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– Te ha ido bastante bien este mes -dijo Bill a Henry el lunes-. Después de esa falsa alarma sobre el sida de Olangi, pude transferir ciento dieciocho mil koras a la cuenta de la piscina, lo cual significa que mi comité podrá encargar a los arquitectos unos planos más detallados.

– Bien hecho -dijo Henry, cediendo a Bill las alabanzas por su golpe personal.

Colgó el teléfono, consciente de que no podía correr el riesgo de repetir la misma estratagema.

Pese a que los arquitectos trazaron los planos y se instaló una maqueta de la piscina en el despacho del Alto Comisionado, pasaron otros tres meses sin recibir otra cosa que pequeñas donaciones de los hombres de negocios nativos.

En circunstancias normales, Henry no habría visto el fax, pero estaba en el despacho del Alto Comisionado, repasando un discurso que sir David debía pronunciar en la convención anual de plantadores de bananas, cuando la secretaria del Alto Comisionado lo dejó sobre el escritorio. El Alto Comisionado frunció el ceño y apartó el discurso a un lado.

– No ha sido un buen año para las bananas -gruñó.

El ceño siguió fruncido mientras leía el fax. Lo pasó a su primer secretario.

A todas las embajadas y Altas Comisiones: el gobierno ha decidido que Inglaterra dejará de ser miembro del mecanismo de Tipos de Cambio. Se espera un anuncio oficial a última hora de hoy.

– Si las cosas van así, el ministro de Hacienda no acabará el día como tal -comentó sir David-. No obstante, el ministro de Asuntos Exteriores continuará en su puesto, de modo que no es nuestro problema. -Miró a Henry-. De todos modos, sería mejor que no hablaras del asunto durante un par de horas, al menos.

Henry asintió y dejó que el Alto Comisionado siguiera trabajando en su discurso. En cuanto hubo cerrado la puerta del despacho del Alto Comisionado, salió corriendo por el pasillo, la primera vez en dos años. En cuanto llegó a su escritorio, marcó un número que no necesitaba consultar.

– Bill Paterson al habla.

– Bill, ¿cuánto tenemos en el Fondo de Contingencia? -preguntó, como sin darle importancia.

– Concédeme un segundo y te lo diré. ¿Quieres que te llame?

– No, me espero -dijo Henry.

Vio que el segundero de su reloj describía un círculo casi completo antes de que el director del banco le hablara de nuevo.

– Algo más de un millón de libras -dijo Bill-. ¿Por qué lo quieres saber?

– Acabo de recibir instrucciones de Asuntos Exteriores de cambiar de inmediato todo el dinero disponible en marcos, francos suizos y dólares norteamericanos.

– Os cargarán una buena comisión por eso -dijo el director del banco, en un tono mucho más oficial-. Y si el tipo de cambio os fuera desfavorable…

– Soy consciente de las implicaciones -dijo Henry-, pero el telegrama de Londres no me deja otra alternativa.

– Muy bien -dijo Bill-. ¿El Alto Comisionado ha dado su aprobación?

– Acabo de salir de su despacho -dijo Henry.

– En ese caso, será mejor que ponga manos a la obra, ¿verdad?

Henry estuvo sudando veinte minutos en su despacho, pese al aire acondicionado, hasta que Bill volvió a llamar.

– Hemos convertido toda la cantidad en francos suizos, marcos y dólares norteamericanos, tal como dijiste. Te enviaré los detalles por la mañana.

– Sin copias, por favor -pidió Henry-. El Alto Comisionado insistió en que nadie del personal debía verlo.

– Lo comprendo muy bien, amigo mío -dijo Bill.

El ministro de Hacienda anunció la retirada de Inglaterra del mecanismo de Tipos de Cambio desde los escalones del ministerio a las siete y media de la tarde, en cuyo momento todos los bancos de St. George ya habían cerrado.

Henry se puso en contacto con Bill en cuanto los mercados abrieron a la mañana siguiente, y le dio instrucciones para que convirtiera los francos, marcos y dólares en libras esterlinas lo antes posible, y luego le informara del resultado.

