Para Jake, la conversación de cada tarde consistía en algunas preguntas adecuadas, en función del día. Lunes, miércoles y viernes: ¿cómo ha ido el bridge? ¿Cuánto has ganado/perdido? Los martes y los jueves: ¿cómo está tía Nancy? ¿De veras? ¿Tan mal? Los sábados: ¿algo interesante en el Times que deba mirar mañana?
Los lectores observadores habrán caído en la cuenta de que todas las semanas tienen siete días, y querrán saber qué hacía los domingos la madre de Jake. Los domingos siempre se reunía con su familia para comer, de modo que aquella tarde no hacía falta telefonearla.
Jake marcó la última cifra del número de su madre y esperó a que descolgara el teléfono. Ya estaba preparado para saber qué debía leer mañana en el New York Times. Por lo general, la mujer tardaba dos o tres timbrazos en contestar al teléfono, el tiempo que le hacía falta para desplazarse desde la butaca situada junto a la ventana al teléfono que estaba al otro lado de la sala. Cuando el teléfono sonó cuatro, cinco, seis, siete veces, Jake empezó a preguntarse si habría salido. Pero eso no era posible. Nunca salía después de las seis de la tarde, fuera verano o invierno. Se ceñía a una rutina tan regular que habría conseguido arrancar una sonrisa a un sargento de marines.
Por fin, oyó un clic. Estaba a punto de decir «Hola, mamá, soy Jake», cuando oyó una voz que no era la de su madre, y que había sorprendido además en mitad de su conversación. Pensando que era un cruce, estaba a punto de colgar cuando la voz dijo:
– Dentro habrá cien mil dólares para ti. Todo lo que has de hacer es aparecer y cogerlos. Está en un sobre que te espera en Billy's.
– ¿Dónde está Billy's? -preguntó una nueva voz.
– En la esquina de Oak Street con Randall. Te estarán esperando a eso de las siete.
Jake procuró no respirar mientras anotaba «Oak y Randall» en un bloc que había junto al teléfono.
– ¿Cómo sabrán que el sobre es para mí? -preguntó la segunda voz.
– Tú limítate a pedir un ejemplar del New York Times y paga con un billete de cien dólares. Te devolverá veinticinco centavos, como si le hubieras dado un dólar. De esa forma, si hay alguien más en la tienda, no sospechará. No abras el sobre hasta llegar a un lugar seguro. Hay mucha gente en Nueva York a la que le gustaría meterle mano a cien mil dólares. Hagas lo que hagas, no vuelvas a ponerte en contacto conmigo. Si lo haces, la próxima vez no recibirás un pago.
La línea se cortó.
Jake colgó, tras haber olvidado por completo que debía llamar a su madre.
Se sentó y pensó en lo que debía hacer a continuación… si es que iba a hacer algo. Su esposa Ellen había llevado a los críos al cine, como casi todos los sábados por la tarde, y no les esperaba hasta las nueve. Su cena estaba en el microondas, con una nota diciéndole cuántos minutos tardaba en cocinarse. El siempre añadía un minuto más.
Jake se descubrió pasando las páginas de la guía telefónica, hasta llegar a la B: Bi… Bil… Billy's. Y allí estaba, en el 1127 de Oak Street. Cerró la guía y fue a su estudio, donde registró la librería en busca de un callejero de Nueva York. Lo encontró encajado entre Las memorias de Elizabeth Schwarzkopf y Cómo perder diez kilos cuando pesas veinte de más.
Buscó el índice y encontró enseguida la referencia de Oak Street. Al fin, apoyó el dedo sobre el cuadrado correcto. Calculó que, en el caso de que fuera, tardaría una media hora en llegar al West Side. Consultó su reloj. Las seis y catorce minutos. ¿En qué estaba pensando? No tenía intención de ir a ningún sitio. Para empezar, no tenía cien dólares.
