Mientras deambulaba por las espaciosas salas de la Academia, John decidió que había llegado el momento de invertir en su primer cuadro. «Escucha a los expertos, pero al final confía en tu ojo», había escrito Godfrey Barker en el Telegraph. Su ojo le dijo Bernard Dunstan, mientras los expertos sugerían William Russell Flint. Los ojos ganaron, porque el Dunstan le costó setenta y cinco libras, mientras que el Russell Flint más barato costaba seiscientas.
John fue de sala en sala en busca de los dos óleos de su hermano, pero sin la ayuda del librito azul de la Academia nunca los hubiera localizado. Los habían colgado en la galería central en la fila superior, casi tocando el techo. Observó que ninguno de los dos estaba vendido.
Después de recorrer la exposición dos veces y decidirse por el Dunstan, fue al mostrador de ventas y dio una paga y señal por los cuadros que deseaba. Consultó su reloj: faltaban unos minutos para las doce, la hora en que había quedado con su hermano.
Robin le dio un plantón de cuarenta minutos, y después, sin ni siquiera la insinuación de una disculpa, le guió por la exposición por tercera vez. Descartó a Dunstan y Russell Flint como pintores de sociedad, sin aclarar a quién consideraba bendecido por el talento. Robin no pudo ocultar su decepción cuando llegaron ante sus cuadros.
– ¿Qué posibilidades tengo de venderlos si están escondidos allí arriba? -dijo disgustado.
John intentó solidarizarse con él.
Mientras comían, ya tarde, John explicó a Robin las implicaciones del testamento de su madre, pues los abogados de la familia no habían conseguido obtener ninguna respuesta de las diversas cartas enviadas a la dirección del señor Robin Summers.
– Nunca abro sobres marrones, es una cuestión de principios -explicó Robin.
Bien, al menos esa no podía ser la razón de que Robin hubiera dejado de asistir a su boda, pensó John. Una vez más, volvió a los detalles del testamento de su madre.
– Las cláusulas son muy claras -dijo-. Te lo ha dejado todo a ti, a excepción de un cuadro.
– ¿Cuál? -preguntó de inmediato Robin.
– El que hiciste de ella cuando aún ibas al colegio.
– Es una de las mejores cosas que he hecho -dijo Robin-. Debe valer cincuenta libras, como mínimo, y siempre supuse que me lo dejaría a mí.
John extendió un talón por la cantidad de cincuenta libras. Cuando regresó a Birmingham aquella noche, no contó a Susan lo que había pagado por los dos cuadros. Colocó el Venecia de Dunstan en el salón, sobre la chimenea, y el de su madre en el estudio.
Cuando nació su primer hijo, John sugirió que Robin fuera uno de los padrinos.
– ¿Por qué? -preguntó Susan-. Ni siquiera se tomó la molestia de venir a nuestra boda.
John estuvo de acuerdo con el razonamiento de su mujer, y si bien Robin fue invitado al bautizo, ni contestó ni apareció, pese a que la invitación había sido enviada en un sobre blanco.
Unos dos años después, John recibió una invitación de la galería Crewe de Cork Street, para asistir a la esperada exposición en solitario de Robin. Resultó ser una exposición de dos artistas, y John habría comprado una obra del otro pintor, de no ser porque habría ofendido a su hermano.
De hecho, decidió adquirir un óleo que le gustaba, tomó nota del número, y a la mañana siguiente pidió a su secretaria que llamara a la galería y lo reservara a su nombre.
– Temo que el Peter Blake que quería fue vendido la noche de la inauguración -le informó la joven.
John frunció el ceño.
– ¿Puedes preguntar cuántos cuadros de Robin Summers han vendido?
La secretaria repitió la pregunta, tapó el auricular y dijo:
– Dos.
John frunció el ceño por segunda vez.
