. De hecho, hasta pensó que invertiría unos miles de libras en su empresa.