Esta vez, el señor Craddock no le ofreció una taza de té, sino que la invitó a tomar asiento en una silla situada en un extremo de la mesa. En cuanto Ruth se sentó, él hizo lo mismo, echó un vistazo a un montón de papeles que había frente a él y extrajo una sola hoja.
– Señora Bennett, hemos recibido una notificación de los abogados de su marido, solicitando una conciliación posterior a su divorcio.
– Pero nosotros nunca hablamos de una conciliación -dijo Ruth con incredulidad-. Nunca entró en el trato.
– Tal vez -dijo el socio mayoritario, mientras contemplaba los papeles-, pero por desgracia, usted accedió a que el divorcio se concediera sobre la base de su adulterio con un tal señor Gerald -comprobó el apellido- Prescott, mientras su marido estaba trabajando en Londres.
– Eso es cierto, pero lo acordamos con tal de acelerar los trámites. Ambos deseábamos divorciarnos lo antes posible.
– No me cabe la menor duda, señora Bennett.
Ruth siempre odiaría aquel apellido.
– No obstante, al acceder a las condiciones del señor Bennett, él se convirtió en la parte inocente de este litigio.
– Pero eso ya no importa -dijo Ruth-, porque esta mañana he recibido la confirmación de mis abogados de Londres de que me han concedido una sentencia definitiva.
El socio sentado a la derecha del señor Craddock se volvió hacia ella y la miró fijamente.
– ¿Puedo preguntarle si encargó los trámites del divorcio a un abogado de Inglaterra por sugerencia del señor Bennett?
«Ah, de modo que ese es el motivo de toda esta farsa -pensó Ruth-. Están molestos porque no les consulté.»
– Sí -replicó con firmeza-. Fue una cuestión de comodidad, porque Max vivía en Londres en aquel tiempo, y no quería tener que volar a la isla una y otra vez.
– Fue muy conveniente para el señor Bennett, desde luego -dijo el socio mayoritario-. ¿Su marido negoció con usted alguna vez un acuerdo económico?
– Nunca -respondió Ruth, con mayor firmeza todavía-. No tenía ni idea de a cuánto ascendía mi fortuna.
– Tengo la sensación -continuó el socio sentado a la izquierda del señor Craddock- de que el señor Bennett sabía muy bien a cuánto ascendía su fortuna.
– Pero eso no es posible -insistió Ruth-. Nunca hablé de mis finanzas con él.
– No obstante, ha presentado una demanda contra usted, y da la impresión de que conoce a fondo la cuantía del legado de su difunto esposo.
– En tal caso, nos negaremos a pagar ni un penique, porque nunca entró en nuestro acuerdo.
– Acepto que nos está diciendo la verdad, señora Bennett, pero temo que, al ser usted la parte demandada, no podemos presentar defensa alguna.
– ¿Cómo es posible? -preguntó Ruth.
– La ley sobre el divorcio de Jersey es taxativa en ese aspecto -dijo el señor Craddock-. Tal como le habríamos advertido, si se hubiera tomado la molestia de consultarnos.
– ¿Qué ley? -preguntó Ruth, haciendo caso omiso del mordaz comentario.
– Según la ley de Jersey, una vez aceptada la inocencia de una de las dos partes en un juicio por divorcio, esa persona, sea cual sea su sexo, tiene derecho a un tercio de las propiedades de la otra parte.
Ruth se puso a temblar.
– ¿No hay excepciones? -preguntó en voz baja.
– Sí -contestó el señor Craddock.
Ruth le miró esperanzada.
– Si usted hubiera estado casada menos de tres años, la ley no se aplica. Sin embargo, señora Bennett, usted estuvo casada durante tres años y ocho días. -Hizo una pausa y se ajustó las gafas-. Tengo la impresión de que el señor Bennett no solo sabía exactamente la cuantía de su fortuna, sino que también conoce las leyes sobre el divorcio que se aplican en Jersey.
Tres meses más tarde, después de que los abogados de ambas partes hubieran llegado a un acuerdo sobre la cuantía de la fortuna de Ruth Ethel Bennett, Max Donald Bennett recibió un cheque por seis millones doscientas setenta mil libras, como pensión única y definitiva.