A la semana siguiente, John tuvo que regresar a Londres para representar a su empresa en la exposición de automóviles de Earls Court. Decidió dejarse caer por la galería Crewe para ver cómo iban las ventas de su hermano. Nada había cambiado. Solo dos puntos rojos en la pared, mientras Peter Blake casi lo había vendido todo.
John dejó la galería decepcionado por dos motivos diferentes, y se encaminó hacia Piccadilly. Casi pasó de largo, pero en cuanto reparó en el delicado color de sus mejillas y en su grácil figura, fue amor a primera vista. Estuvo un rato contemplándola, temeroso de que fuera demasiado cara.
Entró en la galería para inspeccionarla de cerca. Era menuda, delicada y exquisita.
– ¿Cuánto vale? -preguntó en voz baja, mirando a la mujer sentada tras la mesa de cristal.
– ¿El Vuillard? -preguntó ella.
John asintió.
– Mil doscientas libras.
Como en un sueño, sacó el talonario y escribió la cantidad que vaciaría su cuenta.
Colocó el Vuillard frente al Dunstan, y así empezó una historia de amor con varias damas pintadas de todo el mundo, aunque John nunca reveló a su esposa cuánto le costaban aquellas amantes enmarcadas.
Pese al cuadro ocasional colgado en algún oscuro rincón de la Exposición de Verano, Robin no hizo otra exposición en solitario durante varios años. En lo tocante a artistas cuyos lienzos no se venden, los marchantes suelen rechazar la opinión de que podrían representar una inteligente inversión, pues tal vez adquirirían fama después de muertos…, sobre todo porque, para entonces, los propietarios de las galerías también habrían muerto.
Cuando la invitación para la siguiente exposición en solitario de Robin llegó por fin, John sabía que no tenía otra alternativa que asistir a la inauguración.
En fecha reciente, John había comprado parte de Reynolds and Company. Como las ventas de coches aumentaban cada año en los setenta, así como la necesidad de ponerles ruedas, eso le permitió dedicarse a su nueva afición de coleccionista de arte. Había añadido hacía poco Bonnard, Dufy, Camoin y Luce a su colección, escuchando todavía el consejo de los expertos, pero confiando al final en el ojo.
John bajó del tren en Euston y dio al primer taxista de la cola la dirección a donde iba. El taxista se rascó la cabeza un momento, y luego arrancó en dirección al East End.
Cuando John entró en la galería, Robin corrió a recibirle con las siguientes palabras:
– Y aquí hay alguien que nunca ha dudado de mi verdadero talento.
John sonrió a su hermano, que le ofreció una copa de vino blanco.
John paseó la vista por la pequeña galería, y observó grupos de gente más interesada en beber vino mediocre que en pinturas mediocres. ¿Cuándo aprendería su hermano que la última cosa que se necesita en una inauguración son más artistas desconocidos, acompañados de los inevitables gorrones?
Robin le cogió del brazo y le guió de grupo en grupo, presentándole a gente que no habría podido permitirse comprar un marco, y mucho menos una tela.
Cuanto más se prolongaba la velada, más pena sentía John por su hermano, y en esta ocasión cayó de buen grado en la trampa de la cena. Acabó invitando a doce acompañantes de Robin, incluido el propietario de la galería, de quien John temía que no sacara otra cosa en limpio de la velada que una cena de tres platos.
– Oh, no -intentó tranquilizar a John-. Ya hemos vendido un par de cuadros, y mucha gente ha demostrado interés. La verdad es que la crítica nunca ha comprendido la obra de Robin, y creo que no hay nadie más consciente de ello que usted.
John miró con tristeza a los amigos de su hermano, que no paraban de añadir comentarios como «nunca ha recibido el reconocimiento merecido», «un talento poco apreciado» y «tendría que haber sido elegido para la Royal Academy hace años». Al oír esta sugerencia, un Robin tambaleante se levantó y afirmó:
– ¡Jamás! Seré como Henry Moore y David Hockney. Cuando llegue la invitación, la declinaré.