Gerald se quitó la ropa y volvió a la cama.
Pasó otro mes antes de que Max regresara a la isla, y aunque tomó el último vuelo, Ruth le estaba esperando cuando entró por la puerta. Cuando se inclinó para besar su mejilla, Ruth la apartó.
– Quiero el divorcio -dijo sin más.
Max la siguió al salón sin decir palabra. Se derrumbó en una butaca y permaneció un rato en silencio. Ruth esperó con paciencia su respuesta.
– ¿Hay otro hombre? -preguntó por fin.
– Sí -contestó ella.
– ¿Le conozco?
– Sí.
– ¿Gerald? -preguntó, y alzó la vista para mirarla.
– Sí.
Una vez más, Max guardó un malhumorado silencio.
– Te facilitaré las cosas con mucho gusto -dijo Ruth-. Puedes solicitar el divorcio alegando mi adulterio con Gerald, y yo no me opondré.
La respuesta de Max la sorprendió.
– Dame un poco de tiempo para pensarlo -dijo-. Quizá lo más sensato sería no hacer nada hasta que los chicos vuelvan a casa por Navidad.
Ruth accedió de mala gana, pero estaba perpleja, porque no recordaba la última vez que Max había hablado de los chicos en su presencia.
Max pasó la noche en el cuarto de invitados, y volvió a Londres a la mañana siguiente, acompañado de dos maletas llenas.
No volvió a Jersey durante varias semanas, durante las cuales Ruth y Gerald empezaron a trazar planes para su futuro en común.
Cuando los gemelos regresaron de la universidad para las vacaciones de Navidad, no expresaron sorpresa ni decepción por la noticia del divorcio de su madre.
Max no hizo el menor intento de reunirse con la familia durante las festividades, sino que voló a Jersey el día después de que los muchachos regresaran a la universidad. Cogió un taxi para ir a casa, pero se quedó solo una hora.
– Voy a acceder al divorcio -dijo a Ruth-, e iniciaré los trámites en cuanto vuelva a Londres.
Ruth asintió en señal de acuerdo.
– Si quieres que todo vaya rápido y sin problemas, recomiendo que designes a un abogado de Londres. Así no tendré que hacer vuelos de ida y vuelta a Jersey, pues solo serviría para retrasarlo todo.
Ruth no se opuso a la idea, pues había llegado a la fase en la que no deseaba poner ningún obstáculo a Max.
Pocos días después de que Max volviera a Londres, Ruth recibió los papeles del divorcio, de una firma londinense de la que nunca había oído hablar. Dio instrucciones a los antiguos abogados de Angus para que se encargaran de los trámites, y explicó por teléfono a un socio minoritario que quería liquidar el asunto lo antes posible.
– ¿Espera conseguir una pensión de algún tipo? -preguntó el abogado.
– No -dijo Ruth, conteniendo una carcajada-. Lo único que deseo es acabar de una vez por todas, sobre la base de mi adulterio.
– Si esas son sus instrucciones, señora, redactaré los documentos necesarios y los tendré preparados para su firma dentro de pocos días.
Cuando le enviaron la sentencia provisional, Gerald sugirió que lo celebraran marchándose de vacaciones. Ruth accedió a la idea, siempre que fuera lejos de Italia.
– Hagamos un crucero por las islas griegas -dijo Gerald-. Así habrá menos probabilidades de encontrarme con algún alumno, para no hablar de sus padres.
Volaron a Atenas al día siguiente.
Cuando entraron en el puerto de Skyros, Ruth dijo:
– Nunca pensé que pasaría mi tercer aniversario de bodas con otro hombre.
Gerald la estrechó entre sus brazos.
– Intenta olvidar a Max -dijo-. Ya es historia.
– Bueno, casi -dijo Ruth-. Confiaba en que el divorcio fuera definitivo antes de irnos de Jersey.
– ¿Tienes idea de qué ha causado el retraso? -preguntó Gerald.
– Quién sabe -contestó Ruth-, pero sea lo que sea, Max tendrá sus motivos. -Hizo una pausa-. Nunca conseguí ver su despacho de Mayfair, ni conocer a sus compañeros o amigos. Es casi como si todo fuera un producto de mi imaginación.
