– Eso no sucederá en un futuro cercano, inspector jefe -dijo Kenny, mientras salía del edificio y empezaba a bajar la escalera del edificio-. Como el Parlamento está a punto de iniciar las vacaciones de verano, pienso que no encontrarán tiempo para añadir nuevas enmiendas a la Ley de Protección de Datos antes de febrero o marzo del año que viene.
– Pero si intenta repetir la jugarreta, le detendré en cuanto baje del avión -dijo Travis, al tiempo que Kenny se paraba en la acera.
– No lo creo, inspector jefe.
– ¿Por qué no?
– No imagino a la fiscalía enzarzándose en otro caro juicio, para terminar con una multa de mil libras. Piénselo, inspector jefe.
– Bien, ya le atraparé el año que viene -contestó Travis.
– Lo dudo. Verá, para entonces, Hong Kong ya no será una colonia de la Corona, y yo me habré trasladado -dijo Kenny mientras subía a un taxi.
– ¿Trasladado? -preguntó el inspector jefe, perplejo.
Kenny bajó la ventanilla del taxi y sonrió a Travis.
– Si no sabe qué hacer con su tiempo, inspector jefe, le recomiendo que estudie la nueva Ley de Medidas Económicas. No se creerá la cantidad de lagunas que encierra. Adiós, inspector jefe.
– ¿Adonde, jefe? -preguntó el taxista.
– A Heathrow, pero antes pare en Harrods. Quiero recoger un par de gemelos.
COMO LA NOCHE Y EL DÍA
– Es un chico de un enorme talento -dijo la madre de Robin, mientras servía a su hermana otra taza de té-. El director dijo el día del discurso que el colegio nunca había entregado al mundo un artista mejor en toda su historia.
– Debes estar muy orgullosa de él -dijo Miriam antes de beber el té.
– Sí, lo confieso -admitió la señora Summers, casi ronroneando-. Aunque todo el mundo sabía que ganaría el premio del fundador, por supuesto, hasta su profesor de arte se quedó sorprendido cuando le ofrecieron una plaza en la Slade [3] antes del examen de entrada. Es una pena que su padre no viviera lo bastante para disfrutar de su triunfo.
– ¿Cómo le va a John? -preguntó Miriam, mientras seleccionaba un pastelillo ae mermelada.
La señora Summers suspiró, al tiempo que pensaba en su hijo mayor.
– John terminará su curso de administración de empresas en Manchester este verano, pero de momento no logra tomar una decisión sobre lo que quiere hacer. -Hizo una pausa, que aprovechó para añadir otro terrón de azúcar a su té-. Dios sabe qué será de él. Habla de dedicarse a los negocios.
– Siempre fue un buen alumno en el colegio -dijo Miriam.
– Sí, pero nunca destacó en nada, y no consiguió ningún premio. ¿Te he dicho que a Robin le han ofrecido la posibilidad de exponer en octubre? Solo se trata de una galería local, por supuesto, pero como él mismo ha señalado, todo artista ha de empezar en algún sitio.
John Summers volvió a Peterborough para asistir a la primera exposición de su hermano en solitario. Su madre nunca le habría perdonado que no hiciera acto de presencia. Acababa de saber el resultado de sus exámenes de administración de empresas. Había obtenido un notable, que no era una mala nota, considerando que había sido el vicepresidente del sindicato de estudiantes, con un presidente que apenas había aparecido después de ser elegido. No habló a su madre de la nota, pues era el día especial de Robin.
Después de años de oír a su madre repetir que su hermano era un artista brillante, John había llegado a la conclusión de que el resto del mundo no tardaría en enterarse del hecho. Reflexionaba con frecuencia sobre lo diferentes que eran ambos, pero ¿alguien sabía cuántos hermanos había tenido Picasso? Seguro que uno de ellos se había dedicado a los negocios.
John tardó un rato en encontrar la callejuela donde estaba la galería, pero cuando lo hizo se quedó satisfecho al descubrir que estaba atestada de amigos y parientes. Robin se encontraba al lado de su madre, que estaba proponiendo las palabras «magnífico, «sobresaliente», «talento sin igual» e incluso «genio» al reportero del Peterborongh's Eco.
– Ah, mira, John ha llegado -dijo, y abandonó un momento su camarilla para saludar a su otro hijo.
