Cuando ella levantó la cabeza, Andy olvidó de inmediato a Ely Bloom. Clavó la vista en aquellos profundos ojos castaños. La joven no había reparado en su admirador. Debía medir un metro setenta, tenía la más perfecta cara ovalada, piel olivácea que nunca necesitaría maquillaje y una mata de cabello negro rizado que ninguna peluquera podría domeñar. «Me he equivocado de andén -pensó Andrew- y es demasiado tarde para remediarlo.»Llevaba un impermeable de color beige, y el apretado cinturón no dejaba lugar a dudas sobre la gracia y esbeltez de su figura, y sus piernas, o lo que podía ver de ellas, completaban un perfecto envoltorio. Mejor que cualquier oferta que pudiera presentar el señor Bloom.
La joven consultó su reloj de nuevo y alzó la vista, consciente de repente de que él la estaba mirando.
Andy sonrió. Ella enrojeció y bajó la cabeza, justo cuando dos trenes entraban en la estación por extremos diferentes del andén. Todos los que estaban detrás de Andrew se lanzaron adelante para conseguir un lugar en el tren.
Cuando salió de la estación, Andrew era la única persona que quedaba en el andén. Miró al andén de enfrente y vio que el tren correspondiente aceleraba poco a poco. Cuando hubo desaparecido en el túnel, Andrew volvió a sonreír. Solo una persona quedaba en el otro andén, y esta vez la joven le devolvió la sonrisa.
Tal vez se preguntarán cómo sé que esta historia es verdadera. La respuesta es simple. Me la contaron a principios de este año, en el décimo aniversario de la boda de Andrew y Claire.
ENTRE DOS FUEGOS
– Hay un problema que aún no he abordado -dijo Billy Gibson-. Pero antes, permite que vuelva a llenar tu vaso.
Durante la última hora, los dos hombres habían estado sentados en un rincón del King William Arms, comentando los problemas de dirigir una comisaría de policía en la frontera de Irlanda del Norte con el Eire. Billy Gibson estaba a punto de jubilarse después de treinta años en el cuerpo, los últimos seis como jefe de policía. Su sucesor, Jim Hogan, había venido de Belfast, y se decía que, si hacía un buen trabajo, su siguiente cargo sería el de jefe de policía de Irlanda del Norte.
Billy tomó un largo sorbo y se reclinó en su silla antes de empezar su historia.
– Nadie puede estar muy seguro de la verdad sobre la casa que se alza justo en medio de la frontera, pero como en todas las buenas historias irlandesas, siempre hay verdades a medias circulando en todo momento. He de hablarte un poco sobre la historia de la casa antes de abordar el problema que tengo con sus actuales propietarios. Con este fin, debo mencionar, siquiera de pasada, a un tal Patrick O'Dowd, que trabajaba en el departamento de planificación del ayuntamiento de Belfast.
– Un nido de víboras, en su mejor momento -comentó el nuevo jefe.
– Y aquellos no eran los mejores momentos -dijo el jefe que estaba a punto de jubilarse, antes de tomar otro sorbo de Guinnes.
Una vez saciada su sed, continuó su relato.
– Nadie ha comprendido nunca por qué O'Dowd concedió el permiso para construir una casa en la frontera, para empezar. Hasta que estuvo terminada nadie del departamento de impuestos municipales de Dublín consiguió un plano catastral y señaló a las autoridades de Belfast que la frontera pasaba por el centro de la sala de estar. Algunos ex presidiarios dicen que el constructor local interpretó mal los planos, pero otros me aseguran que sabía muy bien lo que estaba haciendo.
»En aquella época, a nadie le importó mucho, porque el hombre para el que construyeron la casa, Bertie O'Flynn, un viudo, era un hombre temeroso de Dios que asistía a misa en St. Mary's, en el sur, y bebía su Guinnes en el Volunteer del norte. Creo que vale la pena mencionar -dijo el jefe- que Bertie carecía de ideales políticos.
»Dublín y Belfast consiguieron llegar a un peculiar compromiso y acordaron que, como la puerta principal de la casa estaba en el norte, Bertie pagaría sus impuestos a la Corona, pero como la cocina y el pequeño terreno del jardín estaban en el sur, pagaría sus impuestos municipales al ayuntamiento del otro lado de la frontera. Este acuerdo no causó dificultades durante años, hasta que el viejo Bertie abandonó esta vida y legó la casa a su hijo, Eamonn. Para abreviar una larga historia, Eamonn era, es y siempre será un mal bicho.