– O de la de él -dijo Gerald, y pasó el brazo por su cintura-. Pero no perdamos más tiempo hablando de Max. Pensemos en los griegos y en las bacanales.
– ¿Es eso lo que enseñas a niños inocentes durante sus años de formación?
– No, es lo que ellos me enseñan a mí -contestó Gerald.
Durante las tres semanas siguientes, los dos navegaron por las islas griegas, comieron demasiada musaka, bebieron demasiado vino, con la esperanza de que un exceso de sexo mantendría su peso a raya. Al final de sus vacaciones, Gerald estaba demasiado congestionado y Ruth temía someterse a la prueba de la balanza del baño. Las vacaciones no habrían podido ser más divertidas, no solo porque Gerald era un buen marino, sino porque, como Ruth descubrió, la hacía reír incluso durante una tormenta.
Cuando regresaron a Jersey, Gerald acompañó a Ruth a su casa. Cuando ella abrió la puerta de la casa, descubrió una montaña de cartas. Suspiró. Podían esperar a mañana, decidió.
Ruth pasó una noche de insomnio dando vueltas. Después de conseguir dormir unas pocas horas, decidió que lo mejor era levantarse y prepararse una taza de té. Empezó a ojear el correo, y solo se detuvo cuando encontró un sobre grande con matasellos de Londres y el marchamo de «Urgente».
Lo abrió y extrajo un documento que la hizo sonreír: «Una sentencia definitiva se ha acordado entre las antedichas partes: Max Donald Bennett y Ruth Ethel Bennett».
– Eso lo arregla de una vez por todas -dijo en voz alta, y llamó de inmediato a Gerald para darle la buena noticia.
– Decepcionante -dijo él.
– ¿Decepcionante? -repitió ella.
– Sí, querida. No tienes ni idea del prestigio que ha logrado mi calle desde que los chicos del colegio descubrieron que me había ido de vacaciones con una mujer casada.
Ruth rió.
– Compórtate, Gerald, e intenta acostumbrarte a la idea de que vas a ser un respetable hombre casado.
– Estoy impaciente -dijo Gerald-, pero hay que darse prisa. Una cosa es vivir en pecado, y otra muy distinta llegar tarde a los rezos de la mañana.
Ruth fue al cuarto de baño y se subió a la báscula. Gimió cuando vio dónde se detenía la flecha. Decidió que aquella mañana tendría que pasarse una hora en el gimnasio, como mínimo. El teléfono sonó cuando entraba en el baño. Salió y cogió una toalla, pensando que debía ser Gerald otra vez.
– Buenos días, señora Bennett -dijo una voz bastante oficial. Odiaba hasta el sonido de aquel apellido.
– Buenos días -contestó.
– Soy el señor Craddock, señora. He intentado ponerme en contacto con usted durante las tres últimas semanas.
– Oh, lo siento muchísimo -dijo Ruth-. Anoche regresé de pasar unas vacaciones en Grecia.
– Ya entiendo. Bien, tal vez podríamos reunimos lo antes posible -dijo el abogado, sin demostrar el menor interés por sus vacaciones.
– Sí, por supuesto, señor Craddock. Podría pasarme por su despacho a eso de las doce, si le va bien.
– Cuando usted quiera, señora Bennett -dijo la voz formal.
Ruth se esforzó aquella mañana en el gimnasio, decidida a perder los kilos de más que había ganado en Grecia. Mujer casada respetable o no, quería seguir estando delgada. Cuando bajó de la cinta continua, el reloj del gimnasio estaba dando las doce. Pese a que se duchó y cambió con la mayor rapidez posible, llegó con treinta y cinco minutos de retraso a su cita con el señor Craddock.
Una vez más, la recepcionista la condujo a la sala de los socios mayoritarios, sin necesidad de pasar por la sala de espera. Cuando entró, encontró al señor Craddock paseando por la habitación.
– Lamento haberle hecho esperar -dijo Ruth, que se sentía un poco culpable, mientras dos de los socios se levantaban.
Esta vez, el señor Craddock no le ofreció una taza de té, sino que la invitó a tomar asiento en una silla situada en un extremo de la mesa. En cuanto Ruth se sentó, él hizo lo mismo, echó un vistazo a un montón de papeles que había frente a él y extrajo una sola hoja.
