– ¿Dónde está qué? -jadeó Jake-. No sé de qué está hablando.
– No juegues con nosotros -gritó el segundo hombre-. Queremos nuestros cien mil dólares.
– Pero si no había dinero en el sobre, solo un libro. Lo tiré por el conducto del incinerador. Si se callan un momento, podrán oírlo.
El hombre de la camiseta negra ladeó la cabeza, mientras los otros dos callaban. En la cocina se oían unos crujidos.
– Muy bien, pues tú seguirás el mismo camino -dijo el hombre del cuchillo.
Asintió, y sus dos cómplices levantaron a Jake como un saco de patatas y lo cargaron hasta la cocina.
Justo cuando la cabeza de Jake estaba a punto de desaparecer en el conducto del incinerador, el teléfono y el timbre de la puerta empezaron a sonar al mismo tiempo…
UN ESFUERZO MALOGRADO
Todo empezó de una forma bastante inocente, cuando Henry Pascoe, primer secretario del Alto Comisionado británico para Aranga, recibió una llamada de Bill Paterson, el director del Barclays Bank. Fue un viernes a última hora de la tarde, y Henry supuso que Bill llamaba para proponer una partida de golf el sábado por la mañana, o tal vez una invitación para comer con él y su esposa Sue el domingo. Pero en cuanto oyó la voz al otro extremo de la línea, supo que la llamada era de naturaleza oficial.
– Cuando vengas a comprobar la cuenta de la Alta Comisión el lunes, descubrirás que vuestro crédito es más cuantioso de lo habitual.
– ¿Algún motivo en particular? -preguntó Henry, con su tono más formal.
– Muy sencillo, viejo amigo -dijo el director del banco-. El tipo de cambio ha revertido en vuestro favor de la noche a la mañana. Siempre lo hace cuando hay rumores de golpe de estado -añadió con indiferencia-. Llámame con toda libertad el lunes, si tienes alguna duda.
Henry no se molestó en preguntar a Bill si le apetecía jugar una partida de golf al día siguiente.
Fue la primera experiencia de Henry en lo tocante a golpes de estado rumoreados, y el tipo de cambio no fue lo único que contribuyó a un pésimo fin de semana. El viernes por la noche, el jefe del estado, el general Olangi, apareció en la televisión vestido de uniforme para advertir a los buenos ciudadanos de Aranga de que, debido a cierto malestar entre un pequeño grupo de disidentes del ejército, se había demostrado necesario imponer un toque de queda en la isla, pero confiaba en que no se prolongaría más de unos pocos días.
El sábado por la mañana, Henry sintonizó el Servicio Mundial de la BBC para averiguar qué estaba sucediendo en realidad en Aranga. El corresponsal de la BBC, Roger Parnell, siempre estaba mejor informado que la televisión y las emisoras de radio locales, que se limitaban a transmitir una advertencia a los ciudadanos de la isla cada pocos minutos, en el sentido de que no debían haraganear por las calles de día, porque si lo hacían serían detenidos. Y si eran lo bastante idiotas como para hacerlo de noche, serían fusilados.
Eso puso punto final a cualquier partida de golf el sábado, o la comida con Bill y Sue el domingo. Henry pasó un tranquilo fin de semana leyendo, contestando las cartas recibidas de Inglaterra y que dormían el sueño de los justos, liberando la nevera de comida caducada, y limpiando por fin aquellos rincones de su apartamento de soltero que la criada siempre parecía pasar por alto.
El lunes por la mañana dio la impresión de que el jefe del estado continuaba sano y salvo en su palacio. La BBC informó de que varios oficiales jóvenes habían sido arrestados, y se rumoreaba que uno o dos habían sido ejecutados. El general Olangi volvió a aparecer en la televisión para anunciar que el toque de queda se había levantado.
Cuando Henry llegó a su despacho aquella mañana, descubrió que Shirley, su secretaria (que había experimentado varios golpes de estado), ya había abierto el correo y lo había dejado sobre su escritorio. Había una pila clasificada «Urgente, se requiere intervención», una segunda pila más grande clasificada «Para considerar», y una tercera, la mayor de todas, clasificada «Mirar y tirar».
