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– La semana «pasada renové mi suscripción -dije, bastante complacido conmigo mismo.

Ella sonrió, sorprendida hasta de que hubiera oído hablar de la publicación.

– ¿Cuánto tiempo estará en Londres? -pregunté, al tiempo que echaba un vistazo a su mano izquierda, para comprobar que no llevaba anillo de prometida ni de casada.

– Unos cuantos días. Llegué la semana pasada para celebrar con mis padres su aniversario de bodas, y confiaba en ir a ver la exposición de Lucian Freud en la Tate antes de regresar a Nueva York. ¿Y usted qué hace? -preguntó.

– Soy propietario de un pequeño hotel en Jermyn Street -dije.

Habría pasado encantado el resto de la noche charlando con Susie, y no solo debido a mi pasión por el arte, pero mi madre me había enseñado desde muy pequeño que, por mucho que te guste la persona que tengas al lado, has de ser igualmente atento con la que está sentada al otro.

Me volví hacia la señora Collier, que me recibió con las palabras:

– ¿Ha leído el discurso que mi marido pronunció ayer en los Comunes?

Confesé que no, lo cual fue una equivocación, porque ella me lo recitó de cabo a rabo.

En cuanto terminó su monólogo sobre el tema, comprendí de inmediato por qué su marido no era miembro del gobierno. De hecho, tomé nota mental de evitarle cuando pasáramos al salón a la hora del café.

– Será un placer conocer a su marido después de la cena -le dije, antes de devolver mi atención a Susie, pero descubrí que estaba mirando a alguien sentado al otro lado de la mesa. Vi que el hombre en cuestión estaba absorto en su conversación con Mary Ellen Yare, una mujer norteamericana sentada a su lado, y parecía no ser consciente de la atención que suscitaba.

Recordaba que se llamaba Richard algo, y que había venido con la chica sentada al otro extremo de la mesa. Observé que ella también estaba mirando en la dirección de Richard. Tuve que confesar que tenía el tipo de facciones esculpidas y espeso cabello ondulado que hacía innecesario poseer una licenciatura en física cuántica.

– ¿Qué está pasando de importante en Nueva York en este momento? -pregunté, intentando volver a capturar la atención de Susie.

Ella se volvió y sonrió.

– Vamos a tener un nuevo alcalde en cualquier momento -me informó-, y hasta podría ser republicano. La verdad, votaría por cualquiera que hiciera algo por reducir la tasa de criminalidad. Uno de los candidatos, no me acuerdo cómo se llama, no para de hablar sobre tolerancia cero. Sea quien sea, se llevará mi voto.

Aunque la conversación de Susie era ágil e informativa, su atención solía desviarse hacia el otro lado de la mesa. Habría supuesto que Richard y ella eran amantes, si él le hubiera lanzado al menos una mirada.

Mientras tomábamos el budín, la señora Collier despellejó al gobierno, y explicó con pelos y señales por qué deberían ser sustituidos todos sus miembros. No tuve que preguntarle por quién. Cuando llegó al ministro de Agricultura, pensé que había cumplido mi deber, volví la vista y descubrí a Susie fingiendo que estaba preocupada por su budín de verano, cuando en realidad estaba mucho más interesada por Richard.

De pronto, miró en mi dirección. Sin previo aviso, Susie cogió mi mano y empezó a hablar con entusiasmo de una película de Eric Rohmer que había visto en Niza hacía poco.

Pocos hombres se oponen a que una mujer les coja la mano, sobre todo si está agraciada con el aspecto de Susie, pero es mejor que no lo haga mientras está mirando a otro hombre.

En cuanto Richard reanudó la conversación con su anfitriona, Susie soltó mi mano y pinchó con el tenedor su budín de verano.

Me sentí aliviado de ahorrarme un tercer asalto con la señora Collier, pues Kathy se levantó y propuso que pasáramos todos al salón. Eso significaba, me temo, que iba a perderme los detalles sobre el proyecto de ley que el marido de la señora Collier iba a presentar en los Comunes la semana siguiente.

Mientras tomábamos café me presentaron a Richard, que resultó ser un banquero de Nueva York. Siguió sin hacer caso a Susie, o tal vez, por inexplicable que fuera, no era consciente de su presencia. La chica cuyo nombre yo ignoraba vino a reunirse con nosotros, y murmuró en su oído:

– No deberíamos irnos demasiado tarde, querido. No olvides que tenemos pasajes en el primer vuelo a París.

