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– Antes de que lo preguntes -añadió-, cobraré la mitad de mi comisión, para que no haya cargos extra.

– Eres de los míos -dijo Angus.

Colgó el teléfono antes de que Ruth tuviera la oportunidad de hablar con Max.

Durante los días siguientes, Ruth siempre descolgaba antes de que Angus pudiera llegar al teléfono, pero Max no llamó en toda la semana. Cuando al fin telefoneó el lunes siguiente, Angus estaba sentado en la misma habitación.

– Ardo en deseos de arrancarte la ropa otra vez, querida -fueron las primeras palabras de Max.

– Me alegra saberlo, Max -contestó ella-, pero te paso a Angus para que le comuniques la noticia.

Cuando tendió el teléfono a su marido, confió en que Max tuviera alguna noticia que transmitir.

– ¿Cuáles son estas noticias que tienes para mí? -preguntó Angus.

– Hemos recibido una oferta de novecientos mil francos por la propiedad -dijo Max-, que equivalen casi a cien mil libras. Pero no voy a aceptar aún, pues otras dos personas han pedido verla. Los agentes franceses recomiendan que aceptemos cualquier oferta que supere el millón de francos.

– Si tú también lo aconsejas, te haré caso -dijo Angus-. Si cierras el trato, Max, cogeré un avión y firmaré el contrato. Hace tiempo que le tengo prometido a Ruth un viaje a Londres.

– Estupendo. Tengo ganas de veros a los dos -dijo Max antes de colgar.

Telefoneó otra vez el fin de semana, y aunque Ruth consiguió pronunciar una frase completa antes de que Angus apareciera a su lado, no tuvo tiempo de responder a sus sentimientos.

– ¿Ciento siete mil seiscientas libras? -dijo Angus-. Esto es mucho más de lo que esperaba. Bien hecho, Max. Redacta los contratos, y en cuanto tengas el depósito en el banco, cogeré el avión. -Angus colgó el teléfono y se volvió hacia Ruth-. Bien, parece que no pasará mucho tiempo antes de que hagamos ese viaje prometido a Londres.

Después de alojarse en un pequeño hotel de Marble Arch, Ruth y Angus se reunieron con Max en un restaurante de South Audley Street, del que Angus nunca había oído hablar. Y cuando vio los precios de la carta, supo que jamás lo habría elegido. Pero el personal era muy atento, y parecía conocer bien a Max.

Ruth consideró la cena frustrante, porque lo único que Angus deseaba era hablar del negocio, y en cuanto Max le satisfizo al respecto, siguió hablando de sus propiedades de Escocia.

– Parece que la inversión de capital no consigue los dividendos apetecidos -dijo Angus-. ¿Podrías ir a echarles un vistazo, y aconsejarme sobre lo que debo hacer?

– Será un placer -dijo Max, mientras Ruth levantaba la vista del foie gras y miraba a su marido.

– ¿Te encuentras bien, querido? -preguntó-. Te has puesto blanco.

– Me duele el costado derecho -se quejó Angus-. Ha sido un día largo, y no estoy acostumbrado a estos restaurantes sofisticados. Estoy seguro de que una buena noche de sueño lo curará todo.

– Es posible, pero creo que deberíamos volver ahora mismo al hotel -dijo Ruth, preocupada.

– Sí, estoy de acuerdo con Ruth -remachó Max-. Yo me ocuparé de la cuenta y pediré al portero que llame a un taxi.

Angus se levantó y caminó con paso inseguro, apoyado en el brazo de Ruth. Cuando Max salió a la calle unos momentos después, Ruth y el portero estaban ayudando a Angus a subir al taxi.

– Buenas noches, Angus -dijo Max-. Espero que mañana te sientas mejor. No dudes en llamarme si os puedo ayudar en algo.

Sonrió y cerró la puerta del taxi.

Cuando Ruth consiguió acostar a su marido, su aspecto no había mejorado. Aunque sabía que él no aprobaría aquel gasto extra, llamó al médico del hotel.

El médico llegó al cabo de una hora, y después de un completo examen sorprendió a Ruth cuando se interesó por los detalles de lo que Angus había tomado para cenar. Ruth intentó recordar los platos que había elegido, pero solo recordó que había seguido las sugerencias de Max. El doctor recomendó que el señor Henderson fuera visitado por un especialista a la mañana siguiente.

