– No pensaba que fuera tan pequeño -dijo, cuando llegó al último peldaño.
Describió un círculo completo y acabó en brazos de Max. Le apartó con suavidad.
– Ideal para un soltero -fue el único comentario del hombre, al tiempo que servía dos generosos coñacs.
Pasó uno de los vasos a Ruth, y rodeó su cintura con el brazo. La atrajo con delicadeza hacia él, y los dos cuerpos se tocaron. Se inclinó hacia adelante y la besó en los labios. Luego la soltó y tomó un sorbo de coñac.
La miró mientras se llevaba la copa a los labios, y la tomó de nuevo en sus brazos. Esta vez, cuando se besaron, ella abrió la boca, y no se resistió cuando Max le desabrochó el botón superior de la blusa.
Cada vez que intentaba resistirse, Max desistía, esperaba a que tomara otro sorbo de coñac y reemprendía la tarea. Tardó varios sorbos más en quitarle la blusa blanca y localizar la cremallera de la minifalda, pero para entonces Ruth ya no fingía que intentaba mantenerle a raya.
– Eres el segundo hombre con el que he hecho el amor -dijo Ruth después, tendida sobre el suelo.
– ¿Eras virgen cuando conociste a Angus? -preguntó Max con incredulidad.
– Si no lo hubiera sido, no se habría casado conmigo -contestó Ruth con absoluta sinceridad.
– ¿Y no ha habido nadie más en tu vida durante estos veinte años? -preguntó Max, mientras se servía otro coñac.
– No -contestó Ruth-, aunque tengo la sensación de que Gerald Prescott, el director de la escuela preparatoria de los chicos, tiene debilidad por mí, pero nunca ha pasado del beso en la mejilla, y de mirarme con ojos de cordero degollado.
– ¿A ti te gusta?
– Sí, la verdad. Es muy agradable -admitió Ruth por primera vez en su vida-. Pero no es la clase de hombre que da el primer paso.
– Peor para él -dijo Max, y la estrechó entre sus brazos de nuevo.
Ruth consultó su reloj.
– Dios mío, ¿de veras es tan tarde? Angus podría regresar en cualquier momento.
– Que no cunda el pánico, querida -dijo Max-. Aún nos queda tiempo para otro coñac, y tal vez incluso para otro orgasmo… Lo que tú prefieras.
– Ambos, pero no me gustaría que nos descubriera juntos.
– En ese caso, tendremos que aplazarlo para otro momento -dijo Max, y volvió a ponerle el corcho a la botella.
– O para otra chica -dijo Ruth, al tiempo que empezaba a vestirse.
Max cogió un bolígrafo de la mesilla auxiliar y escribió en la etiqueta de la botella: «Solo para beber cuando esté con Ruth».
– ¿Nos veremos otra vez? -preguntó ella.
– Eso depende de ti, querida -contestó Max, y la besó de nuevo.
Cuando la soltó, Ruth dio media vuelta, subió a la cubierta y desapareció de vista.
De vuelta en el Scottish Belle, intentó borrar el recuerdo de las dos últimas horas, pero cuando Angus regresó por fin con los chicos, se dio cuenta de que olvidar a Max no iba a resultar tan fácil.
Cuando subió a cubierta al día siguiente, el Sea Urchin había desaparecido.
– ¿Estabas buscando algo en concreto? -preguntó Angus cuando se reunió con ella.
Ruth se volvió hacia él y sonrió.
– No. Es que me muero de ganas de volver a Jersey -contestó.
Más o menos un mes después descolgó el teléfono y descubrió a Max al otro lado de la línea. Experimentó la misma sensación de quedarse sin aliento que la primera vez que hicieron el amor.
– Voy a Jersey mañana, para echar un vistazo a una propiedad que interesa a un cliente. ¿Alguna oportunidad de verte?
– ¿Por qué no vienes a cenar con nosotros? -se oyó decir Ruth.
– ¿Por qué no vienes a mi hotel? -contestó Max-. No nos molestaremos en cenar.
– No, creo que lo más prudente es que vengas a cenar. En Jersey, hasta los buzones hablan.
– Si es la única forma de verte, pues iré a cenar.
– ¿A las ocho?
