Выбрать главу

Saltó del coche y corrió hacia el jefe, al que estaban informando un grupo de agentes.

– ¿Qué coño está pasando? -preguntó Eamonn.

– Ah, Eamonn, me alegro de que hayas conseguido llegar. Estaba a punto de llamarte, por si aún estabas en la fiesta. Al parecer, hace más p menos una hora vieron a una patrulla del IRA en tus tierras.

– De hecho, aún no lo han confirmado -dijo un joven agente, que estaba escuchando con mucha atención a alguien por un teléfono móvil-. Informes contradictorios procedentes de Ballyroney sugieren que podrían ser paramilitares lealistas.

– Bien, sean quienes sean, mi interés primordial ha de ser la protección de vidas y propiedades, y con ese objetivo he enviado a los artificieros para comprobar que Maggie y tú podéis volver a casa sin el menor peligro.

– Eso es una chorrada, Billy Gibson, y lo sabes muy bien -dijo Eamonn-. Te ordeno que salgas de mis tierras, antes de que mis hombres te echen por la fuerza.

– Bien, no es tan sencillo -dijo el jefe-. Acabo de recibir un mensaje de los artificieros, anunciando que ya han entrado en tu casa. Te tranquilizará saber que no han encontrado a nadie, pero están muy preocupados porque han descubierto un paquete no identificado en el invernadero, y otro similar en el garaje.

– Pero no son nada más que…

– ¿Nada más qué? -preguntó el jefe en tono inocente.

– ¿Cómo ha conseguido tu gente burlar a mis guardias? -preguntó Eamonn-. Tenían órdenes de expulsarte si ponías un pie en mi tierra.

– Ahí está la cuestión, Eamonn. Habrán salido un momento de tu propiedad sin darse cuenta, y debido al inminente peligro que corrían sus vidas, consideré necesario ponerlos a todos bajo custodia. Para protegerlos, ¿comprendes?

– Apuesto a que ni siquiera tienes una orden de registro para entrar en mi propiedad.

– No la necesito -dijo el jefe-, si soy de la opinión de que la vida de alguien está en peligro.

– Bien, ahora que ya sabes que ninguna vida corre peligro, ni lo corrió en ningún momento, ya puedes salir de mi propiedad y volver a tu fiesta.

– Este es mi siguiente problema, Eamonn. Acabamos de recibir otra llamada, esta vez de un informante anónimo, para avisarnos de que ha puesto una bomba en el garaje y otra en el invernadero, y serán detonadas justo antes de medianoche. En cuanto me informaron de esta amenaza, comprendí que era mi deber repasar el manual de seguridad, con el fin de averiguar cuál es el procedimiento correcto en circunstancias como las actuales.

El jefe extrajo un grueso opúsculo verde de un bolsillo interior, como si siempre lo llevara encima.

– Te estás echando un farol -dijo O'Flynn-. Careces de autoridad para…

– Ah, aquí está lo que buscaba -dijo el jefe, después de pasar unas cuantas páginas. Eamonn miró y vio un párrafo subrayado con tinta roja-. Deja que te lea en voz alta las palabras exactas, Eamonn, para que puedas comprender el terrible dilema al que me enfrento. «Si un oficial de rango superior a mayor o inspector jefe cree que vidas de civiles corren peligro en el escenario de un supuesto ataque terrorista, y está presente un miembro cualificado de los artificieros, lo primero que ha de hacer es evacuar a todos los civiles de la zona, y a continuación, si lo considera apropiado, provocar una explosión controlada.» No podría estar más claro -dijo el jefe-. Bien, ¿puedes informarme de qué hay en esas cajas, Eamonn? De lo contrario, he de asumir lo peor, y proceder de acuerdo con el manual.

– Si dañas mi propiedad en cualquier forma, Billy Gibson, te advierto que te demandaré y te sacaré hasta el último penique.

