– Quizá tengas razón. Déjame pensarlo, y ya te diré algo.
Ruth voló a Heathrow una semana después, y Max fue a recibirla al aeropuerto. Ella se sintió conmovida por su dulzura y consideración, por no quejarse ni una vez de sus largos silencios, ni del hecho que no tenía ganas de hacer el amor.
Cuando la devolvió al aeropuerto el lunes por la mañana, ella se apretó contra él.
– Ni siquiera he conseguido ver tu piso o tu oficina -dijo.
– Creo que ha sido muy sensato que te alojaras en un hotel, al menos esta vez. Ya verás mi oficina la próxima vez que vengas.
Ella sonrió por primera vez desde el funeral. Cuando se separaron en el aeropuerto, Max la estrechó en sus brazos.
– Ya sé que es muy pronto, querida, pero quiero que sepas lo mucho que te quiero, y confío en que algún día me consideres merecedor de ocupar el puesto de Angus.
Ruth regresó a St. Helier aquella noche, repitiendo sin cesar sus palabras, como si fuera la letra de una canción que no pudiera quitarse de la cabeza.
Una semana más tarde, recibió una llamada telefónica del señor Craddock, el abogado de la familia, quien le sugirió que fuera a su oficina para discutir las implicaciones del testamento de su difunto marido. Ruth quedó con él a la mañana siguiente.
Ruth había supuesto que, como Angus y ella habían llevado una existencia confortable, su nivel de vida continuaría como antes. Al fin y al cabo, Angus no era el tipo de hombre que dejaría sus asuntos sin resolver. Recordó lo mucho que había insistido en que el señor Craddock fuera a verle al hospital.
Ruth nunca había demostrado el menor interés por los negocios de Angus. Si bien siempre era cauteloso con su dinero, si ella había deseado algo no se lo había negado nunca. En cualquier caso, Max había depositado un cheque por más de cien mil libras en la cuenta de Angus, de modo que partió hacia la oficina del abogado con la confianza de que su difunto marido le había dejado lo suficiente para mantenerla de por vida.
Llegó unos minutos antes. Pese a ello, la recepcionista la acompañó de inmediato al despacho del socio mayoritario. Cuando entró, vio a tres hombres sentados alrededor de la mesa de juntas. Se levantaron de inmediato, y el señor Craddock los presentó como socios de la firma. Ruth supuso que habían venido para darle el pésame, pero se sentaron y continuaron estudiando los gruesos expedientes que tenían ante ellos. Por primera vez, Ruth se puso nerviosa. ¿Estaría todo en orden?
El socio mayoritario tomó asiento en la presidencia de la mesa, desató un fajo de documentos y extrajo un grueso pergamino. Después, miró a la esposa de su fallecido cliente.
– En primer lugar, permítame expresarle en nombre del bufete la tristeza que nos embargó a todos cuando nos enteramos de la muerte del señor Henderson -empezó.
– Gracias -dijo Ruth, inclinando la cabeza.
– Le hemos pedido que viniera esta mañana para poder comunicarle los detalles del testamento de su difunto marido. Después, responderemos con mucho gusto a las preguntas que nos haga.
Ruth se puso a temblar. ¿Por qué no la había advertido Angus de que habría problemas?
El abogado leyó el preámbulo y llegó por fin a las cláusulas.
– Dejo todos mis bienes materiales a mi esposa Ruth, con la excepción de las siguientes donaciones:
»a) doscientas libras para cada uno de mis hijos, Nicholas y Ben, que me gustaría que gastaran en algo que me recuerde.
»b) quinientas libras a la Scottish Royal Academy, que utilizarán para adquirir la pintura que elijan, siempre que sea de un artista escocés.
»c) mil libras al George Watson College, mi antiguo colegio, y dos mil libras más a la Universidad de Edimburgo.
El abogado continuó leyendo una lista de donaciones más modestas, finalizando con un obsequio de cien libras al Cottage Hospital, que tan bien había cuidado a Angus durante los últimos días de su vida.
