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– Utilizando el superávit que tenemos en el fondo para deportes.

– Pero está restringido a los blancos.

– Y tú eres blanco -replicó el director general.

Martinus guardó silencio un rato.

– No creas que eres la única persona a la que esta tragedia ha abierto los ojos. Y te encuentras en una situación mucho mejor para…

– ¿Para…? -repitió Stoffel.

– Para lograr que otros, con más prejuicios que tú, tomen conciencia de sus pasados errores.

Aquella tarde, Stoffel regresó a Crossroads. Caminó por la ciudad durante varias horas, antes de decantarse por un trozo de tierra rodeado de barracas de hojalata y tiendas.

Aunque no era liso, o de la forma y tamaño perfectos, empezó a delimitar la parte central de un campo de criquet, mientras cientos de niños le miraban.

Al día siguiente, algunos de esos niños le ayudaron a pintar las líneas laterales y a colocar los banderines de las esquinas.

Durante cuatro años, un mes y once días, Stoffel van den Berg se desplazó a Crossroads todas las mañanas, y allí daba clases de inglés a los niños en lo que hacía las veces de escuela.

Por las tardes, enseñaba a los mismos niños los rudimentos del rugby o el criquet, según la estación. Por las noches, deambulaba por las calles intentando convencer a los adolescentes de que no formaran bandas, cometieran delitos o probaran las drogas.

Stoffel van den Berg murió el 24 de marzo de 1994, solo unos días antes de que Nelson Mandela fuera elegido presidente. Al igual que Basil D'Oliveira, había aportado su granito de arena a la derrota del apartheid.

Al funeral del Converso de Crossroads asistieron más de dos mil personas, que habían venido de todas partes del país para rendirle homenaje.

Los periodistas no se pusieron de acuerdo a la hora de calcular si había más blancos o negros en la congregación.

DEMASIADAS COINCIDENCIAS

Siempre que Ruth rememoraba los tres últimos años (cosa que hacía con frecuencia), llegaba a la conclusión de que Max debía haberlo planeado todo hasta el último detalle, sí, incluso antes de que se conocieran.

La primera vez, toparon el uno con el otro por accidente (al menos, eso fue lo que supuso Ruth en aquel momento), y para ser justos con Max, no fueron ellos dos, sino sus barcos, los que toparon.

El Sea Urchin estaba entrando en el amarradero contiguo, a la media luz del anochecer, cuando las dos embarcaciones entraron en contacto. Los dos capitanes se apresuraron a comprobar si sus barcos habían sufrido algún desperfecto, pero como ambos contaban con boyas hinchables en los costados, no sucedió nada. El propietario del Scottish Belle hizo un saludo burlón y desapareció bajo la cubierta.

Max se sirvió un gin tonic, cogió un libro de bolsillo que había querido terminar el verano anterior y se acomodó en la proa. Empezó a pasar las páginas, intentando recordar el lugar exacto donde lo había abandonado, cuando el capitán del Scottish Belle volvió a aparecer en cubierta.

El hombre de mayor edad le dedicó el mismo saludo burlón, de modo que Max bajó el libro y dijo:

– Buenas noches. Lamento la colisión.

– No ha sido nada -contestó el capitán, al tiempo que alzaba su vaso de whisky.

Max se levantó, se acercó al costado del barco y extendió la mano.

– Me llamo Max Bennett.

– Angus Henderson -contestó el hombre de mayor edad, con un leve acento de Edimburgo.

– ¿Vives por aquí, Angus? -preguntó Max.

– No -contestó Angus-. Mi mujer y yo vivimos en Jersey, pero nuestros hijos gemelos van a un colegio de aquí, en la costa sur, de modo que nos hacemos a la mar al final de cada trimestre y nos los llevamos para pasar juntos las vacaciones. ¿Vives en Brighton?

– No, en Londres, pero vengo siempre que encuentro un poco de tiempo para navegar, cosa muy poco frecuente, me temo…, como ya habrás descubierto -añadió con una risita, mientras una mujer aparecía en la cubierta del Scottish Belle.

Angus se volvió y sonrió.

