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El viernes, Max alquiló un coche y llevó a su mujer a Florencia, donde pasearon juntos por los puentes, visitaron los Uffizi, el palacio Pitti y la Accademia. Por las noches, comían demasiada pasta y bailaban en la plaza del mercado, y con frecuencia regresaban a su hotel cuando el sol despuntaba en el horizonte. Volaron de mala gana a Roma para pasar la tercera semana. La habitación del hotel, el Coliseum, la ópera y el Vaticano ocuparon casi todos sus momentos libres. Las tres semanas transcurrieron con tal rapidez, que Ruth era incapaz de recordar los días por separado.

Escribía a los muchachos todas las noches antes de acostarse, describía las maravillosas vacaciones que estaba pasando, subrayaba lo amable que era Max. Deseaba que le aceptaran, pero temía que hiciera falta algo más que tiempo.

Cuando Max y ella regresaron a St. Helier, el hombre continuó siendo considerado y atento. La única decepción que sufrió Ruth fue que no encontraba un lugar adecuado para la sucursal de la firma. Desaparecía a eso de las diez de la mañana, pero daba la impresión de que pasaba más tiempo en el club de golf que en la ciudad.

– Es para establecer contactos -explicó Max-, porque será lo único que importe cuando la sucursal se abra.

– ¿Y cuándo será eso? -preguntó Ruth.

– Ya no falta mucho -la tranquilizó él-. Has de recordar que lo más importante en mi negocio es abrir en el sitio apropiado. Es mucho mejor esperar a conseguir un emplazamiento de primera que conformarse con otro de segunda.

Pero a medida que pasaban las semanas, Ruth empezó a angustiarse porque Max no parecía haber avanzado ni un centímetro en su propósito. Cada vez que ella sacaba el tema a colación, Max la acusaba de acosarle, lo cual significaba que Ruth se contenía durante otro mes, como mínimo.

Cuando llevaban casados seis meses, ella sugirió que fueran a pasar un fin de semana a Londres.

– Así podría conocer a algunos de tus amigos y ver un poco de teatro, y tú podrías informar a tu empresa.

Cada vez, Max encontraba una nueva excusa para no acceder a sus planes. Pero aceptó regresar a Venecia para celebrar su primer aniversario.

Ruth confiaba en que el corte de dos semanas reviviría los recuerdos de su visita anterior, e incluso inspiraría a Max, cuando regresara a Jersey, para decidirse por un local. En realidad, el aniversario no pudo ser más diferente de la luna de miel que habían compartido el año anterior.

Estaba lloviendo cuando el avión aterrizó en el aeropuerto de Venecia, y se sumaron, temblorosos, a una larga cola para esperar taxi. Cuando llegaron al hotel, Ruth descubrió que Max pensaba que ella se había encargado de la reserva. Perdió los nervios con el inocente encargado y salió como una tromba del edificio. Después de vagar bajo la lluvia durante una hora, cargados con el equipaje, acabaron en un hotel apartado que solo pudo proporcionarles una habitación pequeña con camas individuales, encima del bar.

Aquella noche, mientras tomaban unas copas, Max confesó que se había dejado sus tarjetas de crédito en Jersey, y esperaba que a Ruth no le importaría abonar las facturas hasta que volvieran a casa. Ruth pensó que, en los últimos tiempos, daba la impresión de que solo era ella la que abonaba las facturas, pero decidió que no era el momento más adecuado para hablar del asunto.

En Florencia, Ruth mencionó con cierta vacilación durante el desayuno que confiaba en que la suerte de Max mejoraría al llegar a Jersey, y que encontraría el local para la empresa. Preguntó con toda inocencia si la firma se estaba inquietando por la falta de progresos.

Max montó en cólera de inmediato y salió del comedor, mientras le decía que dejara de acosarle en todo momento. No le vio durante el resto del día.

En Roma continuó lloviendo, y Max tomó la costumbre de marchar sin avisar, y a veces llegaba al hotel cuando ella ya estaba acostada.

Ruth se sintió aliviada cuando el avión despegó con destino a Jersey. En cuanto regresaron a St. Helier, se esforzó por no acosarle, intentó prestar todo su apoyo a Max y comprender su falta de progresos, pero todos sus esfuerzos eran recibidos con un silencio hosco o estallidos de cólera.