Jake sacó el billetero del bolsillo interior de la chaqueta y contó poco a poco: treinta y siete dólares. Fue a la cocina para examinar la calderilla de Ellen. La caja estaba cerrada con llave, y no recordaba dónde había escondido ella la llave. Sacó un destornillador del cajón que había al lado de la cocina y forzó la caja: otros veintidós dólares. Paseó de un lado a otro de la cocina, intentando pensar. A continuación, se dirigió al dormitorio y registró los bolsillos de todas las chaquetas y pantalones. Otro dólar con setenta y cinco en monedas. Salió del dormitorio y fue a la habitación de su hija. La hucha de Hesther, con la efigie de Snoopy, estaba sobre su tocador. La cogió y se acercó a la cama. Volcó el contenido sobre el cubrecama: seis dólares con setenta y cinco.
Se sentó en el borde de la cama, mientras intentaba concentrarse con desesperación, y entonces recordó el billete de cincuenta dólares que siempre guardaba doblado dentro de su permiso de conducir para emergencias. Sumó todas sus posesiones: ascendían a ciento diecisiete dólares con cincuenta centavos.
Jake consultó su reloj. Eran las seis y veintitrés minutos. Iría a echar un vistazo. Nada más, se dijo.
Cogió su viejo abrigo del armario del vestíbulo y salió del apartamento, sin olvidarse de comprobar que los tres cerrojos de la puerta estuvieran bien cerrados. Apretó el botón del ascensor, pero no se oyó ningún sonido. Averiado de nuevo, pensó Jake, y bajó la escalera a pie. Al otro lado de la calle había un bar al que iba con frecuencia cuando Ellen llevaba a los niños al cine.
El camarero sonrió cuando entró.
– ¿Lo de siempre, Jake? -preguntó, algo sorprendido de verle vestido con un pesado abrigo, cuando solo tenía que cruzar la calle.
– No, gracias -dijo Jake, procurando adoptar un tono distendido-. Quería saber si tienes un billete de cien dólares.
– No estoy seguro -contestó el camarero. Rebuscó en una pila de billetes, y después se volvió hacia Jake-. Estás de suerte. El único.
Jake le entregó el billete de cincuenta, uno de veinte y las monedas, y recibió a cambio un billete de cien. Dobló el billete en cuatro con mucho cuidado, lo guardó en el billetero y devolvió este al bolsillo interior de la chaqueta. Después, salió a la calle.
Deambuló con parsimonia hacia el oeste durante dos manzanas, hasta que llegó a una parada de autobús. Tal vez llegaría demasiado tarde, y el problema se solucionaría por sí solo, pensó. Un autobús paró en el bordillo. Jake subió los peldaños, pagó el billete y se sentó casi al final, todavía sin saber muy bien qué pensaba hacer cuando llegara al West Side.
Estaba tan abismado en sus pensamientos que se pasó de parada y tuvo que volver caminado casi un kilómetro hasta Oak Street. Miró la numeración. Faltaban otras tres o cuatro manzanas para el cruce de Oak Street con Randall.
A medida que se acercaba, descubrió que aminoraba la velocidad a cada paso. Pero de pronto, lo vio en la siguiente esquina, a mitad de una farola: un letrero blanco y verde que anunciaba RANDALL STREET.
Echó un rápido vistazo a las cuatro esquinas, y después volvió a consultar su reloj. Eran las seis y cuarenta y nueve minutos.
Mientras observaba desde el otro lado de la calle, una o dos personas entraron y salieron de Billy's. El semáforo destelló «Pasen», y se encontró cruzando con los demás peatones.
Consultó su reloj una vez más: las seis y cincuenta y un minutos. Se detuvo ante la puerta de Billy's. Detrás del mostrador había un hombre que estaba amontonando periódicos. Llevaba una camiseta negra y vaqueros, debía tener unos cuarenta años, un poco menos de metro ochenta, con unos hombros que solo podía haber conseguido a base de unas cuantas horas a la semana en un gimnasio.
Un cliente pasó al lado de Jake y pidió un paquete de Marlboro. Mientras el hombre de detrás del mostrador le tendía el cambio, Jake entró y fingió interesarse en las revistas expuestas.
Cuando el cliente dio media vuelta para salir, Jake deslizó la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, sacó la cartera y tocó el borde del billete de cien. En cuanto el cliente salió de la tienda, Jake devolvió la cartera al bolsillo y dejó el billete en la palma de la mano.