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Estaba a punto de decir: «¿Qué demonios estás tramando?», cuando le vi por el rabillo del ojo.

– Jaque -dije.

– ¿Qué quiere decir «jaque»? -preguntó.

– El caballo ha cruzado el tablero, o para ser más preciso, el Canal, y tengo la sensación de que está a punto de entrar en juego.

– ¿De qué estás hablando, Tony?

– Creo que sabes muy bien de qué estoy hablando -contesté.

– Qué coincidencia -dijo una voz detrás de ella.

Susie giró en redondo y fingió una sorpresa convincente cuando vio a Richard.

– Qué coincidencia -repetí yo.

– ¿No te parece una exposición maravillosa? -preguntó Susie, sin hacer caso de mi sarcasmo.

– Ya lo creo -dijo Rachel, a la que evidentemente no habían informado de que, al igual que yo, no era más que un peón en aquella partida particular, y que estaba a punto de ser comida por la reina.

– Bien, ahora que nos volvemos a encontrar, ¿por qué no vamos todos a comer? -sugirió Richard.

– Temo que ya hemos hecho otros planes -dijo Susie, al tiempo que cogía mi mano.

– Oh, nada que no pueda arreglarse, querida -dije, con la esperanza de que me dejaran permanecer en el tablero un rato más.

– Pero no encontraremos una mesa en un restaurante mínimamente decente a esta hora -insistió Susie.

– No creo que haya ningún problema -le aseguré con una sonrisa-. Conozco un pequeño bistró donde seremos bienvenidos.

Susie frunció el ceño cuando yo burlé el jaque, y se negó a hablar conmigo mientras salíamos del museo y paseábamos juntos por la orilla izquierda del Sena. Empecé a hablar con Rachel. Al fin y al cabo, pensé, solidaridad entre peones.

Jacques alzó los brazos al cielo, en señal de desesperación gala, cuando me vio en la puerta.

– ¿Cuántos, señor Tony? -preguntó, con un suspiro de resignación en la voz.

– Cuatro -le dije con una sonrisa.

Resultó ser la única comida de aquel fin de semana que disfruté de verdad. Pasé casi todo el rato hablando con Rachel, una chica bastante agradable, aunque en una línea diferente a la de Susie. No tenía ni idea de qué estaba pasando al otro lado del tablero, donde la reina negra estaba a punto de comerse a su caballero blanco. Era un placer contemplar a la dama en plena acción.

Mientras Rachel hablaba conmigo, yo me esforzaba por escuchar la conversación que se desarrollaba al otro lado de la mesa, pero solo pude captar algunas frases dispersas.

«¿Cuándo esperas volver a Nueva York…?»

«Sí, planeé este viaje a París hace semanas…»

«Ah, irás a Ginebra solo…»

«Sí, me lo pasé bien en la fiesta de los Keswick…»

«Conocí a Tony en París. Sí, otra coincidencia, apenas le conozco…»

Muy cierto, pensé. De hecho, me gustó tanto su actuación que no me supo mal acabar pagando la cuenta.

Después de despedirnos, Susie y yo volvimos paseando junto al Sena, pero no cogidos de la mano. Esperé hasta estar seguro de que Richard y Rachel se habían perdido de vista para detenerme e interrogarla. Para ser justo, su aspecto era de lo más culpable mientras esperaba mi sermón.

– Ayer te pregunté, también después de comer: «Si pudieras hacer cualquier cosa en el mundo en este momento, ¿cuál sería?». ¿Qué contestarías esta vez?

Susie pareció insegura por primera vez aquel fin de semana.

– Ten la seguridad -añadí, con la vista clavada en aquellos ojos azules- de que nada de lo que digas me sorprenderá u ofenderá.

– Me gustaría volver al hotel, hacer las maletas y salir hacia el aeropuerto.

– Así se hará -dije, y paré un taxi.

Susie no habló durante el trayecto de vuelta al hotel, y en cuanto llegamos, desapareció escaleras arriba, mientras yo pagaba la cuenta y preguntaba si podían bajar mis maletas, que ya estaban preparadas.

