Más aplausos, seguidos por más libaciones del vino que John pagaba.
Cuando el reloj dio las once, John adujo la excusa de una reunión matutina. Se disculpó, pagó la cuenta y partió hacia el Savoy. En el asiento trasero del taxi, aceptó por fin algo que sospechaba desde hacía mucho tiempo: su hermano no poseía el menor talento.
Pasaron años antes de que John volviera a saber de Robin. Por lo visto, no había galerías en Londres que quisieran exponer sus obras, de modo que consideró un deber marchar al sur de Francia y sumarse a un grupo de amigos de igual talento e igualmente incomprendidos.
«Me hará renacer de nuevo -explicó en una insólita carta a su hermano-, una oportunidad de dar vía libre a mi verdadero talento, que ha sido constreñido demasiado tiempo por los pigmeos del arte oficial de Londres. Me pregunto si podrías…»
John transfirió cinco mil libras a una cuenta de Vence, para permitir que Robin emigrara a climas más cálidos.
La propuesta de fusión llegó para Reynolds and Co. como caída del cielo, aunque John siempre había aceptado que estaban en el punto de mira de las empresas automovilísticas japonesas que intentaban poner un pie en Europa. Pero hasta él se quedó sorprendido cuando sus mayores rivales de Alemania presentaron una contraoferta.
Vio que los valores de sus acciones subían cada día, y no aceptó que debía tomar una decisión hasta que Honda desbancó por fin a Mercedes. Optó por vender sus acciones y abandonar la empresa. Dijo a Susan que quería dar la vuelta al mundo, visitando solo las ciudades que poseían grandes galerías de arte. Primera parada, el Louvre, seguido del Prado, después los Uffizi, el Hermitage de San Petersburgo y al fin Nueva York, mientras los japoneses ponían ruedas a los coches.
John no se sorprendió al recibir una carta de Robin con matasellos francés, en la que le felicitaba por su buena suerte y le deseaba toda clase de éxitos en su jubilación, mientras señalaba que a él no le quedaba otro remedio que seguir luchando con la crítica hasta que recobrara la razón.
John transfirió otras diez mil libras a la cuenta de Vence.
John sufrió su primer ataque al corazón en Nueva York, mientras estaba admirando un Bellini de la colección Frick.
Aquella noche dijo a Susan, sentada junto a su cama, que daba gracias por haber visitado ya el Metropolitan y la Whitney.
El segundo infarto llegó cuando acababan de llegar a Warwickshire. Susan se sintió obligada a escribir a Robin al sur de Francia, para advertirle de que el diagnóstico de los médicos no era alentador.
Robin no contestó. Su hermano murió tres semanas después.
Al funeral asistieron todos los amigos y colegas de John, pero pocos reconocieron al hombre grueso que pidió sentarse en la primera fila. Susan y los chicos sabían muy bien para qué había hecho acto de aparición, y no era para dar el pésame.
– Prometió que no se olvidaría de mí en su testamento -dijo Robin a la afectada viuda, tan solo momentos después de haber abandonado el cementerio. Más tarde, se acercó a los dos hijos para comunicarles el mismo mensaje, aunque había tenido escaso contacto con ellos durante los últimos treinta años-. Vuestro padre era una de las pocas personas que comprendía mi verdadero talento.
Mientras tomaban el té en la casa, y en tanto los demás consolaban a la viuda, Robin paseó de habitación en habitación, estudiando los cuadros que su hermano había reunido a lo largo de los años.
– Una inversión astuta -aseguró al vicario-, aunque carecen de originalidad o pasión.
El vicario asintió por educación.
Cuando Robin fue presentado al abogado de la familia, preguntó de inmediato:
– ¿Cuándo espera anunciar los detalles del testamento?
– Aún no he hablado con la señora Summers de la lectura del testamento. Calculo que será a finales de la semana que viene.
Robin se hospedó en el pub local, y telefoneó al despacho del abogado todas las mañanas, hasta confirmar que anunciaría el contenido del testamento a las tres de la tarde del jueves siguiente.
