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Cuando fue elegido para competir por el seguro escaño de Noordhoek, terminó su discurso al comité de adopción con las siguientes palabras:

– Iré a la tumba con el convencimiento de que el apartheid es justo, tanto para los blancos como para los negros.

El público se puso en pie para aplaudirle.

Todo cambió el 18 de agosto de 1989.

Aquella noche, Stoffel salió del banco con unos minutos de antelación, porque debía hablar en un mitin que se celebraría en el ayuntamiento de su ciudad. Faltaban escasas semanas para las elecciones y las encuestas de opinión indicaban que, con toda seguridad, sería elegido diputado por el distrito electoral de Noordhoek.

Cuando salió del ascensor se topó con Martinus de Jong, el director general del banco.

– ¿Otra media jornada, Stoffel? -preguntó con una sonrisa.

– No. Voy a participar en un mitin, Martinus.

– Muy bien, viejo amigo -contestó De Jong-. Y deja bien claro que, esta vez, no se puede desperdiciar ningún voto si no queremos que este país acabe gobernado por los negros. A propósito -añadió-, tampoco necesitamos plazas subvencionadas para negros en las universidades. Si permitimos que una pandilla de estudiantes ingleses dicten la política del banco, al final un negro aspirará a mi cargo.

– Sí, he leído el informe de Londres. Se comportan como un rebaño de avestruces. He de darme prisa, Martinus, o llegaré tarde al mitin.

– Sí, siento haberte demorado, viejo amigo.

Stoffel consultó su reloj y bajó corriendo la rampa del aparcamiento. Cuando salió al tráfico de Rhodes Street, comprendió que no había logrado evitar el atasco de la gente que huía de la ciudad para pasar fuera el fin de semana.

Una vez dejó atrás los límites de la ciudad, puso la quinta. Noordhoek distaba tan solo veintidós kilómetros, aunque el terreno era empinado y la carretera sinuosa. Como Stoffel conocía el camino como la palma de su mano, solía aparcar delante de su casa en menos de media hora.

Cuando se desvió hacia el sur, por la carretera que ascendía a las colinas, Stoffel pisó el acelerador, y empezó a adelantar camiones y coches que no conocían la carretera tanto como él. Frunció el ceño cuando adelantó a un conductor negro, cuya baqueteada camioneta no debería estar permitida en aquella carretera.

Stoffel aceleró al salir de una curva y vio un camión delante. Sabía que había un tramo recto antes de llegar a la siguiente curva, de modo que tenía tiempo de adelantar. Aceleró para adelantar, y se llevó una sorpresa al descubrir la velocidad del camión.

Cuando estaba a cien metros de la siguiente curva, apareció un coche en dirección contraria. Stoffel debía tomar una decisión instantánea. ¿Pisar el freno o el acelerador? Pisó el acelerador hasta el fondo, suponiendo que el otro vehículo frenaría. Adelantó al camión, y en cuanto lo hizo dio un volantazo, pero no pudo evitar cercenar el guardabarros del otro coche. Por un instante vio los ojos aterrorizados del otro conductor, que había pisado el freno, pero la pronunciada pendiente no le ayudó. El coche de Stoffel se estrelló contra la barrera de seguridad, cayó al otro lado de la carretera y chocó contra un grupo de árboles.

Esto fue lo último que recordó, hasta que recobró la conciencia cinco semanas más tarde.

Stoffel abrió los ojos y vio a su esposa Inga de pie junto a la cama. Cuando ella reparó en que abría los ojos, apretó su mano, y luego salió corriendo de la habitación para llamar al médico.

La siguiente vez que despertó, los dos estaban de pie junto a su cama, pero transcurrió otra semana antes de que el médico pudiera contarle lo que había pasado después de la colisión.

Stoffel escuchó en un horrorizado silencio cuando supo que el otro conductor había muerto como consecuencia de las heridas recibidas en la cabeza, al poco de llegar al hospital.

– Tienes suerte de estar vivo -fue lo único que dijo Inga.

