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El hombre de detrás del mostrador esperó impasible, mientras Jake desdoblaba lentamente el billete.

– El Times -se oyó decir Jake, mientras dejaba el billete de cien dólares sobre el mostrador.

El hombre de la camiseta negra contempló el dinero y consultó su reloj. Pareció dudar un momento, y luego buscó debajo del mostrador. Jake se puso tenso al ver el movimiento, hasta que vio aparecer un sobre blanco, largo y grueso. El hombre lo metió entre los pliegues de la sección de negocios del periódico, y después lo entregó a Jake, siempre impasible. Cogió el billete de cien dólares, marcó setenta y cinco centavos en la caja registradora y devolvió a Jake veinticinco centavos de cambio. Jake se volvió y salió a toda prisa de la tienda, y casi estuvo a punto de derribar a un hombrecillo que parecía tan nervioso como él.

Jake empezó a correr por Oak Street, y de vez en cuando miraba hacia atrás para ver si le seguían. Vio que un taxi se dirigía hacia él y lo paró enseguida.

– Al East Side -dijo en cuanto subió.

Mientras el conductor se zambullía en el tráfico, Jake sacó el sobre del abultado periódico y lo trasladó a un bolsillo interior. Notó que el corazón golpeaba contra su pecho. Dedicó los siguientes quince minutos a mirar angustiado por la ventanilla trasera del taxi.

Cuando divisó una entrada de metro a su derecha, dijo al taxista que parara en el bordillo. Le dio diez dólares, y sin esperar el cambio, saltó del taxi y bajó a toda prisa la escalera del metro, para emerger al cabo de unos segundos al otro lado de la calle. Después, paró a otro taxi que iba en dirección contraria. Esta vez, dio al conductor la dirección de su casa. Se felicitó por este pequeño subterfugio, que había visto realizar a Gene Hackman en «La película de la semana».

Jake, nervioso, tocó el bolsillo interior para asegurarse de que el sobre seguía en su sitio. Convencido de que nadie le había seguido, ya no se molestó en mirar por la ventanilla trasera del taxi. Estuvo tentado de echar un vistazo al interior del sobre, pero habría tiempo suficiente para eso cuando estuviera a salvo en su apartamento. Consultó su reloj: las siete y veintiún minutos. Ellen y los niños tardarían en llegar del cine otra media hora, como mínimo.

– Déjeme unos cincuenta metros más adelante, a la izquierda -dijo Jake, contento de encontrarse en territorio conocido.

Echó un último vistazo por la ventanilla posterior cuando el taxi paró en el bordillo, delante del bloque de apartamentos. No se veía tráfico cercano. Pagó al conductor con las monedas que había sacado de la hucha de su hija, salió y entró con la mayor calma posible en el edificio.

Una vez dentro, atravesó corriendo el vestíbulo y golpeó el botón del ascensor con la palma de la mano. Aún no funcionaba. Maldijo y empezó a subir los siete tramos de escalera que conducían a su apartamento, más despacio en cada piso, hasta que por fin se detuvo. Sin aliento, abrió los tres cerrojos, casi se derrumbó en el interior y cerró la puerta con celeridad. Se apoyó contra la pared mientras recuperaba el aliento.

Estaba sacando el sobre de su bolsillo interior cuando sonó el teléfono. Su primera idea fue que le habían seguido y querían que les devolviera su dinero. Contempló el teléfono un momento, y después descolgó con movimientos nerviosos.

– Hola, Jake, ¿eres tú?

Entonces, se acordó.

– Sí, mamá.

– No me has llamado a las seis -dijo la anciana.

– Lo siento, mamá. Lo hice, pero…

Decidió que no debía decirle por qué no había insistido por segunda vez.

– He estado llamándote toda esta última hora. ¿Has salido o qué?

– Solo al bar de enfrente. A veces voy a tomar una copa cuando Ellen lleva a los chicos al cine.

Dejó el sobre junto al teléfono, desesperado por sacársela de encima, pero consciente de que debería padecer la acostumbrada rutina de los sábados.

