Sus palabras fueron saludadas con una salva de aplausos, instigada por Henry.
Cuando el ministro volvió a sentarse, Henry entregó al director del periódico un sobre que contenía un artículo de mil palabras, junto con varias fotos del solar. Henry estaba convencido de que constituiría la doble página central del St. George's Echo de la semana siguiente.
Henry consultó su reloj cuando el ministro se sentó: las ocho y cincuenta y seis minutos. Muy justo. Cuando Will subió a su habitación, Henry empezó a pasear arriba y abajo del vestíbulo, consultando su reloj a cada minuto que pasaba.
El ministro subió al Rolls-Royce a las nueve y veinticuatro minutos, se volvió hacia Henry y dijo:
– Temo que me veré obligado a declinar el placer de visitar el solar de la piscina. No obstante -prometió-, tenga la seguridad de que leeré su informe en el avión, e informaré al ministro de Asuntos Exteriores en cuanto regrese a Londres.
Cuando el coche pasó a toda velocidad junto a un pedazo de terreno baldío, Henry señaló el solar al ministro. Will miró por la ventanilla.
– Espléndido, magnífico, maravilloso -dijo, pero no se comprometió en ningún momento a gastar ni un penique del gobierno.
– Haré denodados esfuerzos por convencer a los mandarines de Hacienda -fueron sus últimas palabras cuando subió al avión.
Henry no necesitaba que nadie le dijera que los «denodados esfuerzos» de Will no convencerían ni al funcionario más pardillo de Hacienda.
Una semana después, Henry recibió un fax de Asuntos Exteriores, detallando los cambios que el primer ministro había llevado a cabo en su última remodelación ministerial. Habían echado a Will Whiting, y su sustituto era alguien del que Henry nunca había oído hablar.
Henry estaba repasando su discurso al Rotary Club cuando el teléfono sonó. Era Bill Paterson.
– Henry, corren rumores de otro golpe de estado, de modo que me parece más prudente esperar hasta el viernes para cambiar las libras de la Alta Comisión en koras.
– Siempre confío en tu consejo, Bill. El mercado del dinero me sobrepasa. A propósito, ya tengo ganas de que llegue esta noche, cuando por fin contemos con la oportunidad de lanzar el proyecto.
El discurso de Henry fue bien recibido por los rotarianos, pero cuando descubrió el importe de las donaciones que algunos de sus miembros tenían en mente, temió que pasarían años antes de que el proyecto se terminara. Recordó que solo faltaban dieciocho meses para que lo destinaran a un nuevo puesto.
Fue en el coche, camino de su casa, cuando recordó las palabras de Bill en el Britannia Club. Una idea empezó a formarse en su mente.
Henry nunca se había interesado en los pagos trimestrales que el gobierno británico destinaba a la diminuta isla de Aranga. El ministerio de Asuntos Exteriores asignaba cinco millones de libras al año de su fondo de contingencia, y efectuaba cuatro pagos de un millón doscientas cincuenta mil libras, que eran transformadas automáticamente en koras al tipo de cambio en curso. En cuanto Bill Paterson informaba a Henry del tipo de cambio, el jefe de administración de la Alta Comisión se responsabilizaba de todos los pagos de la Comisión durante los siguientes tres meses. Eso estaba a punto de cambiar.
Henry permaneció despierto toda la noche, muy consciente de que carecía de los conocimientos y experiencia necesarios para llevar a cabo un proyecto tan osado, y de que debía adquirir los conocimientos requeridos sin que nadie sospechara lo que estaba tramando.
Cuando se levantó a la mañana siguiente, un plan empezaba a forjarse en su mente. Pasó el fin de semana en la biblioteca local, estudiando viejos ejemplares del Financial Times, y centró su atención en las causas de la fluctuación de tipos de cambio y en si seguían alguna pauta.
Durante los tres meses siguientes, en el club de golf, en las fiestas del Britannia Club, y siempre que se reunía con Bill, fue acumulando más y más información, hasta que al fin se sintió preparado para hacer su primer movimiento.
Cuando Bill llamó el lunes por la mañana para decir que había un pequeño excedente de veintidós mil ciento siete koras en la cuenta, debido a los rumores de un golpe de estado, Henry dio la orden de transferir el dinero a la cuenta de la piscina.
– Por lo general, lo transfiero al Fondo de Contingencia -objetó Bill.
– Hay una nueva directiva de Asuntos Exteriores, K14792 -dijo Henry-. Dice que los excedentes pueden utilizarse ahora en proyectos locales, si han sido aprobados por el ministro.
– Pero al ministro lo cesaron -recordó el director del banco al primer secretario.
– En efecto, pero mis superiores me han informado de que la orden aún se aplica.
De hecho, la directiva K14792 existía, había descubierto Henry, aunque dudaba de que Asuntos Exteriores tuviera piscinas en mente cuando la promulgó.
– Por mí, encantado -dijo Bill-. ¿Quién soy yo para contradecir una directiva de Asuntos Exteriores, sobre todo cuando lo único que he de hacer es transferir dinero de una cuenta de la Alta Comisión a otra, dentro del mismo banco?
El jefe de administración no hizo comentarios sobre ningún dinero extraviado durante la semana siguiente, pues había recibido el mismo número de koras que cabía esperar. Henry dio por sentado que se había salido con la suya.
Como no habría otro pago hasta dentro de tres meses, Henry tenía mucho tiempo para perfeccionar su plan. Durante el siguiente trimestre, algunos hombres de negocios nativos aportaron sus donaciones, pero Henry se dio cuenta enseguida de que, incluso con aquella inyección de dinero, solo podrían empezar a excavar. Tendría que aportar algo mucho más sustancioso si esperaba terminar con algo más que un agujero en el suelo.
Entonces, tuvo una idea en plena noche, pero para que el golpe personal de Henry fuera efectivo, debería calcular muy bien el momento preciso.
Cuando Roger Parnell, el corresponsal de la BBC, hizo su llamada semanal para preguntar si había alguna información, aparte del proyecto de la piscina, Henry preguntó si podía hablar con él de manera extraoficial.
– Por supuesto -dijo el corresponsal-. ¿De qué quieres hablar?
– El gobierno de Su Majestad está algo preocupado porque hace días que no se ve al general Olangi, y corren rumores de que su último chequeo médico descubrió que era seropositivo.
– Santo Dios -exclamó el hombre de la BBC-. ¿Tienes pruebas?
– No puedo afirmarlo -admitió Henry-, pero oí sin querer a su médico personal cuando fue un poco indiscreto con el Alto Comisionado. Aparte de eso, nada.
– Santo Dios -repitió el hombre de la BBC.
– Esto es estrictamente extraoficial, por supuesto. Si se descubriera que he sido yo el propagador del rumor, no podríamos volver a hablar nunca.
– Jamás revelo mis fuentes -le tranquilizó el corresponsal.
El reportaje de aquella noche en el Servicio Mundial fue vago y poco preciso. Sin embargo, al día siguiente, cuando Henry fue a la pista de golf, al Britannia Club y al banco, descubrió que la palabra «sida» estaba en todos los labios. Incluso el Alto Comisionado le preguntó si había oído los rumores.
– Sí, pero no me lo creo -dijo Henry sin sonrojarse.
La kora bajó un cuatro por ciento al día siguiente, y el general Olangi tuvo que aparecer en la televisión para asegurar a su pueblo que los rumores eran falsos, y estaban siendo propagados por sus enemigos. Todo lo que consiguió su aparición en televisión fue informar de los rumores a los pocos que aún no se habían enterado, y como parecía que el general había perdido un poco de peso, la kora bajo un dos por ciento más.