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El señor Matthew Jarvis, QC, representante de la Corona, formuló una serie de preguntas suaves al señor Cox, con el fin de demostrar que era un hombre de tal honradez que consideraba su deber procurar que el malvado fraude perpetrado por el acusado fuera castigado de una vez por todas.

El señor Duveen se levantó para contrainterrogarle.

– Para empezar, señor Cox, le preguntaré si alguna vez vio el anuncio de marras.

El señor Cox le miró con santa indignación.

– Por supuesto -contestó.

– ¿Era de una calidad que, en circunstancias normales, habría sido aceptable para su empresa?

– Sí, pero…

– Nada de «peros», señor Cox. ¿Era, o no era, de una calidad aceptable para su empresa?

– Lo era -respondió el señor Cox, mientras se humedecía los labios.

– ¿Su empresa terminó pagando el anuncio?

– Desde luego que no -dijo el señor Cox-. Un miembro de mi personal se fijó en el anuncio y me puso al instante sobre aviso.

– Muy loable -dijo Duveen-. ¿El mismo miembro de su personal se fijó en el texto concerniente al pago del anuncio?

– No, fui yo quien lo hizo -dijo el señor Cox, y dirigió al jurado una sonrisa de satisfacción.

– Impresionante, señor Cox. ¿Recuerda el texto exacto del anuncio?

– Sí, creo que sí -dijo el señor Cox. Vaciló, pero solo un momento-. «Si el producto no le satisface, no tiene ninguna obligación de pagar este anuncio.»

– «No tiene ninguna obligación de pagar este anuncio» -repitió Duveen.

– Sí -contestó el señor Cox-. Eso decía.

– ¿Pagó la factura?

– No.

– Permita que resuma su postura, señor Cox. Recibió un anuncio gratuito publicado en la revista de mi cliente, de una calidad que habría sido aceptable para su empresa de haber aparecido en otra publicación. ¿Es eso correcto?

– Sí, pero… -empezó el señor Cox.

– No haré más preguntas, Su Señoría.

Duveen había evitado mencionar a los clientes que sí habían pagado sus anuncios, pues ninguno de ellos deseaba aparecer en el tribunal por temor a la publicidad adversa que se derivaría. Kenny pensó que su QC había destruido al testigo estrella de la acusación, pero Duveen le advirtió de que Travis intentaría hacer lo mismo con él en cuanto saliera al estrado de los acusados.

El juez sugirió un receso para comer. Kenny no tomó nada. Se limitó a estudiar de nuevo la Ley de Protección de Datos.

Cuando el juicio se reanudó después de comer, el señor Duveen informó al juez de que solo llamaría al acusado.

Kenny subió al banquillo de los testigos vestido con un traje azul oscuro, camisa blanca y corbata del regimiento de la Guardia Real.

El señor Duveen dedicó un tiempo considerable a permitir que Kenny se extendiera sobre su carrera militar y el servicio que había prestado a su patria en el Golfo, sin mencionar el tiempo que había servido en fechas más recientes en los calabozos de Su Majestad. Después, procedió a guiar a Kenny por el mar encrespado de las pruebas presentadas. Cuando Duveen volvió a sentarse, el jurado estaba convencido de que el acusado era un hombre de negocios de rectitud impecable.

El señor Matthew Jarvis, QC, se levantó con parsimonia y ordenó sus papeles con ademanes teatrales, antes de formular su primera pregunta.

– Señor Merchant, permítame empezar interrogándole sobre la revista en cuestión, Business Enterprise UK. ¿Por qué eligió ese nombre para la publicación?

– Representa todo aquello en lo que creo.

– Sí, estoy seguro, señor Merchant, pero ¿no es cierto que intentó engañar a anunciantes en potencia para que confundieran su publicación con Business Enterprise, una revista con una antigüedad de muchos años y reputación intachable? ¿No era esa su intención?