– Ruth, te presento a Max Bennett. Hemos chocado, literalmente.

Max sonrió a una mujer que habría podido pasar por la hija de Henderson, pues era unos veinte años más joven que su marido. No era bella, pero sí llamativa, y a juzgar por su cuerpo firme y atlético, debía hacer ejercicio todos los días. Dedicó a Max una sonrisa tímida.

– ¿Por qué no vienes a tomar una copa con nosotros? -sugirió Angus.

– Gracias -dijo Max, y subió al barco más grande. Se inclinó hacia adelante y estrechó la mano de Ruth-. Encantado de conocerla, señora Henderson.

– Ruth, por favor. ¿Vives en Brighton? -preguntó.

– No -dijo Max-. Estaba diciendo a tu marido que solo vengo algún fin de semana para navegar. ¿Qué haces en Jersey? -preguntó, volviéndose hacia Angus-. No creo que nacieras allí.

– No, nos mudamos desde Edimburgo cuando me jubilé, hace siete años. Dirigía una pequeña correduría de bolsa. Lo único que hago ahora es controlar una o dos propiedades de mi familia, para asegurar que rindan buenos beneficios, navegar un poco y jugar al golf de vez en cuando. ¿Y tú? -preguntó.

– Más o menos lo que tú, pero con una pequeña diferencia.

– ¿Cuál es? -preguntó Ruth.

– También controlo propiedades, pero de otra gente. Soy socio minoritario de un agente de bienes raíces del West End.

– ¿Cómo están los precios de las propiedades en Londres actualmente? -preguntó Angus, después de beber otro sorbo de whisky.

– Han sido dos años muy malos para la mayoría de agentes. Nadie quiere vender, y solo los extranjeros pueden permitirse el lujo de comprar. Y los que alquilan no paran de pedir que les bajen el alquiler, mientras otros dejan de pagar, directamente.

Angus rió.

– Quizá deberías trasladarte a Jersey. Al menos, así evitarías…

– Tendríamos que pensar en cambiarnos, si no llegaremos tarde al concierto de los chicos -interrumpió Ruth.

Henderson consultó su reloj.

– Lo siento, Max -dijo-. Ha sido un placer hablar contigo, pero Ruth tiene razón. Tal vez volveremos a chocar otro día.

– Eso espero -contestó Max.

Sonrió, dejó su vaso en una mesa cercana y volvió a su barco, mientras los Henderson desaparecían bajo la cubierta.

Una vez más, Max cogió la manoseada novela, y si bien encontró la página que deseaba, descubrió que no podía concentrarse en las palabras. Media hora después, los Henderson reaparecieron, vestidos para ir a un concierto. Max les saludó con la mano cuando bajaron al muelle y entraron en un taxi que les esperaba.

Cuando Ruth apareció en la cubierta a la mañana siguiente, con una taza de té en la mano, se llevó una decepción al ver que el Sea Urchin ya no estaba amarrado junto a ellos. Estaba a punto de bajar, cuando creyó reconocer una embarcación familiar que entraba en el puerto.

No se movió, mientras veía aumentar de tamaño la vela cada vez más, con la esperanza de que Max amarrara en el mismo sitio que la noche anterior. El la saludó cuando la vio en la cubierta. Ella fingió no darse cuenta.

– ¿Dónde está Angus? -gritó Max, una vez fijos los amarres.

– Ha ido a recoger a los chicos para llevarles a un partido de rugby. No le espero hasta esta noche -añadió innecesariamente.

Max ató una bolina al espigón y alzó la vista.

– ¿Por qué no vienes a comer conmigo, Ruth? -preguntó-. Conozco un pequeño restaurante italiano que los turistas aún no han descubierto.

Ruth fingió que meditaba sobre su oferta, y dijo por fin:

– Sí, ¿por qué no?

– ¿Nos encontramos dentro de media hora? -sugirió Max.

– Perfecto -contestó Ruth.

La media hora de Ruth se transformó en casi cincuenta minutos, de modo que Max regresó a su novela, pero de nuevo apenas hizo pequeños progresos.