– No lo había olvidado, Rachel -contestó el hombre-, pero preferiría no ser el primero en marchar.

Otro más que había sido educado por una madre exigente.

Sentí que alguien tocaba mi brazo, me volví y vi que la señora Collier me estaba sonriendo.

– Le presento a mi marido, Reginald. Le dije que estaba usted muy interesado en saber algo más sobre su proyecto de ley.

Unos diez minutos después, aunque a mí se me antojó una eternidad, Kathy acudió en mi rescate.

– Tony, me pregunto si serías tan amable de acompañar a Susie a casa. Está diluviando, y encontrar un taxi a estas horas de la noche no será fácil.

– Será un placer -contesté-. Debo darte las gracias por incluirme en una compañía tan encantadora. Todo ha sido fascinante -dije, y sonreí a la señora Collier.

La esposa del parlamentario me devolvió la sonrisa. Mi madre habría estado orgullosa de mí.

Ya en el coche, camino de su piso, Susie me preguntó si había visto la exposición de Freud.

– Sí-dije-. Me pareció espectacular, y pienso verla otra vez antes de que termine.

– Estaba pensando en ir mañana por la mañana -dijo, y tocó mi mano-. ¿Por qué no vienes conmigo?

Accedí de buen grado, y cuando la dejé en Pimlico me dio el tipo de abrazo que sugiere «Me gustaría conocerte mejor». Bien, no soy un experto en muchas cosas, pero me considero una autoridad mundial en lo concerniente a abrazos, pues los he experimentado todos, desde un apretón hasta un abrazo de oso. Sé interpretar cualquier mensaje, desde «Ardo en deseos de desnudarte» hasta «Piérdete».

Llegué a la Tate temprano, suponiendo que habría una cola larga, y me concedí tiempo para comprar las entradas antes de que Susie llegara. Solo llevaba unos pocos minutos esperando en la escalera, cuando ella apareció. Llevaba un vestido amarillo corto que subrayaba su figura esbelta, y cuando subió la escalera, observé que algunos hombres la seguían con la mirada. En cuanto me vio, empezó a subir corriendo los peldaños y me saludó con un largo abrazo. Un abrazo del tipo «Creo que ya te conozco mejor».

La exposición me gustó todavía más esta segunda vez, en especial gracias a los conocimientos de Susie sobre la obra de Lucian Freud, pues me condujo por las diferentes etapas de su carrera. Cuando llegamos al último cuadro de la exposición, Mujeres desnudas mirando por la ventana, comenté con cierta vacilación:

– Bien, una cosa es segura, nunca acabarás con ese aspecto.

– Oh, yo no estaría tan segura -dijo-. Pero si lo hiciera, nunca permitiría que lo descubrieras. -Cogió mi mano-. ¿Tienes tiempo para comer?

– Por supuesto, pero no he reservado en ningún sitio.

– Yo sí -dijo Susie con una sonrisa-. La Tate tiene un restaurante soberbio, y he reservado una mesa para dos, por si acaso…

Sonrió de nuevo.

No recuerdo mucho de la comida, salvó que, cuando llegó la cuenta, solo quedábamos nosotros dos en la sala.

– Si pudieras hacer cualquier cosa en el mundo ahora mismo -dije, una frase hecha que había utilizado mucho en el pasado-, ¿cuál sería?

Susie guardó silencio unos segundos antes de contestar.

– Tomar el tren a París, pasar el fin de semana contigo y visitar la exposición de Picasso «Su primera época», que está en el Musée d'Orsay. ¿Y tú?

– Tomar el tren a París, pasar el fin de semana contigo y visitar la exposición de Picasso «Su primera época», que…

Ella estalló en carcajadas, cogió mi mano y dijo:

– ¡Hagámoslo!

Llegué a Waterloo veinte minutos antes de la salida del tren. Ya había reservado una suite en mi hotel favorito y una mesa en un restaurante que se enorgullece de no aparecer en las guías turísticas. Compré dos billetes de primera clase y me quedé bajo el reloj, tal como habíamos convenido. Susie solo llegó un par de minutos tarde, y me dio un abrazo que era un paso definitivo hacia «Ardo en deseos de desnudarte».