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– Tal vez sea cierto, pero el hecho incontrovertible, señor Merchant, es que usted pedía dinero con falsos pretextos.

– No cuando se deja bien claro en el anuncio que, si al cliente no le satisface el producto, no está obligado a pagar.

– Pero el texto del anuncio era tan diminuto que hacía falta una lupa para verlo.

– Consulte la ley, señor Jarvis, como hice yo. No encontré nada que fijara el tamaño de la letra.

– ¿Y el color?

– ¿El color? -fingió sorprenderse Kenny.

– Sí, señor Merchant, el color. Sus anuncios estaban impresos en papel gris oscuro, y las letras en gris claro.

– Son los colores de la empresa, señor Jarvis, como sabría cualquiera que hubiera echado un vistazo a la portada de la revista. En ningún párrafo de la ley se sugiere el color que debe utilizarse cuando se envían anuncios.

– Ah -dijo el fiscal-, pero un artículo de la ley deja claro, en términos nada ambiguos, que el texto ha de estar colocado en una situación prominente. Artículo 3, párrafo 14.

– Exacto, señor Jarvis.

– ¿Cree que el reverso del papel podría ser descrito como una situación prominente?

– Por supuesto -dijo Kenny-. Al fin y al cabo, no hay nada más en el reverso de la página. Intento atenerme también al espíritu de la ley.

– Y yo también -replicó Jarvis-. Porque cuando una empresa ha pagado por un anuncio publicado en Business Enterprise UK, ¿no es también cierto que la empresa ha de recibir un ejemplar de la revista?

– Solo si lo solicitan: artículo 42, párrafo 9.

– ¿Cuántas empresas solicitaron un ejemplar de Business Enterprise UK7-El año pasado, ciento siete. Este año bajó a noventa y una.

– ¿Recibieron todas sus ejemplares?

– No. Por desgracia, el año pasado se produjeron algunas excepciones, pero este año he podido satisfacer todas las solicitudes.

– ¿De modo que violó la ley en esa ocasión?

– Sí, pero porque no pude imprimir cien ejemplares de la revista, como he explicado antes.

El señor Jarvis hizo una pausa para permitir que el juez acabara de tomar nota.

– Creo que es el artículo 84, párrafo 6, Su Señoría.

El juez asintió.

– Por fin, señor Merchant, permítame centrar la atención en algo que, por desgracia, olvidó decir a su abogado defensor cuando le interrogó.

Kenny aferró el lado del estrado.

– El año pasado envió dos mil cuatrocientos anuncios. ¿Cuántas empresas enviaron un pago?

– Alrededor del cuarenta y cinco por ciento.

– ¿Cuántas, señor Merchant?

– Mil ciento treinta -admitió Kenny.

– Este año, envió tan solo mil novecientos anuncios. ¿Puedo preguntar por qué quinientas compañías fueron privadas de ellos?

– Decidí no anunciar a las empresas que habían declarado magros resultados anuales, sin repartir dividendos a sus accionistas.

– Muy loable, estoy seguro. De todos modos, ¿cuántas pagaron la cantidad?

– Mil noventa -dijo Kenny.

El señor Jarvis miró al jurado durante largo rato.

– ¿Cuántos beneficios obtuvo usted durante el primer año?

La sala guardó silencio, como había ocurrido durante los ocho días que duraba el juicio, mientras Kenny meditaba su respuesta.

– Un millón cuatrocientas doce mil libras -contestó por fin.

– ¿Y este año? -preguntó el señor Jarvis en voz baja.

– Han disminuido un poco, creo yo que debido a la recesión.

– ¿Cuánto? -preguntó el señor Jarvis.

– Poco más de un millón doscientas mil libras.

– No haré más preguntas, Su Señoría.

Ambos abogados lanzaron recias exposiciones finales, pero Kenny intuyó que el jurado esperaría a oír el resumen del juez al día siguiente, antes de emitir su veredicto.

