10.30: vuelo 0177 de la British Airways a Londres Heathrow.
– Ni siquiera consta en su agenda oficial -gruñó Henry, quien volvió a mirar a su secretaria.
– Lo sé -dijo Shirley-, pero el Alto Comisionado pensó que, como la visita del ministro es tan breve, debía concentrarse en las prioridades más importantes.
– Como el té con la esposa del Alto Comisionado -resopló Henry-. Asegúrate de que se siente a desayunar a tiempo, y de que el párrafo que te dicté el viernes sobre el futuro de la piscina esté incluido en el discurso. -Henry se levantó-. He examinado las cartas y las he marcado. Voy a ir a la ciudad, a ver en qué estado se encuentra el proyecto de la piscina.
– Por cierto -dijo Shirley-, Roger Parnell, el corresponsal de la BBC, acaba de llamar, pues quería saber si el ministro hará alguna declaración oficial cuando visite Aranga.
– Telefonéale y dile que sí, después le envías por fax el discurso que el ministro pronunciará durante el desayuno, y subraya el párrafo sobre la piscina.
Henry abandonó el despacho y subió a su pequeño Austin Mini. El sol caía de plano sobre su techo. Aun con las dos ventanillas bajadas, ya estaba cubierto de sudor cuando tan solo había recorrido unos cientos de metros. Algunos nativos le saludaron cuando reconocieron el Mini y al diplomático de Inglaterra que tan preocupado parecía por su bienestar.
Aparcó el coche al otro lado de la catedral, que habría sido descrita como una iglesia parroquial en Londres, y recorrió a pie los trescientos metros que distaba el emplazamiento de la futura piscina. Maldijo, como siempre que veía la parcela de tierra yerma. Los niños de Aranga contaban con muy pocas instalaciones deportivas: un campo de fútbol de tierra, que se transformaba en campo de criquet cada primero de mayo; un ayuntamiento que hacía las veces de pista de baloncesto cuando el consistorio no celebraba sesión; más una pista de tenis y un campo de golf en el Britannia Club, del que los nativos no podían ser socios, y donde no se permitía entrar a los niños… a menos que fuera para barrer la pista. En los Cuarteles Victoria, que distaban apenas un kilómetro, el ejército tenía un gimnasio y media docena de pistas de squash, pero solo tenían permiso para utilizarlos los oficiales y sus invitados.
Henry decidió en aquel mismo momento imponerse la misión de que la piscina quedara terminada antes de que Asuntos Exteriores le enviara a otro país. Utilizaría su discurso en el Rotary Club para animar a los miembros a entrar en acción. Debía convencerles de que adoptaran el proyecto de la piscina como la Caridad del Año, y persuadiría a Bill Paterson de que aceptara el cargo de presidente de la Petición. Al fin y al cabo, como director del banco y secretario del Rotary Club, era el candidato idóneo.
Pero antes estaba la visita del ministro. Henry empezó a meditar en los temas que le comentaría, y recordó que solo contaría con quince minutos para convencer al maldito hombre de que presionara a Asuntos Exteriores para recaudar más fondos.
Dio la vuelta para marcharse, y vio a un niño que estaba de pie en el borde del solar, intentando leer las palabras grabadas en la primera piedra: «Piscina de St. George. Esta primera piedra fue colocada por su Alteza Real la princesa Margarita el 12 de septiembre de 1987».
– ¿Esto es una piscina? -preguntó el niño con inocencia.
Henry se repitió las palabras mientras caminaba de vuelta a su coche, y tomó la decisión de incluirlas en su discurso al Rotary Club. Consultó su reloj, y pensó que aún tenía tiempo para pasarse por el Britannia Club, con la esperanza de que Bill Paterson estuviera comiendo allí. Cuando entró en el club, vio a Bill, sentado en su habitual taburete de la barra, leyendo un ejemplar atrasado del Financial Times.
Bill levantó la vista cuando Henry se acercó a la barra.
– ¿No tenías que ocuparte hoy de la visita del ministro?
– Su avión no toma tierra hasta las tres y media -dijo Henry-. He venido porque quería hablar contigo.
– ¿Necesitas algún consejo sobre cómo gastar el excedente conseguido con el tipo de cambio del viernes?
