Выбрать главу

El señor Lennox se puso en pie para protestar por el trato que estaba soportando el testigo, y el juez Fairborough agitó un dedo admonitorio.

– Su comentario ha sido inapropiado, sir Toby -advirtió.

Pero los ojos de sir Toby seguían fijos en el jurado, que ya no estaban pendientes de todas las palabras del testigo experto, sino que susurraban entre sí.

Sir Toby se sentó lentamente.

– No haré más preguntas, Su Señoría.

– Estupendo golpe -dijo Toby, mientras la pelota de Harry desaparecía en la caja del agujero dieciocho-. Temo que me toca de nuevo invitarte a comer. ¿Sabes una cosa, Harry? Hace semanas que no te gano.

– Oh, yo no diría eso, Toby-dijo su compañero de golf, mientras se encaminaban hacia el club-. ¿Cómo describirías lo que me hiciste en el tribunal el martes?

– Sí, debo pedirte disculpas por ello, viejo amigo -dijo Toby-. No fue nada personal, como sabes bien. Date cuenta de que Lennox cometió una estupidez cuando te seleccionó como testigo experto.

– Estoy de acuerdo -dijo Harry-. Les advertí de que nadie me conocía mejor que tú, pero Lennox no estaba interesado en lo que sucedía en el North-Eastern Circuit.

– No me habría importado tanto -dijo Toby, mientras se sentaba para comer-, de no haber sido por el hecho…

– ¿De no haber sido por el hecho…? -repitió Harry.

– De que en ambos casos, el de Leeds y el del Bailey, cualquier jurado tendría que haberse dado cuenta de que mis clientes eran más culpables que el demonio.

FINAL DE PARTIDA

Cornelius Barrington vaciló antes de efectuar el siguiente movimiento. Continuó estudiando el tablero con sumo interés. La partida se prolongaba desde hacía más de dos horas, y Cornelius estaba seguro de que se encontraba a solo siete movimientos del jaque mate. Sospechaba que su oponente también era consciente del hecho.

Cornelius alzó la vista y sonrió a Frank Vintcent, que no solo era su amigo más antiguo, sino que, a lo largo de los años, como abogado de la familia, había demostrado ser su consejero más sabio. Los dos hombres tenían muchas cosas en común: su edad, que rebasaba la sesentena; su procedencia, ambos hijos de profesionales de clase media; habían estudiado en el mismo colegio y en la misma universidad. Pero sus similitudes terminaban ahí. Pues Cornelius era por naturaleza un empresario, amante de los riegos, que había hecho su fortuna con el negocio de las minas en Sudáfrica y Brasil. Frank era abogado de profesión, cauteloso, lento a la hora de tomar decisiones, un hombre fascinado por los detalles.

Cornelius y Frank también diferían en el aspecto físico. Cornelius era alto, corpulento, con una cabeza de cabello plateado que muchos hombres con la mitad de su edad habrían envidiado. Frank era delgado, de estatura mediana, y aparte de un semicírculo de mechones grises, estaba casi completamente calvo.

Cornelius había enviudado tras cuatro décadas de feliz matrimonio. Frank era un soltero empedernido.

Entre las cosas que habían afianzado su amistad se contaba su constante amor al ajedrez. Frank se encontraba con Cornelius en The Willows todos los jueves por la noche para echar una partida, cuyo resultado solía ser tablas.

La noche siempre empezaba con una cena ligera, pero solo se servían un vaso de vino cada uno (los dos hombres se tomaban muy en serio el ajedrez), y cuando la partida terminaba regresaban al salón para regalarse con una copa de coñac y un habano. No obstante, Cornelius estaba a punto aquella noche de romper esa rutina.

– Felicidades -dijo Frank, al tiempo que levantaba la vista del tablero-. Creo que esta vez me has ganado. Estoy seguro de que no tengo escapatoria.

Sonrió, dejó el rey rojo tumbado sobre el tablero, se levantó y estrechó la mano de su viejo amigo.

– Vamos al salón a tomar un coñac y un habano -sugirió Cornelius, como si fuera una idea inédita.