John la besó en la mejilla.
– Robin no podría tener un mejor comienzo de carrera.
– Sí, estoy de acuerdo contigo -admitió su madre-. Y estoy segura de que no tardarás en solazarte en su gloria. Podrás decir a todo el mundo que eres el hermano de Robin Summers.
La señora Summers dejó a John para hacerse otra fotografía con Robin, lo cual le facilitó la oportunidad de pasear por la sala y estudiar los lienzos de su hermano. Consistían sobre todo en la colección que había reunido durante su último año en el colegio. John, que confesaba sin ambages su ignorancia en lo tocante al arte, pensó que debía ser su insuficiencia en dicho ámbito lo que le impedía no apreciar el evidente talento de su hermano, y se sintió culpable por pensar que no era el tipo de cuadros que querría ver colgados en su casa. Se detuvo frente al retrato de su madre, que tenía un punto rojo al lado para indicar que estaba vendido. Sonrió, convencido de que sabía quién lo había comprado.
– ¿No crees que capta muy bien la esencia de su alma? -preguntó una voz a su espalda.
– Desde luego -contestó John, y se volvió hacia su hermano-. Bien hecho. Estoy orgulloso de ti.
– Una de las cosas que más admiro de ti -dijo Robin- es que nunca has envidiado mi talento.
– Pues no -confesó John-, Tu talento me produce una gran satisfacción.
– Entonces, esperemos que algo de mi éxito se te contagie, sea cual sea la profesión que decidas seguir.
– Esperemos -dijo John, sin saber muy bien qué decir.
Robin se inclinó hacia adelante y bajó la voz.
– ¿Podrías prestarme una libra? Te la devolveré, por supuesto.
– Claro.
John sonrió. Al menos, algunas cosas no habían cambiado. Había empezado años antes, con seis peniques en el patio del colegio, y había terminado con un billete de diez libras el Día del Discurso. Ahora, necesitaba una libra. John solo podía estar seguro de una cosa: Robin jamás le devolvería ni un penique. Al fin y al cabo, no pasaría mucho tiempo antes de que los papeles se invirtieran. John sacó su cartera, que contenía dos billetes de una libra y un billete de tren de vuelta a Manchester. Extrajo uno de los billetes y se lo dio a Robin.
John iba a hacerle una pregunta acerca de otro cuadro (un óleo titulado Barrabás en el infierno), pero su hermano ya había dado media vuelta para reunirse con su madre y el cortejo de adoradores.
Cuando John dejó la Universidad de Manchester, le ofrecieron enseguida pasar un período de prácticas en Reynolds and Company, en un momento en que Robin se había trasladado a Chelsea. Se había mudado a un conjunto de habitaciones que su madre describía como pequeño, pero en la parte más de moda en la ciudad. No añadía que debía compartirlo con otros cinco estudiantes.
– ¿Y John? -preguntó Miriam.
– Trabaja para una empresa de Birmingham que fabrica ruedas, o eso me parece, al menos -dijo.
John buscó un piso en las afueras de Solihull, en una zona de la ciudad muy poco de moda. Estaba bien situado, cerca de una fábrica en la que debía fichar a las ocho de la mañana de lunes a sábado, mientras continuara de prácticas.
John no se molestó en precisar a su madre los detalles de lo que hacía Reynolds and Company, pues fabricar ruedas para la cercana planta de automóviles de Longbridge no tenía el mismo prestigio que ser un artista de avant garde residente en el bohemio Chelsea.
Si bien John vio poco a su hermano durante el tiempo que Robin pasó en la Slade, siempre viajaba a Londres para ver las exposiciones de fin de curso.
Durante el primer curso, los estudiantes eran invitados a exponer dos de sus obras, y John admitió, solo para sí, que en lo tocante a los esfuerzos de su hermano, no le interesaba ninguna de ambas. Eso sí, aceptaba que no sabía nada de arte. Cuando dio la impresión de que las críticas coincidían con la opinión de John, su madre explicó que Robin se había adelantado a su tiempo, y le aseguró que no pasaría mucho tiempo antes de que el resto del mundo llegara a la misma conclusión. También indicó que las dos obras se habían vendido el día de la inauguración, e insinuó que se las había quedado un coleccionista muy famoso, que reconocía un nuevo talento en cuanto lo veía.