– No. Tendré que recaudar algo más si quiero poner en marcha el proyecto de la piscina.
Henry se fue del club veinte minutos después, tras haber arrancado la promesa a Bill de que presidiría el Comité de Petición, abriría una cuenta en el banco y preguntaría al director de la central de Londres si haría la primera donación.
Camino del aeropuerto, en el Rolls-Royce del Alto Comisionado, Henry refirió a sir David las últimas noticias sobre el proyecto de la piscina. El Alto Comisionado sonrió.
– Bien hecho, Henry -dijo-. Confiemos en que tengas tanta suerte con el ministro como con Bill Paterson.
Los dos hombres aguardaban en la pista del aeropuerto de St. George, con los dos metros de alfombra roja ya colocados, cuando el Boing 727 aterrizó. Como era raro que aterrizara más de un avión diario en St. George, y como solo había una pista, «Aeropuerto Internacional» era, en opinión de Henry, un término desacertado.
El ministro resultó ser un tipo bastante cordial, e insistió en que todos debían llamarle Will. Aseguró a sir David que había esperado con impaciencia el momento de visitar St. Edward.
– St. George, ministro -susurró en su oído el Alto Comisionado.
– Sí, por supuesto, St. George -contestó Will, sin ni siquiera ruborizarse.
En cuanto llegaron a la Alta Comisión, Henry dejó al ministro para que tomara el té con sir David y su esposa, y regresó a su despacho. Aunque el trayecto había sido muy breve, ya estaba convencido de que Will el Tonto no debía tener mucha influencia en Whitehall, pero eso no le impediría interceder por su caso. Al menos, el ministro había leído las notas informativas, porque le dijo que tenía muchas ganas de ver la nueva piscina.
– Aún no está empezada -le recordó Henry.
– Curioso -dijo el ministro-. Creía haber leído en alguna parte que la princesa Margarita la había inaugurado.
– No, solo puso la primera piedra, ministro, pero tal vez todo cambiará cuando el proyecto reciba la bendición de usted.
– Haré lo que pueda -prometió Will-, pero recuerde que nos han aconsejado realizar recortes presupuestarios en los fondos para ultramar.
Durante el cóctel de aquella noche, Henry no pudo decir otra cosa que «Buenas noches, ministro», pues el Alto Comisionado estaba decidido a presentar a Will a todos los invitados en menos de sesenta minutos. Cuando los dos marcharon para cenar con el general Olangi, Henry volvió a su despacho para repasar el discurso que el ministro pronunciaría en el desayuno de la mañana siguiente. Le satisfizo ver que el párrafo redactado por él sobre proyecto de la piscina se conservaba en el bordador final, de modo que constaría oficialmente. Repasó el reparto de asientos, para asegurarse de que le habían colocado junto al director del St. George's Echo. Así, podía estar seguro de que la siguiente edición del periódico destacaría el apoyo del gobierno británico al proyecto de la piscina.
Henry se levantó temprano a la mañana siguiente y estuvo entre los primeros en llegar a la residencia del Alto Comisionado. Aprovechó la oportunidad para informar a la mayoría de hombres de negocios presentes sobre la importancia que el gobierno británico concedía al proyecto de la piscina, y subrayó que el Barclays Bank había accedido a abrir el fondo con una generosa donación.
El ministro llegó al desayuno unos minutos tarde.
– Una llamada de Londres -explicó, de modo que no se sentaron a la mesa hasta las ocho y cuarto.
Henry ocupó su asiento junto al director del periódico local y esperó con impaciencia a que el ministro pronunciara su discurso.
Will se levantó a las ocho y cuarenta y siete minutos. Dedicó los cinco primeros minutos a hablar de las bananas, y dijo a continuación:
– Permítanme asegurarles que el gobierno de Su Majestad no ha olvidado el proyecto de la piscina que fue inaugurado por la princesa Margarita, y confiamos en hacer una declaración sobre sus progresos en un futuro cercano. Me complació saber por boca de sir David -miró a Bill Paterson, que estaba sentado frente a él- que el Rotary Club ha adoptado el proyecto como su Caridad del Año, y varios hombres de negocios locales ya han accedido generosamente a apoyar la causa.