– Señora Bennett, hemos recibido una notificación de los abogados de su marido, solicitando una conciliación posterior a su divorcio.
– Pero nosotros nunca hablamos de una conciliación -dijo Ruth con incredulidad-. Nunca entró en el trato.
– Tal vez -dijo el socio mayoritario, mientras contemplaba los papeles-, pero por desgracia, usted accedió a que el divorcio se concediera sobre la base de su adulterio con un tal señor Gerald -comprobó el apellido- Prescott, mientras su marido estaba trabajando en Londres.
– Eso es cierto, pero lo acordamos con tal de acelerar los trámites. Ambos deseábamos divorciarnos lo antes posible.
– No me cabe la menor duda, señora Bennett.
Ruth siempre odiaría aquel apellido.
– No obstante, al acceder a las condiciones del señor Bennett, él se convirtió en la parte inocente de este litigio.
– Pero eso ya no importa -dijo Ruth-, porque esta mañana he recibido la confirmación de mis abogados de Londres de que me han concedido una sentencia definitiva.
El socio sentado a la derecha del señor Craddock se volvió hacia ella y la miró fijamente.
– ¿Puedo preguntarle si encargó los trámites del divorcio a un abogado de Inglaterra por sugerencia del señor Bennett?
«Ah, de modo que ese es el motivo de toda esta farsa -pensó Ruth-. Están molestos porque no les consulté.»
– Sí -replicó con firmeza-. Fue una cuestión de comodidad, porque Max vivía en Londres en aquel tiempo, y no quería tener que volar a la isla una y otra vez.
– Fue muy conveniente para el señor Bennett, desde luego -dijo el socio mayoritario-. ¿Su marido negoció con usted alguna vez un acuerdo económico?
– Nunca -respondió Ruth, con mayor firmeza todavía-. No tenía ni idea de a cuánto ascendía mi fortuna.
– Tengo la sensación -continuó el socio sentado a la izquierda del señor Craddock- de que el señor Bennett sabía muy bien a cuánto ascendía su fortuna.
– Pero eso no es posible -insistió Ruth-. Nunca hablé de mis finanzas con él.
– No obstante, ha presentado una demanda contra usted, y da la impresión de que conoce a fondo la cuantía del legado de su difunto esposo.
– En tal caso, nos negaremos a pagar ni un penique, porque nunca entró en nuestro acuerdo.
– Acepto que nos está diciendo la verdad, señora Bennett, pero temo que, al ser usted la parte demandada, no podemos presentar defensa alguna.
– ¿Cómo es posible? -preguntó Ruth.
– La ley sobre el divorcio de Jersey es taxativa en ese aspecto -dijo el señor Craddock-. Tal como le habríamos advertido, si se hubiera tomado la molestia de consultarnos.
– ¿Qué ley? -preguntó Ruth, haciendo caso omiso del mordaz comentario.
– Según la ley de Jersey, una vez aceptada la inocencia de una de las dos partes en un juicio por divorcio, esa persona, sea cual sea su sexo, tiene derecho a un tercio de las propiedades de la otra parte.
Ruth se puso a temblar.
– ¿No hay excepciones? -preguntó en voz baja.
– Sí -contestó el señor Craddock.
Ruth le miró esperanzada.
– Si usted hubiera estado casada menos de tres años, la ley no se aplica. Sin embargo, señora Bennett, usted estuvo casada durante tres años y ocho días. -Hizo una pausa y se ajustó las gafas-. Tengo la impresión de que el señor Bennett no solo sabía exactamente la cuantía de su fortuna, sino que también conoce las leyes sobre el divorcio que se aplican en Jersey.
Tres meses más tarde, después de que los abogados de ambas partes hubieran llegado a un acuerdo sobre la cuantía de la fortuna de Ruth Ethel Bennett, Max Donald Bennett recibió un cheque por seis millones doscientas setenta mil libras, como pensión única y definitiva.
Siempre que Ruth rememoraba los tres últimos años (cosa que hacía con frecuencia), llegaba a la conclusión de que Max debía haberlo planeado todo hasta el último detalle. Sí, incluso antes de que se conocieran.