– La misma de Woman respecto a Woman's Own, o de House and Garden respecto a Homes and Gardens -replicó Kenny.

– Pero todas las revistas que acaba de mencionar venden miles de ejemplares. ¿Cuántos ejemplares de Business Enterprise UK publicó usted?

– Noventa y nueve -contestó Kenny.

– ¿Solo noventa y nueve? No cabe pensar que fuera a encaramarse a la lista de las más vendidas, ¿verdad? Haga el favor de informar al tribunal sobre el motivo de haber elegido esa cifra en particular.

– Porque es inferior a un centenar, y la Ley de Protección de Datos de 1992 define publicación como la que tira más de un centenar de ejemplares, como mínimo. Artículo 2, apartado II.

– No lo discuto, señor Merchant, lo cual reafirma que esperar que los clientes pagaran quinientas libras por un anuncio no solicitado en su revista es ultrajante.

– Tal vez sea ultrajante, pero no es un delito -dijo Kenny, con una sonrisa desarmante.

– Permítame que continúe, señor Merchant. Quizá podría explicar al tribunal en qué basó su decisión a la hora de cobrar a cada empresa.

– Averigüé cuánto estaban autorizados a gastar sus departamentos de contabilidad sin tener que consultar con una autoridad superior.

– ¿Y qué estratagema utilizó para descubrir esa información?

– Llamé a los departamentos de contabilidad y pedí hablar con sus jefes respectivos.

Una oleada de carcajadas recorrió la sala. El juez carraspeó teatralmente y pidió al público que se comportara.

– ¿Sobre eso basó tan solo su decisión para fijar la tarifa?

– No. Tenía una lista de tarifas. Los precios oscilaban entre dos mil libras por una página a todo color y doscientas por un cuarto de página en blanco y negro. Descubrirá que somos muy competitivos, incluso algo por debajo de la media nacional.

– Teniendo en cuenta el número de ejemplares publicados, ya lo creo que estaban por debajo de la media nacional -replicó el señor Jarvis.

– Conozco revistas peores.

– Tal vez pueda proporcionar un ejemplo al tribunal -dijo el señor Jarvis, convencido de que había acorralado al acusado.

– El Partido Conservador.

– No le sigo, señor Merchant.

– Celebran una cena anual en Grosvenor House. Venden alrededor de cinco mil programas y cargan cinco mil libras por un anuncio a toda página en color.

– Pero al menos, permiten a los anunciantes en potencia negarse a pagar dicha tarifa.

– Y yo también -replicó Kenny.

– O sea, ¿no acepta que es contrario a la ley enviar anuncios a empresas a las que nunca ha mostrado el producto?

– Puede que la ley diga eso en el Reino Unido -dijo Kenny-, e incluso en Europa, pero no se aplica cuando la revista se edita en Hong Kong, una colonia británica, y los anuncios son enviados desde ese país.

El señor Jarvis empezó a repasar sus papeles.

– Si no me equivoco, es la enmienda 9, artículo 4, tal como la enmendaron los lores en la fase de información -explicó Kenny.

– Pero esa no era la intención de sus señorías cuando redactaron esa enmienda concreta -dijo Jarvis, momentos después de haber localizado el artículo en cuestión.

– No leo las mentes, señor Jarvis -dijo Kenny-, y no estoy seguro de cuál era la intención de sus señorías. Solo me interesa atenerme a la letra de la ley.

– Pero usted quebrantó la ley cuando recibió dinero en Inglaterra y no lo declaró a Hacienda.

– No es así, señor Jarvis. Business Enterprise UK es subsidiaria de la compañía madre, registrada en Hong Kong. En el caso de una colonia británica, la ley permite que las empresas subsidiarias reciban los ingresos en el país de distribución.

– Pero usted no intentó distribuir la revista, señor Merchant.

– Un ejemplar de Business Enterprise UK fue depositado en la Biblioteca Británica y en otras instituciones importantes, tal como estipula el artículo 19 de la ley.