El itinerario de la inminente visita del subsecretario de estado británico de Asuntos Exteriores estaba encima de la pila de «Urgente, se requiere intervención», aunque el ministro solo visitaba St. George, la capital de Aranga, porque era una escala muy conveniente para repostar en su desplazamiento de vuelta a Londres, después de un viaje a Yakarta. Pocas personas se tomaban la molestia de visitar el diminuto protectorado de Aranga, a menos que les viniera de paso.
Este ministro en particular, el señor Will Whiting, conocido en Asuntos Exteriores como Will el Tonto, iba a ser sustituido, aseguraba el Times a sus lectores, en la siguiente remodelación del gabinete por alguien que sabía escribir sin separar las letras. No obstante, pensó Henry, como Whiting pernoctaba en la residencia del Alto Comisionado, esta sería su oportunidad de arrancar una decisión al ministro sobre el proyecto de la piscina. Henry estaba empeñado en empezar a trabajar en la nueva piscina, que tanto necesitaban los niños nativos. Había subrayado, en un largo informe a Asuntos Exteriores, que habían prometido el visto bueno cuando la princesa Margarita había visitado la isla cuatro años antes para colocar la primera piedra, pero temía que el proyecto se perdiera en el archivo de «pendientes» de Asuntos Exteriores, a menos que no dejara de machacar al respecto.
En la segunda pila de cartas estaba el estado de cuentas bancario prometido por Bill Paterson, el cual confirmaba que la cuenta externa de la Alta Comisión registraba mil ciento veintitrés koras más de lo que cabía esperar, debido al golpe de estado que nunca había tenido lugar el fin de semana. A Henry le interesaban poco los asuntos financieros del protectorado, pero como primer secretario era su deber contrafirmar cada cheque en nombre del gobierno de Su Majestad.
Solo había otra carta de cierta importancia en la pila de «Para considerar»: una invitación para pronunciar el discurso de respuesta de los invitados en la cena anual del Rotary Club, que se celebraba en noviembre. Cada año, un miembro de rango superior de la Alta Comisión se encargaba de esta tarea. Por lo visto, había llegado el turno de Henry. Rezongó, pero puso una marca en la esquina superior derecha de la carta.
Había las cartas habituales en «Mirar y tirar»: gente que enviaba ofertas gratuitas, circulares e invitaciones para acontecimientos a los que nadie acudía. Ni siquiera se molestó en echarles un vistazo, sino que devolvió su atención a la pila «Urgente», y empezó a examinar el programa del ministro.
27 de agosto
15.30: el señor Will Whiting, subsecretario de estado de Asuntos Exteriores, será recibido en el aeropuerto por el Alto Comisionado, sir David Fleming, y el primer secretario, el señor Henry Pascoe.
16.30: té en la Alta Comisión con el Alto Comisionado y lady Fleming.
18.00: visita al Queen Elizabeth College, donde el ministro entregará los premios de final de curso (se adjunta discurso).
19.00: cóctel en la Alta Comisión. Se calculan unos cien invitados (se adjuntan nombres).
20.00: cena con el general Olangi en los Cuarteles Victoria (se adjunta discurso).
Henry levantó la vista cuando su secretaria entró en el despacho.
– Shirley, ¿cuándo podré enseñar al ministro el emplazamiento de la nueva piscina? -preguntó-. No se menciona en el itinerario.
– He conseguido hacer un hueco de quince minutos mañana por la mañana, cuando el ministro se dirija al aeropuerto.
– Quince minutos para hablar de algo que afectará a las vidas de diez mil niños -dijo Henry, y bajó la vista de nuevo hacia el itinerario del ministro. Volvió la página.
28 de agosto
08.00: desayuno en la Residencia con el Alto Comisionado y principales representantes financieros del país (se adjunta discurso).
09.00: partida hacia el aeropuerto.