– Gracias -dijo Frank, mientras dejaban el estudio y se dirigían al salón.

Cuando Cornelius pasó junto al retrato de su hijo Daniel, su corazón se detuvo un momento, algo que no había cambiado desde hacía veintitrés años. Si su único hijo hubiera vivido, nunca habría vendido la empresa.

Cuando entraron en el espacioso salón, los dos hombres fueron recibidos por un alegre fuego que ardía en la chimenea, encendido por Pauline, el ama de llaves de Cornelius, tan solo momentos después de haber despejado la mesa donde habían cenado. Pauline también creía en las virtudes de la rutina, pero su vida también estaba a punto de saltar por los aires.

– Tendría que haberte acorralado varios movimientos antes -dijo Cornelius-, pero me pillaste por sorpresa cuando capturaste el caballo reina. Tendría que haberlo previsto -añadió, mientras se acercaba al aparador.

Sobre una bandeja de plata aguardaban dos generosos coñacs y dos Monte Cristo. Cornelius cogió el cortapuros y lo pasó a su amigo. Después, encendió una cerilla, se inclinó y miró a Frank mientras este tiraba del puro, hasta convencerse de que estaba bien encendido. Después, él también se adhirió a la misma rutina, antes de hundirse en su sofá favorito junto al fuego.

Frank alzó la copa.

– Bien jugado, Cornelius -dijo, insinuando una pequeña reverencia, aunque su anfitrión hubiera sido el primero en reconocer que, después de tantos años, era su invitado el que sumaba más puntos.

Cornelius permitió que Frank aspirara unas cuantas bocanadas de humo más antes de destrozar su velada. ¿Para qué darse prisa? Al fin y al cabo, hacía varias semanas que estaba preparando este momento, y no quería compartir el secreto con su amigo de toda la vida hasta que todo estuviera atado y bien atado.

Ambos permanecieron un rato en silencio, relajados en la mutua compañía. Por fin, Cornelius dejó su coñac en una mesilla auxiliar.

– Frank, hace más de cincuenta años que somos amigos. Igual de importante es que, como consejero legal, has demostrado ser un abogado astuto. De hecho, desde la prematura muerte de Millicent no hay nadie en quien confíe más.

Frank continuó dando bocanadas a su puro sin interrumpir a su amigo. A juzgar por la expresión de su cara, era consciente de que el cumplido no era otra cosa que un gambito de apertura. Sospechó que debería esperar un rato antes de que Cornelius revelara su siguiente movimiento.

– Cuando fundé la empresa, hace unos treinta años, fuiste tú el responsable de redactar las escrituras, y no creo que haya firmado un documento legal desde ese día que no haya pasado por tu escritorio, algo que ha sido, sin la menor duda, un factor fundamental de mi éxito.

– Es muy generoso por tu parte decir eso -dijo Frank, antes de tomar otro sorbo de coñac-, pero la verdad es que siempre fueron tu originalidad y carácter emprendedor los que hicieron posible el avance imparable de la empresa. Dones que los dioses decidieron no otorgarme, dejándome con la única elección de ser un simple funcionario.

– Siempre has subestimado tu contribución al éxito de la empresa, Frank, pero no me cabe la menor duda del papel que has tenido durante todos estos años.

– ¿Adonde quieres ir a parar? -preguntó Frank con una sonrisa.

– Paciencia, amigo mío -dijo Cornelius-. Aún he de hacer algunos movimientos antes de revelar la estratagema que tengo en mente. -Se reclinó en la butaca y dio una larga calada a su puro-. Como sabes, cuando vendí la empresa hace unos cuatro años, mi intención era tomarme el primer descanso desde hacía años. Había prometido a Millie que la llevaría a unas largas vacaciones por India y el Extremo Oriente -hizo una pausa-, pero no pudo ser.

Frank asintió.

– Su muerte sirvió para recordarme que yo también soy mortal, y que tal vez no me queden muchos años de vida.

– No, no, amigo mío -protestó Frank-. Aún te quedan un montón de años por delante.