El juez Thornton invirtió un tiempo considerable en resumir el caso. Señaló al jurado que era su responsabilidad explicarles cómo se aplicaba la ley a aquel caso concreto.

– Nos hallamos ante un hombre que ha estudiado la letra de la ley, no cabe duda. Lo cual es un privilegio, porque son los parlamentarios quienes hacen las leyes, y no corresponde a los tribunales intentar imaginar qué pasaba por sus mentes en aquel momento.

»A tal fin, debo decirles que el señor Merchant está acusado de siete cargos, y en seis de ellos debo aconsejarles que emitan un veredicto de no culpable, porque les aseguro que el señor Merchant no ha quebrantado la ley.

»Con respecto al séptimo cargo, el de no proporcionar ejemplares de su revista, Business Enterprise UK, a los clientes que habían pagado un anuncio y después solicitado un ejemplar, admitió que, en algunos casos, no lo había hecho. Miembros del jurado, tal vez piensen que sí quebrantó la ley en esa ocasión, aunque rectificó la situación un año después, y sospecho que solo porque el número de solicitudes era inferior a cien ejemplares. Tal vez los miembros del jurado recuerden ese artículo en particular de la Ley de Protección de Datos, así como su significado.

Doce expresiones perplejas indicaban que no tenían demasiada idea de lo que el juez estaba hablando.

– Confío en que no tomarán su decisión final a la ligera -terminó el juez-, pues en la calle hay varias partes que aguardan su veredicto.

El acusado no pudo por menos que compartir aquel sentimiento, mientras veía al jurado salir de la sala, acompañados por los ujieres. Fue devuelto a su celda, donde declinó comer, y pasó una hora tendido en la litera, hasta que tuvo que volver al banquillo de los acusados para conocer su suerte.

Una vez allí, solo tuvo que esperar unos minutos a que el jurado volviera a ocupar su sitio.

El juez se sentó, miró al secretario del tribunal y asintió. El secretario concentró su atención en el presidente del jurado y leyó los siete cargos.

En los seis primeros cargos de fraude y engaño, el presidente siguió las instrucciones del juez y emitió veredictos de no culpable.

A continuación, el secretario leyó el séptimo cargo: omisión de proporcionar un ejemplar de la revista a las empresas que, tras haber pagado un anuncio en la susodicha revista y solicitado un ejemplar de la susodicha revista, no la habían recibido.

– ¿Consideran al acusado culpable o no culpable de esta acusación? -preguntó el secretario.

– Culpable -dijo el presidente, y volvió a sentarse.

El juez se volvió hacia Kenny, que estaba de pie en el banquillo de los acusados.

– Al igual que usted, señor Merchant -empezó-, he dedicado un tiempo considerable a estudiar la Ley de Protección de Datos de 1992, y en particular las sanciones por incumplir el artículo 84, párrafo I. He decidido que no me queda otra alternativa que imponerle la máxima sanción que permite la ley en este caso concreto.

Miró a Kenny, con la expresión de quien va a dictar una sentencia de muerte.

– Pagará una multa de mil libras.

El señor Duveen no se levantó para solicitar una apelación o un aplazamiento del pago, porque era el veredicto exacto que Kenny había predicho antes de que el juicio empezara. Solo había cometido un error durante los dos últimos años, y estaba dispuesto a pagarlo. Kenny bajó del estrado, extendió un talón por la cantidad exigida y lo entregó al secretario del tribunal.

Después de dar las gracias a su equipo legal, consultó su reloj y abandonó a toda prisa la sala. El inspector jefe le estaba esperando en el pasillo.

– Bien, eso debería poner punto final a su pequeño negocio -dijo Travis, mientras caminaba a su lado.

– No veo por qué -contestó Kenny, mientras recorría a grandes zancadas el pasillo.

– Porque ahora el Parlamento tendrá que cambiar la ley -dijo el inspector jefe-, y esta vez solventarán todas las lagunas.