A medida que transcurrían los meses, se iban distanciando más y más, y Ruth ya no se molestaba en preguntar cómo iba la búsqueda de local. Ya había dado por sentado que la idea había sido abandonada, y se preguntaba por qué habían asignado a Max aquella misión.

Una mañana, durante el desayuno, Max anunció de repente que la firma había decidido olvidar la apertura de una sucursal en St. Helier, y había escrito para decirle que, si quería seguir como socio, debía regresar a Londres y recuperar su antiguo cargo.

– ¿Y si te niegas? -preguntó Ruth-. ¿Hay alguna alternativa?

– Han dejado muy claro que sería presentar mi dimisión.

– Me gustaría mucho mudarme a Londres -sugirió Ruth, con la esperanza de que un cambio de ambiente solucionaría sus problemas.

– No, creo que eso no funcionaría -dijo Max, quien por lo visto ya había decidido cuál era la mejor solución-. Lo más práctico será que pase la semana en Londres, y luego me reúna contigo los fines de semana.

Ruth pensó que no era una buena idea, pero sabía que cualquier protesta sería inútil.

Max voló a Londres al día siguiente.

Ruth ya no recordaba la última vez que habían hecho el amor, y cuando Max no volvió a Jersey para su segundo aniversario de boda, aceptó una invitación a cenar de Gerald Prescott.

El antiguo director del colegio de los gemelos fue, como siempre, amable y considerado, y cuando estuvieron solos se limitó a besar a Ruth en la mejilla. Ella decidió hablarle de sus problemas con Max, y él la escuchó con atención, asintiendo de vez en cuando. Cuando Ruth miró a su viejo amigo, pasaron por su mente los primeros y tristes pensamientos de divorcio. Los expulsó de su mente al instante.

Cuando Max volvió a casa el siguiente fin de semana, Ruth decidió hacer un esfuerzo especial. Por la mañana, fue de compras al mercado, eligió ingredientes frescos para el plato favorito de Max, coq au vin, y un clarete de reserva como complemento. Llevaba el vestido que él le había elegido en Venecia, y fue en coche al aeropuerto para recibirle. No llegó en su vuelo habitual, sino que atravesó la barrera dos horas más tarde, explicando que había sufrido una retención en Heathrow. No se disculpó por las horas que ella había pasado dando vueltas en el salón del aeropuerto, y cuando llegaron a casa y se sentó a cenar, no hizo el menor comentario sobre la comida, el vino o su vestido.

Cuando Ruth terminó de despejar la mesa, subió corriendo al dormitorio y descubrió que Max fingía dormir como un tronco.

Max pasó casi todo el sábado en el club de golf, y el domingo tomó el vuelo de la tarde a Londres. Sus últimas palabras antes de partir fueron que no estaba seguro de cuándo volvería.

Segundos pensamientos de divorcio.

A medida que transcurrían las semanas, marcadas por alguna llamada ocasional desde Londres y algún fin de semana juntos, Ruth empezó a ver con más frecuencia a Gerald. Aunque nunca intentó hacer algo más que besarla en la mejilla al principio y fin de sus encuentros clandestinos, y nunca le puso la mano sobre el muslo, fue ella quien decidió que «había llegado el momento» de seducirle.

– ¿Te casarás conmigo? -preguntó, mientras le veía vestirse a las seis de la mañana siguiente.

– Pero tú ya estás casada -le recordó con delicadeza Gerald.

– Sabes muy bien que es una farsa, desde hace meses. El encanto de Max me cegó, y me comporté como una colegiala. La de novelas que he leído sobre eso de casarse por despecho.

– Me casaría contigo mañana, se me dieras la mitad de una oportunidad -dijo Gerald, sonriente-. Sabes que te he adorado desde el primer día que nos conocimos.

– Aunque no te has puesto de rodillas, Gerald, consideraré eso una aceptación -rió Ruth. Miró a su amante, que estaba de pie a la tenue luz-. La próxima vez que vea a Max, le pediré el divorcio -añadió en voz baja.