– ¿Algo interesante en el Times, mamá? -se oyó preguntar, con excesiva rapidez.

– No mucho -contestó la mujer-. Parece seguro que Hillary conseguirá la nominación demócrata para el Senado, pero aun así voy a votar a Giuliani.

«Siempre lo he hecho, y siempre lo haré», dijo Jake sin emitir ningún sonido, repitiendo el acostumbrado comentario de su madre sobre el alcalde. Cogió el sobre y lo apretó, para saber cuál era el tacto de cien mil dólares.

– ¿Algo más, mamá? -preguntó, intentando que continuara.

– Hay un reportaje en la sección de estilo sobre las viudas que redescubren el sexo a los setenta años. En cuanto sus maridos están bien enterrados en sus tumbas, parece que siguen la terapia de sustitución hormonal y vuelven a la vieja rutina. Citan a una que dice: «No intento tanto recuperar el tiempo perdido como atraparlo».

Mientras escuchaba, Jake empezó a abrir una esquina del sobre.

– Lo probaría -estaba diciendo su madre-, pero no puedo permitirme el lifting facial que parece una parte esencial del asunto.

– Mamá, creo que oigo a Ellen y los chicos en la puerta, de modo que te dejo. Nos veremos mañana a la hora de comer.

– Pero aún no te he hablado de un artículo fascinante que hay en la sección de negocios.

– Te escucho -dijo Jake, distraído, mientras empezaba a abrir poco a poco el sobre.

– Es un reportaje sobre una nueva estafa que se ha puesto de moda en Manhattan. Ya no sé qué se les ocurrirá la próxima vez.

El sobre estaba a medio abrir.

– Por lo visto, una banda ha descubierto una nueva forma de pinchar tu teléfono mientras estás marcando otro número…

Unos centímetros más y Jake podría ir sacando lentamente el contenido del sobre.

– Cuando marcas, crees que hay un cruce.

Jake sacó el dedo del sobre y empezó a escuchar con más atención.

– Después, te tienden una trampa, y te hacen creer que estás oyendo una conversación auténtica.

La frente de Jake empezó a perlarse de sudor, mientras contemplaba el sobre casi abierto.

– Te inducen a pensar que si viajas al otro extremo de la ciudad y entregas un billete de cien dólares, recibirás a cambio un sobre que contiene cien mil dólares.

Jake se sintió enfermo cuando pensó en la alegría con que se había desprendido de sus cien dólares, en la facilidad con que había caído en la trampa.

– Usan estancos y quioscos para llevar a cabo la estafa -continuó su madre.

– ¿Y qué hay en el sobre?

– Eso sí que es realmente ingenioso -dijo su madre-. Ponen un pequeño folleto que da consejos sobre cómo ganar cien mil dólares. Y ni siquiera es ilegal, porque el precio que pone en la cubierta son cien dólares. Tienes que dárselos.

«Ya lo he hecho, mamá», quiso decir Jake, pero colgó el teléfono y contempló el sobre. El timbre de la puerta empezó a sonar. Ellen y los chicos debían haber regresado del cine, y ella habría vuelto a olvidar la llave.

El timbre sonó por segunda vez.

– ¡Ya voy, ya voy! -gritó Jake.

Cogió el sobre, decidido a no dejar ningún rastro de su embarazosa existencia. Mientras el timbre sonaba por tercera vez, entró corriendo en la cocina, abrió el incinerador y tiró el sobre por el conducto.

El timbre continuaba sonando. Esta vez, el que llamaba no se molestó en apartar el dedo del timbre.

Jake corrió a la puerta. La abrió y descubrió a tres hombres muy corpulentos en el pasillo. El que llevaba la camiseta negra saltó sobre él y apoyó una navaja en su garganta, mientras los otros dos inmovilizaban sus brazos. La puerta se cerró con estrépito detrás de ellos.

– ¿Dónde está? -aulló Camiseta, apretando el cuchillo contra la garganta de Jake.