Incluso entonces, tuve que admitir que cuando salió del ascensor y me sonrió, casi deseé que mi nombre fuera Richard.

Ante la sorpresa de Susie, la acompañé al Charles de Gaulle, y expliqué que regresaría a Londres en el primer vuelo disponible. Nos dijimos adiós bajo el panel de salidas con un abrazo, una especie de «Tal vez volveremos a encontrarnos, pero entonces tal vez no nos abrazaremos».

Me despedí agitando la mano y me alejé, pero no pude resistir la tentación de averiguar a qué mostrador de líneas aéreas se dirigía Susie.

Se puso en la cola de Swissair. Sonreí y me encaminé hacia el mostrador de British Airways.

Han pasado seis años desde aquel fin de semana en París, y no me encontré con Susie en todo ese tiempo, aunque su nombre surgía de vez en cuando en alguna fiesta.

Descubrí que había sido nombrada editora de Art Nouveau, y se había casado con un inglés llamado Ian, que se dedicaba a la publicidad deportiva. Por despecho, dijo alguien, después de una relación con un banquero norteamericano.

Dos años después, me contaron que había tenido un hijo, seguido de una hija, pero nadie parecía saber cómo se llamaban. Y por fin, hace un año, me enteré de su divorcio por las columnas de chismorreo.

Y después, sin previo aviso, Susie llamó por sorpresa un día y propuso que nos encontráramos para tomar una copa juntos. Cuando escogió el lugar, comprendí que no había perdido el temple. Me oí decir sí, y me pregunté si la reconocería.

Cuando la vi subir la escalera de la Tate, me di cuenta de que solo había olvidado lo guapa que era. En todo caso, era aún más cautivadora que antes.

Llevábamos solo unos minutos en la galería, cuando recordé el placer que me proporcionaba escucharla hablar sobre el tema que elegía. Nunca había acabado de gustarme Damien Hirst, y había aceptado hacía muy poco que Warhol y Lichtenstein eran algo más que dibujantes, pero abandoné la exposición con un nuevo respeto por su obra.

Supongo que no habría debido sorprenderme que Susie hubiera reservado una mesa en el restaurante de la Tate, ni que en ningún momento se refiriera a nuestro fin de semana en París, hasta que, mientras tomábamos café, dijo:

– Si pudieras hacer cualquier cosa en el mundo ahora mismo, ¿cuál sería?

– Pasar el fin de semana en París contigo -reí.

– Pues hagámoslo -dijo-. Hay una exposición de Hockney en el Centre Pompidou que ha recibido críticas muy elogiosas, y conozco un hotel pequeño pero sin pretensiones al que no voy desde hace años, para no hablar de un restaurante que se enorgullece de no aparecer en ninguna guía turística.

Siempre he considerado indigno de un hombre hablar de una dama como si fuera un simple trofeo o conquista, pero debo confesar que, el lunes siguiente por la mañana, mientras veía desaparecer a Susie por la puerta de salidas para coger su vuelo de vuelta a Nueva York, pensé que había valido la pena esperar años.

Nunca me ha vuelto a llamar desde entonces.

ALGO A CAMBIO DE NADA

Jake empezó a marcar el número con parsimonia, como había hecho cada tarde a las seis en punto desde el día en que su padre falleciera. Se dispuso a escuchar durante los siguientes quince minutos lo que su madre había hecho aquel día.

Llevaba una vida tan monacal y ordenada que casi nunca tenía algo interesante que contarle. Y los sábados, menos aún. Tomaba café cada mañana con su más antigua amiga, Molly Schultz, y algunos días lo prolongaba hasta la hora de comer. Los lunes, miércoles y viernes jugaba al bridge con los Zacchari, que vivían al otro lado de la calle. Los martes y los jueves iba a ver a su hermana Nancy, que al menos le proporcionaba algo sobre lo que quejarse cuando su hijo llamaba por las tardes.

Los sábados, descansaba de su rigurosa semana. Su única actividad extenuante era comprar la voluminosa edición dominical del Times justo después de comer, una extraña tradición de Nueva York, lo cual le proporcionaba la oportunidad de informar a su hijo sobre qué artículos debía leer al día siguiente.