Otros veinte minutos de sudores hasta que Bill llamó.

– Tenéis un beneficio de sesenta y cuatro mil trescientas doce libras. Si todas las embajadas del mundo han hecho el mismo ejercicio, el gobierno podrá bajar los impuestos antes de las próximas elecciones.

– Tienes toda la razón -dijo Henry-. Por cierto, ¿podrías convertir el superávit en koras, e ingresarlo en la cuenta de la piscina? Además, Bill, aseguré al Alto Comisionado que no volvería a hablarse más del asunto.

– Te doy mi palabra -contestó el director del banco.

Henry informó al director del St. George's Echo de que seguían llegando contribuciones para la piscina, gracias a la generosidad de los hombres de negocios nativos y de muchos ciudadanos. En verdad, las donaciones exteriores solo alcanzaban la mitad de lo recaudado hasta el momento.

Al cabo de un mes del segundo golpe de Henry, habían seleccionado un contratista de una breve lista de tres, y camiones, rasadoras y excavadoras se dirigieron al solar. Henry lo visitaba todos los días para observar los progresos. Pero no pasó mucho tiempo antes de que Bill le recordara que, a menos que entraran más fondos, no podrían tomar en consideración su idea de un trampolín y casetas para un centenar de niños.

El St. George's Echo no dejaba de recordar a sus lectores el proyecto, pero al cabo de un año, todo el mundo que había podido dar algo ya lo había hecho. El goteo de donaciones se había secado casi por completo, y los ingresos obtenidos de ventas benéficas, rifas y reuniones sociales con fines benéficos eran insignificantes.

Henry empezó a temer que le enviarían a su nuevo puesto antes de que el proyecto estuviera finalizado, y que en cuanto abandonara la isla, Bill y su comité perderían el interés y el trabajo nunca se terminaría.

Henry y Bill visitaron el solar al día siguiente, y vieron un agujero en el suelo de cincuenta por veinte metros, rodeado de maquinaria pesada que llevaba días parada, y que pronto sería trasladada a otro solar.

– Será necesario un milagro para reunir fondos suficientes que permitan finalizar el proyecto, a menos que el gobierno cumpla su promesa por fin -comentó el primer secretario.

– Y el hecho de que la kora se haya mantenido estable durante los seis últimos meses no nos ha ayudado para nada -añadió Bill.

Henry empezó a desesperar.

El lunes siguiente, durante su reunión matinal con el Alto Comisionado, sir David dijo a Henry que tenía buenas noticias.

– No me diga. El gobierno ha cumplido por fin su promesa, y…

– No, nada tan asombroso ni mucho menos -rió sir David-. Pero estás en la lista para el ascenso del año que viene, y es probable que te concedan una Alta Comisión. -Hizo una pausa-. Me han dicho que van a quedar vacantes uno o dos puestos buenos, de modo que cruza los dedos. Por cierto, cuando mañana Carol y yo volvamos a Inglaterra para pasar las vacaciones, procura mantener a Aranga alejado de las primeras planas, es decir, si quieres ir a las Bermudas antes que a las islas Ascensión.

Henry volvió a su despacho y empezó a investigar la prensa matutina con su secretaria. En la pila de «Urgente, se requiere intervención» había una invitación para acompañar al general Olangi a su pueblo natal. Era un rito que el presidente celebraba cada año para demostrar al pueblo que no olvidaba sus raíces. En circunstancias normales, el Alto Comisionado le habría acompañado, pero como estaría en Inglaterra, el primer secretario asistiría en representación suya. Henry se preguntó si sir David lo había organizado a posta.

De la pila de «Para considerar», Henry tuvo que decidir entre acompañar a un grupo de hombres de negocios en una gira de investigación bananera por la isla o dirigirse a la Sociedad Política de St. George sobre el futuro del euro. Puso una marca en la carta de los hombres de negocios y escribió una nota a la Sociedad Política, en la que sugería que el tesorero era la persona idónea para hablar sobre el euro.