Retuvo mi mano mientras atravesábamos la campiña inglesa. En cuanto estuvimos en Francia (siempre me irrita que los trenes aceleren en el lado francés), me incliné y la besé por primera vez.
Habló de su trabajo en Nueva York, las exposiciones que eran «obligatorias», y me dio un adelanto de lo que podía esperar cuando visitáramos la exposición de Picasso.
– El retrato a lápiz de su padre sentado en una silla, que dibujó cuando solo tenía dieciséis años, fue un presagio de todo lo que se avecinaba.
Continuó hablando de Picasso y su obra con una pasión que no se obtenía leyendo simplemente un libro sobre el tema. Cuando el tren entró en la Gare du Nord, cogí las dos maletas y salté a toda prisa para estar entre los primeros en la cola de taxis.
Susie pasó casi todo el trayecto hacia el hotel mirando por la ventanilla del taxi, como una colegiala en su primera visita al extranjero. Recuerdo que lo consideré muy extraño, en alguien que había viajado a lo largo y ancho del mundo.
Cuando el taxi dobló por la entrada del Hotel du Coeur, le dije que era el tipo de lugar del que me gustaría ser dueño, confortable pero sin pretensiones, y que además ofrecía un nivel de servicios que los anglosajones estaban muy lejos de alcanzar.
– Y el propietario, Albert, es un encanto.
– Tengo muchas ganas de conocerle -dijo, mientras el taxi se detenía ante la puerta.
Albert nos estaba esperando en la escalera para darnos la bienvenida. Sabía que lo haría, pues yo le habría recibido del mismo modo si hubiera ido a Londres acompañado de una bella mujer para pasar el fin de semana.
– Le hemos reservado su habitación de siempre, señor Romanelli -dijo, y me dio la impresión de que quería guiñarme un ojo.
Susie se adelantó, miró a Albert y dijo:
– ¿Dónde estará mi habitación?
El hombre sonrió, sin pestañear.
– Hay una habitación contigua que sin duda le irá como anillo al dedo, señora.
– Es usted muy considerado, Albert -dijo Susie-, pero preferiría una habitación en otro piso.
Esta vez, pilló a Albert por sorpresa, aunque se recuperó al instante, buscó el libro de reservas y estudió las entradas unos momentos.
– Veo que tenemos una habitación libre que da al parque, en el piso situado bajo la habitación del señor Romanelli.
Chasqueó los dedos y entregó dos llaves a un botones que esperaba cerca.
– Habitación 574 para la señora, y la suite Napoleón para el señor.
El botones mantuvo abierto el ascensor para que pasáramos, y en cuanto estuvimos dentro oprimió los botones 5 y 6. Cuando las puertas se abrieron en el quinto piso, Susie dijo con una sonrisa:
– ¿Nos encontramos en el vestíbulo un poco antes de las ocho?
Asentí, como mi madre nunca me había dicho que hiciera en tales circunstancias.
Una vez deshecha la maleta, tomé una ducha y me derrumbé sobre la innecesaria cama doble. Encendí el televisor y me decanté por una película francesa en blanco y negro. El argumento me absorbió tanto que a las ocho menos diez aún no me había vestido, cuando estaba a punto de descubrir quién había ahogado a la mujer en el baño.
Maldije, me vestí a toda prisa, sin ni siquiera echar un vistazo a mi apariencia en el espejo, y salí corriendo, preguntándome todavía quién podía ser el asesino. Entré en el ascensor y maldije de nuevo cuando las puertas se abrieron en la planta baja, porque Susie ya me estaba esperando en el vestíbulo.
Tuve que admitir que, con aquel vestido negro largo, con un elegante corte en el costado que dejaba al descubierto el muslo a cada paso que daba, casi estaba dispuesto a perdonarla.
En el taxi, camino del restaurante, se apresuró a decirme lo agradable que era su habitación y lo atento que era el personal.
Durante la cena (debo confesar que la comida era sensacional), habló sobre su trabajo en Nueva York, y se preguntó si alguna vez volvería a Londres. Intenté mostrarme interesado.