– Ya lo creo -añadió el médico-, porque solo momentos después de que el otro conductor muriera, su corazón también dejó de latir. Tuvo suerte de que un donante apropiado estuviera en el quirófano de al lado.

– ¿No sería el conductor del otro coche? -preguntó Stoffel.

El médico asintió.

– Pero… ¿no era negro? -preguntó Stoffel con incredulidad.

– Sí-confirmó el médico-. Y tal vez le sorprenda, señor Van den Berg, que su cuerpo no se dé cuenta. Dele las gracias a la mujer del conductor, que accedió al trasplante. Si no recuerdo mal sus palabras… -hizo una pausa-, dijo: «Es absurdo que mueran los dos». Gracias a ella, conseguimos salvar su vida, señor Van den Berg. -Vaciló y se humedeció los labios-. Pero lamento decirle que otras lesiones internas eran tan graves que, pese al éxito del trasplante de corazón, el pronóstico no es muy bueno.

Stoffel calló durante un rato, y por fin preguntó:

– ¿Cuánto me queda?

– Tres, tal vez cuatro años -contestó el médico-. Pero solo si se toma la vida con calma.

Stoffel se sumió en un profundo sueño.

Stoffel tardó seis semanas más en salir del hospital, e incluso entonces Inga insistió en un largo período de convalecencia.

Algunos amigos fueron a visitarle a su casa, incluido Martinus de Jong, quien le aseguró que su empleo en el banco le estaría esperando hasta que se hubiera recobrado por completo.

– No volveré al banco -dijo Stoffel con voz serena-. Recibirás mi dimisión dentro de unos días.

– Pero ¿por qué? -preguntó De Jong-. Puedo asegurarte…

Stoffel agitó la mano.

– Es muy amable de tu parte, Martinus, pero tengo otros planes.

En cuanto el médico dijo a Stoffel que podía salir de casa, pidió a Inga que le llevara en coche a Crossroads, para visitar a la viuda del hombre al que había matado.

La alta y rubia pareja blanca caminó entre las cabañas de Crossroads, seguida por ojos hoscos y resignados. Cuando llegaron a la pequeña choza donde les habían dicho que vivía la viuda del conductor, se detuvieron.

Stoffel habría llamado a la puerta, de haber existido una. Escrutó la oscuridad y vio a una joven con un bebé en brazos, acurrucada en el rincón más alejado.

– Me llamo Stoffel van den Berg -dijo-. He venido para decirle cuánto lamento haber sido el causante de la muerte de su marido.

– Gracias, amo -contestó la mujer-. No hacía falta que viniera.

Como no había nada donde sentarse, Stoffel lo hizo en el suelo y cruzó las piernas.

– También quería darle las gracias por darme la oportunidad de vivir.

– Gracias, amo.

– ¿Puedo hacer algo por usted? -Hizo una pausa-. ¿Querrían usted y su hijo venir a vivir con nosotros?

– No, gracias, amo.

– ¿No puedo hacer nada? -preguntó Stoffel, impotente.

– Nada, gracias, amo.

Stoffel se levantó, consciente de que su presencia parecía turbarla. Inga y él atravesaron la ciudad en silencio, y no hablaron hasta llegar al coche.

– He estado tan ciego… -dijo, mientras Inga conducía.

– No solo tú -admitió su mujer, con los ojos anegados en lágrimas-. Pero ¿qué podemos hacer para remediarlo?

– Sé lo que he de hacer.

Inga escuchó, mientras su marido le contaba cómo iba a pasar el resto de su vida.

A la mañana siguiente, Stoffel se presentó en el banco, y con la ayuda de Martinus de Jong calculó cuánto dinero podía permitirse gastar durante los siguientes tres años.

– ¿Has dicho a Inga que quieres cobrar tu seguro de vida?

– Fue idea de ella -dijo Stoffel.

– ¿Cómo piensas gastar el dinero?

– Empezaré comprando libros de segunda mano, pelotas de rugby y bates de criquet viejos.

– Podríamos colaborar doblando la cantidad que has de gastar -sugirió el director general.

– ¿Cómo? -preguntó Stoffel.