Siempre que Ruth rememoraba los tres últimos años (cosa que hacía con frecuencia), llegaba a la conclusión de que Max debía haberlo planeado todo hasta el último detalle. Sí, incluso antes de que se conocieran.
AMOR A PRIMERA VISTA
Andrew iba con retraso, y habría cogido un taxi de no ser porque era una hora punta. Entró en el abarrotado metro y se abrió paso entre las hordas de usuarios que bajaban por la escalera mecánica camino de casa.
Andrew no iba a casa. Después de solo cuatro paradas, volvería a emerger de las entrañas de la tierra para reunirse con Ely Bloom, el presidente del Chase Manhattan Bank en París. Aunque Andrew no conocía a Bloom, como sus colegas del banco, conocía muy bien su reputación. No se «citaba» con cualquiera si no tenía buenos motivos.
Andrew había pasado las últimas cuarenta y ocho horas, desde que la secretaria de Bloom le había llamado para concertar la cita, intentando averiguar cuáles podían ser esos buenos motivos. Un simple cambio del Crédit Suisse al Chase parecía ser la respuesta evidente, pero no podía ser algo tan sencillo, si Bloom estaba de por medio. ¿Iba a presentar a Andrew una oferta imposible de rechazar? ¿Esperaba que regresara a Nueva York, después de haber pasado dos años en París? Montones de preguntas se agolpaban en su mente. Sabía que debía dejar de especular, pues obtendría todas las respuestas a las seis en punto. Habría bajado la escalera mecánica corriendo, pero había demasiada gente.
Andrew sabía que tenía algunas fichas amontonadas en su lado de la mesa. Había dirigido el departamento de cambio extranjero del Crédit Suisse durante casi dos años, y era bien sabido que estaba superando a todos sus rivales. Los banqueros franceses se habían encogido de hombros cuando les hablaron del éxito de Andrew, en tanto sus rivales norteamericanos intentaron convencerle de que abandonara su actual cargo y fichara por ellos. Fuera cual fuera la oferta de Bloom, Andrew estaba seguro de que Crédit Suisse la igualaría. Siempre que había recibido otras ofertas durante los últimos doce meses, las había desechado con la misma sonrisa educada y juvenil…, pero sabía que esta vez sería diferente. Bloom no era un hombre al que se pudiera dar calabazas con una sonrisa educada y juvenil.
Andrew no quería cambiar de banco, pues estaba satisfecho con el acuerdo al que había llegado con Crédit Suisse, y a su edad, ¿a qué hombre joven no le gustaría trabajar en París? Sin embargo, era la época del año en que se discutían las primas anuales, de modo que estaba contento de reunirse con Ely Bloom en el American Bar del Georges V. Sería cuestión de horas que alguien informara a sus superiores de que les habían visto juntos.
Cuando Andrew pisó el andén del metro, estaba tan abarrotado que se preguntó si podría coger el primer tren que entrara en la estación. Consultó su reloj: las cinco y treinta y siete minutos. Iba bien de tiempo para llegar a la cita, pero como no tenía la menor intención de presentarse con retraso ante el señor Bloom, empezó a aprovechar los huecos que aparecían para situarse delante de la muchedumbre, en una excelente posición para subir al siguiente tren. Aunque no llegara a un acuerdo con el señor Bloom, el hombre iba a ser una figura importante del mundo bancario en los años venideros, de modo que era absurdo llegar tarde y dar una mala impresión.
Andrew esperaba con impaciencia a que el siguiente tren saliera del túnel. Miró al andén de enfrente y trató de concentrarse en las preguntas que el señor Bloom le plantearía.
¿Cuál es su sueldo actual?
¿Puede romper su contrato?
¿Está acogido a los beneficios de las primas?
¿Le apetece regresar a Nueva York?
El andén del lado sur estaba tan abarrotado como el suyo, pero la concentración de Andy se rompió cuando sus ojos se posaron en una joven que estaba consultando su reloj. Tal vez ella también tenía una cita a la que no podía llegar con retraso.