Después de que yo pagara la cuenta, cogió mi brazo y sugirió que, como hacía una noche tan agradable y había comido demasiado, tal vez deberíamos volver andando al hotel. Apretó mi mano, y empecé a preguntarme si tal vez…
No soltó mi mano durante todo el trayecto de vuelta al hotel. Cuando entramos en el vestíbulo, el botones se precipitó hacia el ascensor y mantuvo abiertas las puertas.
– ¿Qué piso, por favor?
– Quinto -dijo Susie con firmeza.
– Sexto -dije a regañadientes.
Susie se volvió y me besó en la mejilla, justo cuando la puerta se abría.
– Ha sido un día memorable -dijo, y se marchó.
Para mí también, quise decir, pero me callé. Permanecí despierto en mi habitación, intentando dilucidar qué pasaba. Comprendía que debía ser un peón en una partida mucho más importante. ¿Sería un alfil o un caballo quien me echaría del tablero al final?
No recuerdo cuánto tiempo pasó antes de que me durmiera, pero cuando desperté pocos minutos antes de las seis, salté de la cama y me alegró ver que ya habían pasado por debajo de la puerta Le Fígaro. Lo devoré desde la primera página hasta la última, y me enteré de los últimos escándalos franceses (ninguno sexual, debería añadir), y luego lo dejé para ir a ducharme.
Bajé a eso de las ocho y encontré a Susie sentada en una esquina del salón de desayunos, bebiendo un zumo de naranja. Estaba arrebatadora, y aunque yo no era la víctima elegida, estaba más decidido que nunca a descubrir quién era.
Me senté delante de ella, y como ninguno de los dos habló, los demás huéspedes debieron suponer que llevábamos años casados.
– Espero que hayas dormido bien -probé por fin.
– Sí, gracias, Tony -contestó-. ¿Y tú? -preguntó con aire inocente.
Se me ocurrieron cientos de respuestas, pero sabía que si optaba por alguna de ellas, nunca averiguaría la verdad.
– ¿A qué hora quieres ir a ver la exposición? -pregunté.
– A las diez -dijo con firmeza, y luego añadió-: Si te va bien.
– Me va perfecto -contesté, al tiempo que consultaba mi reloj-. Encargaré un taxi para las nueve y media.
– Nos encontraremos en el vestíbulo -dijo, y cada vez parecíamos más una pareja casada.
Después de desayunar, volví a mi habitación, empecé a hacer la maleta y telefoneé a Albert para decirle que no íbamos a quedarnos otra noche.
– Lo siento mucho, monsieur -contestó-. Espero que no haya sido…
– No, Albert, no ha sido culpa tuya, eso te lo puedo asegurar. Si alguna vez descubro de quién ha sido, te lo comunicaré. Por cierto, necesitaremos un taxi a eso de las nueve y media para ir al Musée d'Orsay.
– Por supuesto, Tony.
No les aburriré con la conversación mundana que tuvo lugar en el taxi, entre el hotel y el museo, porque haría falta un escritor mucho más hábil que yo para retener su atención. Sin embargo, sería muy poco elegante por mi parte dejar de admitir que los cuadros de Picasso bien valieron el viaje. Y debería añadir que los comentarios de Susie consiguieron que nos siguiera una pequeña multitud.
– El lápiz -dijo- es la más cruel de las herramientas de un artista, porque no deja nada al azar.
Se detuvo ante el dibujo que Picasso había hecho de su padre sentado en una silla. Me quedé hechizado, incapaz de moverme durante un rato.
– Lo más destacable de este retrato -dijo Susie- es que Picasso lo dibujó a la edad de dieciséis años. Ya estaba claro que los temas convencionales le aburrirían mucho antes de abandonar la escuela de arte. Cuando su padre lo vio, y también era un artista… -Susie no terminó la frase. Agarró mi mano de repente y me miró a los ojos-. Eres una compañía deliciosa, Tony -dijo. Se inclinó hacia adelante como si fuera a besarme.