»Habían enviado al chico a una escuela del norte, aunque asistía a la iglesia en el sur, y mostraba escaso interés en ambas. De hecho, a la edad de once años, lo único que no sabía del contrabando era deletrear la palabra correctamente. Cuando cumplió trece años, compraba cartones de cigarrillos en el norte y los cambiaba por cajas de Guinnes en el sur. A la edad de quince años, ganaba más dinero que el director de su colegio, y cuando dejó la escuela ya dirigía un floreciente negocio, consistente en importar licores y vino del sur, y exportar cannabis y condones del norte.
»Siempre que su oficial de libertad vigilada llamaba a la puerta principal del norte, el chico se recluía en la cocina del sur. Si veía a la guardia local subir por el camino de acceso, Eamonn desaparecía en el comedor, y se quedaba allí hasta que los guardias se aburrían y desaparecían. Bertie, que siempre terminaba abriendo la puerta, se cansó del juego, y creo que ese fue el motivo de que su fantasma nunca hiciera acto de aparición.
Bien, cuando fui nombrado jefe de policía hace seis años, decidí convertir en mi ambición personal meter entre rejas a Eamonn O'Flynn. Pero con los problemas de vigilar la frontera, además de los otros deberes de la policía, la verdad es que nunca me dediqué a ello. Incluso había empezado a hacer la vista gorda, hasta que O'Flynn conoció a Maggie Crann, una famosa prostituta del sur, quien quería extender su negocio al norte. Una casa con cuatro dormitorios en la primera planta, dos a cada lado de la frontera, parecía ser la respuesta a sus oraciones, aunque de vez en cuando uno de sus clientes semidesnudo tuviera que trasladarse de un lado de la casa a otro a toda prisa, para evitar que le detuvieran.
Cuando los problemas se intensificaron, mi colega del sur de la frontera y yo decidimos declarar la casa como una zona «intocable», hasta que Eamonn abrió un casino en el sur en un nuevo invernadero que jamás albergó una flor (permiso de construcción concedido por Dublín), con la oficina del cajero situada en un garaje recién construido, capaz de albergar una flota de autobuses, pero que todavía no ha alojado ni un solo vehículo (permiso de construcción concedido por Belfast).
– ¿Por qué no te opusiste al permiso de construcción? -preguntó Hogan.
– Lo hicimos, pero pronto quedó claro que Maggie tenía clientes en ambos departamentos. -Billy suspiró-. Pero el golpe definitivo llegó cuando la tierra de labranza que rodeaba la casa salió a la venta. Nadie fue a echar un vistazo, y O'Flynn terminó con treinta hectáreas de terreno en su posesión, en las cuales apostó vigilantes. Esto le concede tiempo más que suficiente para trasladar cualquier prueba acusadora de un lado de la casa al otro, mucho antes de que podamos llegar a la puerta principal.
Los vasos estaban vacíos.
– Mi ronda -dijo el hombre más joven.
Fue a la barra y pidió dos pintas más.
Cuando volvió, hizo su siguiente pregunta antes incluso de que los vasos tocaran la madera de la mesa.
– ¿Por qué no has pedido una orden de registro? Con la cantidad de leyes que estará violando, ya habrías podido cerrarle el chiringuito hace años.
– Estoy de acuerdo -dijo el jefe-, pero siempre que pido una orden, él es el primero en enterarse. Cuando llegamos, lo único que encontramos es a una pareja felizmente casada que vive sola en una pacífica granja.
– ¿Y tu colega del sur? Debe de interesarle trabajar contigo y…
– Sería lo normal, ¿no? Pero se han sucedido cinco durante los últimos siete años, y debido a que no quieren poner en peligro sus posibles ascensos, su deseo de una vida fácil, y los sobornos que reciben, ninguno de ellos ha querido colaborar. El actual jefe de la Garda se jubila dentro de pocos meses y no hará nada que ponga en peligro su pensión. No -continuó Billy-, lo mires por donde lo mires, he fracasado. Y te aseguro, al contrario que mi colega del sur, que si pudiera quitar de en medio a Eamonn O'Flynn de una vez por todas, no me importaría renunciar a mi pensión.