El socio mayoritario miró a Ruth y preguntó:
– ¿Quiere hacer alguna pregunta, señora Henderson? ¿O permitirá que sigamos administrando sus asuntos tal como hicimos con su difunto marido?
– Para ser sincera, señor Craddock, Angus nunca hablaba de sus negocios conmigo, así que no estoy segura de lo que esto significa. Mientras haya lo suficiente para que mis hijos y yo sigamos viviendo tal como estábamos acostumbrados mientras él vivía, será un placer para mí que continúen administrando nuestros asuntos.
El socio sentado a la derecha del señor Craddock dijo:
– Tuve el privilegio de asesorar al señor Henderson cuando llegó por primera vez a la isla, hará unos siete años, señora Henderson, y me complacerá responder a todas las preguntas que haga.
– Es usted muy amable -dijo Ruth-, pero no tengo ni idea de qué preguntar, salvo para saber más o menos el valor del legado de mi marido.
– No es tan fácil responder a esa cuestión -dijo el señor Craddock-, porque ha dejado muy poco en metálico. No obstante, ha sido responsabilidad mía calcular una cifra aproximada -añadió, mientras abría el expediente que tenía delante-. Mi cálculo inicial, tal vez algo conservador, sugeriría una cantidad que oscilaría entre dieciocho y veinte millones.
– ¿De francos? -dijo Ruth en un susurro.
– No, de libras, señora -dijo el señor Craddock sin pestañear.
Después de reflexionar durante horas, Ruth decidió que no informaría a nadie de su buena fortuna, incluidos los muchachos. Cuando voló a Londres el siguiente fin de semana, dijo a Max que los abogados de Angus le habían comunicado el contenido del testamento de Angus y el valor de sus propiedades.
– ¿Alguna sorpresa? -preguntó Max.
– No. Deja a los chicos un par de cientos de libras a cada uno, y con las cien mil que conseguiste con la venta de la casa de las Ardenas, debería ser suficiente para vivir sin problemas, pero también sin extravagancias. Temo que deberás seguir trabajando, si aún quieres que sea tu mujer.
– Todavía más. Habría detestado la idea de vivir del dinero de Angus. De hecho, tengo buenas noticias para ti. La firma me ha pedido que investigue la posibilidad de abrir una sucursal en St. Helier a principios del año que viene. Les he dicho que solo tomaré en consideración la oferta con una condición.
– ¿Cuál? -preguntó Ruth.
– Que una habitante de la isla acceda a ser mi esposa.
Ruth le estrechó entre sus brazos, más convencida que nunca de que había encontrado al hombre con el que deseaba pasar el resto de sus días.
Max y Ruth se casaron en la oficina del registro civil de Chelsea tres meses después, con los gemelos como únicos testigos, y que habían asistido a regañadientes.
– Nunca ocupará el lugar de nuestro padre -dijo Ben a su madre con mucho sentimiento. Nicholas asintió para mostrar su acuerdo.
– No te preocupes -dijo Max, mientras iban hacia el aeropuerto-. Solo el tiempo solucionará ese problema.
Cuando partieron de Heathrow, camino de su luna de miel, Ruth expresó su decepción por el hecho de que ningún amigo de Max hubiera acudido a la ceremonia.
– No hace falta provocar comentarios desagradables, transcurrido tan poco tiempo desde la muerte de Angus -dijo Max-. Lo mejor será esperar un poco, antes de que te lance a la sociedad de Londres.
Sonrió y cogió su mano. Ruth aceptó sus explicaciones y dejó a un lado sus angustias.
El avión aterrizó en el aeropuerto de Venecia tres horas después, y les trasladaron en lancha motora a un hotel que daba a la plaza de San Marcos. Todo parecía muy bien organizado, y Ruth se sorprendió de la paciencia de su nuevo marido, que pasaba horas en tiendas de modas, ayudándola a elegir numerosas prendas de ropa. Hasta escogió un vestido que ella consideraba demasiado caro. Durante toda una semana de pasear en góndola, no la abandonó ni un solo momento.