– A las ocho -dijo Max, y colgó.
Cuando Ruth oyó el clic, se dio cuenta de que no le había dado la dirección, y no podía telefonearle, porque no sabía su número. Cuando avisó a Angus de que tendrían un invitado a cenar la noche siguiente, su marido pareció complacido.
– Qué coincidencia -dijo-. Necesito que Max me aconseje sobre una cosa.
Ruth dedicó la mañana siguiente a ir de compras a St. Helier. Seleccionó los mejores cortes de carne, las verduras más frescas y una botella de clarete que Angus habría considerado una extravagancia.
Pasó la tarde en la cocina, explicando a la cocinera cómo quería que preparara la carne, y un rato muy prolongado en el dormitorio, eligiendo y luego rechazando lo que llevaría aquella noche. Aún estaba desnuda cuando el timbre de la puerta sonó unos minutos después de las ocho.
Ruth abrió la puerta del dormitorio y escuchó desde lo alto de la escalera que su marido daba la bienvenida a Max. Qué viejo sonaba Angus, pensó, mientras escuchaba a los dos hombres conversar. Aún no había descubierto de qué quería hablar con Max, pues no deseaba aparentar excesivo interés.
Volvió al dormitorio y se decidió por un vestido que una amiga había descrito en cierta ocasión como seductor. «Entonces, en esta isla será un desperdicio», recordó que había contestado.
Los dos hombres se levantaron de sus asientos cuando Ruth entró en el salón. Max avanzó y la besó en ambas mejillas, como hacía Gerald Prescott.
– Estaba hablando a Max de nuestra casa en las Ardenas -dijo Angus,-antes incluso de sentarse otra vez-, y de nuestros planes de venderla, ahora que los gemelos irán a la universidad.
Muy típico de Angus, pensó Ruth. Liquidar el negocio antes incluso de ofrecer una copa a su invitado. Se acercó al aparador y sirvió a Max un gin tonic, sin darse cuenta de lo que hacía.
– He preguntado a Max si sería tan amable de ir a ver la casa, tasarla y aconsejarme cuándo sería el mejor momento de ponerla a la venta.
– Eso me parece muy sensato -dijo Ruth.
No miró a Max, por temor a que Angus se diera cuenta de lo que sentía por su invitado.
– Podría ir a Francia mañana -dijo Max-, si quieres. No tengo nada planeado para el fin de semana -añadió-. El lunes podría volver a informarte.
– Me parece estupendo -contestó Angus. Hizo una pausa y sorbió el whisky de malta que su esposa le había servido-. Estaba pensando, querida, que podrías ir tú también para acelerar las cosas.
– No, estoy segura de que Max puede encargarse…
– Oh, no -dijo Angus-. Fue él quien sugirió la idea. Al fin y al cabo, podrías enseñarle el lugar, y así no tendría que ir llamando si se le plantearan dudas.
– Bien, en este momento estoy muy ocupada, con…
– La sociedad de bridge, el gimnasio y… No, creo que lograré sobrevivir sin ti unos cuantos días -dijo Angus con una sonrisa.
Ruth detestó que la dejara como una provinciana delante de Max.
– De acuerdo -dijo-. Si crees que será útil, acompañaré a Max a las Ardenas.
Esta vez sí le miró. Los chicos se habrían quedado impresionados por la inescrutabilidad de la expresión de Max.
El viaje a las Ardenas les ocupó tres días, pero lo más memorable fueron las tres noches. Cuando regresaron a Jersey, Ruth confió en que no fuera demasiado evidente que eran amantes.
Después de que Max presentara a Angus un informe y tasación detallados, el anciano aceptó el consejo de poner la propiedad en venta unas semanas antes de que empezara la estación veraniega. Los dos hombres se estrecharon la mano para cerrar el trato, y Max dijo que se pondría en contacto en cuanto alguien demostrara cierto interés.
Ruth le acompañó en coche al aeropuerto, y sus palabras finales antes de atravesar la aduana fueron:
– ¿Podrías conseguir que pasara menos de un mes antes de volver a vernos?
Max llamó al día siguiente para informar a Angus de que había puesto la propiedad en manos de dos respetables agencias de París con las que su compañía trabajaba desde hacía muchos años.