Robin apareció en el despacho del abogado pocos minutos antes de las tres, la primera vez que llegaba pronto a una cita en años. Susan llegó poco después, acompañada de sus hijos, y los tres se sentaron al otro lado de la habitación sin saludarle.
Aunque el grueso de las posesiones de John Summers fue a parar a su mujer y a sus dos hijos, había dejado un legado especial para su hermano Robin.
A lo largo de mi vida tuve la suerte de reunir una colección de pinturas, algunas de las cuales poseen hoy un considerable valor. En el último inventario, había ochenta y una en total. Mi esposa Susan seleccionará veinte de su predilección, mis dos hijos, Nick y Chris, elegirán otras veinte cada uno, y mi hermano menor Robin recibirá las veintiuna restantes, que le permitirán llevar un estilo de vida digno de su talento.
Robin estaba henchido de satisfacción. Su hermano había ido a la tumba sin dudar de su verdadero talento.
Cuando el abogado terminó la lectura del testamento, Susan se levantó y cruzó la habitación para hablar con Robin.
– Elegiremos los cuadros que queremos conservar en el seno de la familia, y después, te enviaré los veintiún restantes a La Campana y el Pato.
Se volvió sin dar tiempo a Robin de contestar. Estúpida.mujer, pensó. Tan distinta de su hermano… No reconocería el auténtico talento ni que lo tuviera ante sus narices.
Mientras cenaba aquella noche en La Campana y el Pato, Robin empezó a hacer planes para gastar su recién conseguida fortuna. Después de haber consumido la mejor botella de clarete del hotelero, había tomado la decisión de que se limitaría a colocar un cuadro en Sotheby's y uno en Christie's cada seis meses, lo cual le permitiría llevar un estilo de vida digno de su talento, para citar las palabras exactas de su hermano.
Se retiró a la cama alrededor de las once, y se durmió pensando en Bonnard, Vuillard, Dufy, Camoin y Luce, y en lo que valdrían esas veintiuna obras de arte.
Aún estaba dormido como un tronco, a las diez de la mañana siguiente, cuando alguien llamó a la puerta.
– ¿Quién es? -gruñó irritado, debajo de la manta.
– George, el portero del vestíbulo, señor. Hay una camioneta afuera. El conductor dice que no podrá entregar los artículos hasta que haya firmado el recibo.
– ¡No deje que se vaya! -gritó Robin.
Saltó de la cama por primera vez en años, se puso la camisa, pantalones y zapatos del día anterior, bajó corriendo la escalera y salió al patio.
Un hombre con mono azul, tablilla en mano, estaba apoyado contra una camioneta.
Robin avanzó hacia él.
– ¿Es usted el caballero que espera una entrega de veintiuna pinturas? -preguntó el conductor de la camioneta.
– Soy yo -dijo Robin-. ¿Dónde he de firmar?
– Aquí -indicó el chófer, mientras colocaba el pulgar bajo la palabra «firma».
Robin garrapateó su nombre a toda prisa, y luego siguió al conductor hasta la parte trasera de la camioneta. El hombre abrió las puertas. Robin se quedó sin habla.
Contempló el retrato de su madre, amontonado sobre otros veinte cuadros de Robin Summers, realizados entre 1951 y 1999.
ALGO CAMBIÓ EN SU CORAZÓN
Texto. Hay un hombre de Ciudad del Cabo que se desplaza todos los días a la población negra de Crossroads. Pasa las mañanas dando clases de inglés en una de las escuelas locales, las tardes como entrenador de rugby o criquet según la estación, y las noches vagando por las calles, intentando convencer a los jóvenes de que no formen bandas ni cometan delitos, y de que no deberían probar las drogas. Se le conoce como el Converso de Crossroads.
Nadie nace con prejuicios en sus corazones, aunque a algunas personas se los inculcan a una edad temprana. Esto fue particularmente cierto en Stoffel van den Berg. Stoffel nació en Ciudad del Cabo, y nunca en su vida viajó al extranjero. Sus antepasados habían emigrado de Holanda en el siglo XVIII y Stoffel creció acostumbrado a tener criados negros que debían obedecer hasta el menor de sus caprichos.