– Paparruchas -dijo Angus con voz débil-. No me pasa nada que nuestro médico de cabecera no pueda solucionar en cuanto volvamos a Jersey. Cogeremos el primer vuelo a casa.

Ruth estaba de acuerdo con el médico, pero era inútil discutir con su marido. Cuando por fin se quedó dormido, bajó para telefonear a Max y avisarle de que regresarían a Jersey por la mañana. Max parecía preocupado, y repitió su oferta de ayudarles en lo que fuera necesario.

Cuando subieron al avión de la mañana, y el contramaestre vio el estado en que se encontraba Angus, Ruth tuvo que acudir a todos sus poderes de persuasión para convencerle de que dejara viajar a su marido.

– He de llevarle a su médico lo antes posible -suplicó.

El empleado aceptó a regañadientes.

Ruth ya había telefoneado para que un coche les esperara, algo que Angus tampoco habría aprobado. Pero cuando el avión aterrizó, Angus ya no estaba en estado de emitir opiniones.

En cuanto Ruth le llevó a casa y acostó, llamó de inmediato a su médico de cabecera. El doctor Sinclair llevó a cabo el mismo examen que su colega de Londres, y también preguntó qué había comido Angus la noche anterior. Llegó a la misma conclusión: Angus debía ver a un especialista de inmediato.

Una ambulancia llegó para recogerle aquella misma tarde, y le trasladó al Cottage Hospital. Cuando el especialista hubo terminado su examen, pidió a Ruth que le acompañara a su despacho.

– Temo que tengo malas noticias, señora Henderson -dijo-. Su marido ha sufrido un ataque al corazón, posiblemente agravado por un largo día y algo que comió y le sentó mal. Dadas las circunstancias, creo que lo más prudente sería llamar a sus hijos para que volvieran.

Ruth regresó a casa por la noche, sin saber a quién acudir. Sonó el teléfono, descolgó y reconoció la voz de inmediato.

– Max -exclamó-, me alegro mucho de que hayas llamado. El especialista dice que Angus no vivirá mucho tiempo, y que debería traer los chicos a casa. -Hizo una pausa-. Me siento incapaz de contarles lo sucedido. Adoran a su padre.

– Déjalo de mi cuenta -dijo Max-. Telefonearé al director del colegio, iré a recogerles mañana por la mañana y volaré a Jersey con ellos.

– Eres muy amable, Max.

– Es lo menos que puedo hacer, dadas las circunstancias -dijo Max-. Intenta descansar un poco. Pareces agotada. Llamaré en cuanto sepa cuál es nuestro vuelo.

Ruth volvió al hospital y pasó casi toda la noche sentada junto a la cama de su marido. El único otro visitante, que Angus insistió en ver, fue el abogado de la familia. Ruth consiguió que el señor Craddock se personara en el hospital a la mañana siguiente, mientras ella iba al aeropuerto para recoger a Max y los gemelos.

Max salió de la aduana flanqueado por los dos muchachos. Ruth descubrió con alivio que estaban mucho más serenos que ella. Max les llevó en coche al hospital. Ruth sufrió una decepción cuando averiguó que Max pensaba volver a Inglaterra en el vuelo de la tarde, pero él consideraba que Ruth debía estar con su familia.

Angus murió apaciblemente en el St. Helier Cottage Hospital el viernes siguiente. Ruth y los gemelos estaban a su lado.

Max acudió al funeral, y al día siguiente acompañó a los gemelos al colegio. Cuando Ruth se despidió de ellos, se preguntó si volvería a ver a Max.

Telefoneó a la mañana siguiente para saber cómo estaba Ruth.

– Me siento sola, y un poco culpable por echarte de menos más de lo que debería. -Hizo una pausa-. ¿Cuándo piensas volver a Jersey?

– Tardaré un tiempo. Intenta no olvidar que fuiste tú quien me dijo que hasta los buzones hablan en Jersey.

– Pero ¿qué voy a hacer? Los chicos están en el colegio, y tú ocupado en Londres.

– ¿Por qué no vienes a la ciudad? Será mucho más fácil perdernos por aquí, y no creo que nadie te reconozca en Londres.