– Tus preocupaciones son innecesarias, Eamonn. Te aseguro que en el manual hay páginas enteras dedicadas a la compensación por víctimas inocentes. Consideraríamos nuestra obligación, por supuesto, reconstruir tu bonita casa, ladrillo a ladrillo, recreando un invernadero del que Maggie se sentiría orgullosa y un garaje capaz de albergar todos tus coches. No obstante, si tuviéramos que gastar esa cantidad de dinero de los contribuyentes, deberíamos asegurarnos de que la casa estaba construida en un lado u otro de la frontera, para que un desdichado incidente como este no pudiera ocurrir jamás.

– No te saldrás con la tuya -dijo Eamonn, mientras un hombre corpulento aparecía junto al jefe, cargando un detonador.

– Te acordarás del señor Hogan, por supuesto. Te lo presenté en la fiesta de despedida.

– Si apoyas un dedo en ese detonador, Hogan, haré que pases el resto de tu vida laboral ante los tribunales. Así olvidarás cualquier idea de llegar a ser jefe de policía.

– El señor O'Flynn tiene toda la razón, Jim -dijo el jefe, al tiempo que consultaba su reloj-, y no quisiera ser responsable de perjudicar tu carrera en ningún sentido. Veo que no tomas el mando hasta dentro de siete minutos, de modo que será mi triste deber cargar con esta pesada responsabilidad.

Cuando el jefe se agachó para apoyar la mano sobre el detonador, Eamonn saltó a su garganta. Hicieron falta tres agentes para reducirle, mientras gritaba obscenidades con toda la fuerza de sus pulmones.

El jefe suspiró, consultó su reloj, aferró la palanca del detonador y la bajó poco a poco.

La explosión se escuchó en kilómetros a la redonda, mientras el tejado del garaje (¿o era el invernadero?) saltaba por los aires. Al cabo de unos momentos, el edificio quedó reducido a escombros, y en su lugar solo quedó humo, polvo y un montón de cascotes.

Cuando el estruendo se desvaneció por fin, las campanas de St. Mary's dieron las doce a lo lejos. El ex jefe de policía lo consideró el final de un día perfecto.

– ¿Sabes una cosa, Eamonn? -dijo-. Creo que ha valido la pena sacrificar mi pensión.

UN FIN DE SEMANA INOLVIDABLE

Conocí a Susie hace seis años, y cuando me llamó para preguntar si me apetecía tomar una copa con ella, no debió sorprenderse de que mi respuesta fuera un poco fría. Al fin y al cabo, mi recuerdo de nuestro último encuentro no era muy feliz que digamos.

Los Keswick me habían invitado a cenar, y como toda buena anfitriona, Kathy Keswick consideraba poco menos que su deber emparejar a cualquier soltero superviviente de más de treinta años con una de sus amigas más presentables.

Con esto en mente, me decepcionó descubrir que me había sentado al lado de la señora Ruby Collier, la esposa de un parlamentario conservador, que estaba sentado a la izquierda de mi anfitriona, al otro extremo de la mesa. Solo momentos después de haber sido presentados, la mujer dijo:

– Supongo que habrá leído sobre mi marido en la prensa.

A continuación, procedió a contarme que ninguna de sus amigas comprendía por qué su marido aún no estaba en el gobierno. Me sentí incapaz de ofrecer una opinión sobre el tema, porque hasta aquel momento no había oído hablar de él.

El nombre de la tarjeta del otro lado era SUSIE, y la dama en cuestión tenía un aspecto que te hacía desear estar sentado frente a ella en una mesa para dos. Incluso después de una mirada de reojo al largo pelo rubio, los ojos azules, la sonrisa cautivadora y la figura esbelta, no me habría sorprendido averiguar que era modelo. Una fantasía que ella disipó al cabo de pocos minutos.

Me presenté y expliqué que había ido a Cambridge con nuestro anfitrión.

– ¿De qué conoce a los Keswick? -pregunté.

– Estaba en el mismo despacho que Kathy cuando ambas trabajábamos para Vogue en Nueva York.

Recuerdo que me sentí decepcionado al saber que vivía al otro lado del Atlántico. Desde cuándo, me pregunté.

– ¿Dónde trabaja ahora?

– Sigo en Nueva York -contestó-. Me acaban de nombrar subeditora de Art Quarterly.