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– Puede que tengas razón -dijo Cornelius-, aunque por curioso que parezca, fuiste tú quien me hizo empezar a pensar seriamente en el futuro…

– ¿Yo? -preguntó Frank, con semblante perplejo.

– Sí. ¿No te acuerdas de hace unas semanas, cuando estabas sentado en esa butaca y me comentaste que había llegado el momento en que debía pensar en volver a redactar mi testamento?

– Sí -dijo Frank-, pero solo fue porque en el actual se lo dejas prácticamente todo a Millie.

– Soy consciente de eso -dijo Cornelius-, pero de todos modos me sirvió para concentrar la mente. Todavía me levanto a las seis cada mañana, pero como ya no tengo despacho al que ir, dedico muchas horas a reflexionar sobre cómo distribuir mi riqueza, ahora que Millie ya no puede ser la principal beneficiaría.

Cornelius dio otra larga calada a su habano antes de continuar.

– Durante el último mes he estado pensando en las personas que me rodean (parientes, amigos, conocidos y empleados), y empiezo a pensar en cómo me han tratado siempre, lo cual provocó que me preguntara cuáles de ellos seguirían demostrándome la misma devoción, atención y lealtad si no fuera millonario, si fuera un viejo arruinado.

– Tengo la sensación de que estoy siendo investigado -dijo Frank con una carcajada.

– No, no, querido amigo -dijo Cornelius-. Tú estás absuelto de estas dudas. De lo contrario, no compartiría estas confidencias contigo.

– Pero ¿no son un poco injustos esos pensamientos para con tu familia inmediata, por no hablar…?

– Puede que tengas razón, pero no deseo dejar eso al azar. Por lo tanto, he decidido averiguar la verdad por mí mismo, pues considero que la mera especulación es insatisfactoria. -Una vez más, Cornelius dio una calada a su habano antes de proseguir-. Ten paciencia conmigo un momento mientras te cuento lo que tengo en mente, pues confieso que sin tu colaboración será imposible llevar a cabo mi pequeño subterfugio. Pero antes, permite que vuelva a llenar tu copa.

Cornelius se levantó de la butaca, cogió la copa vacía de su amigo y se acercó al aparador.

– Como iba diciendo -continuó Cornelius, al tiempo que entregaba la copa llena a Frank-, me he estado preguntando recientemente cómo se comportarían las personas que me rodean si me quedara sin un penique, y he llegado a la conclusión de que solo hay una forma de averiguarlo.

Frank tomó un largo sorbo antes de preguntar:

– ¿Qué maquinas? ¿Un falso suicidio, tal vez?

– No será tan dramático como eso -contestó Cornelius-, pero casi, porque -hizo otra pausa- tengo la intención de declararme en bancarrota.

Miró a través de la neblina de humo, con la esperanza de observar la inmediata reacción de su amigo, pero, como tantas veces en el pasado, el viejo abogado se mantuvo inescrutable, sobre todo porque, pese a que su viejo amigo había hecho un movimiento atrevido, sabía que la partida estaba lejos de terminar.

Movió hacia adelante un peón vacilante.

– ¿Cómo piensas hacerlo? -preguntó.

– Mañana por la mañana -contestó Cornelius-, quiero que escribas a las cinco personas con más derecho a heredarme: mi hermano Hugh, su esposa Elizabeth, su hijo Timothy, mi hermana Margaret y, por fin, mi ama de llaves, Pauline.

– ¿Y cuál será el contenido de esa carta? -preguntó Frank, intentando disimular su incredulidad.

– Les explicarás a todos que, debido a una inversión imprudente que hice poco después de la muerte de mi esposa, me encuentro endeudado. De hecho, sin su ayuda me enfrento a la bancarrota.

– Pero… -protestó Frank.

Cornelius levantó una mano.

– Escúchame -rogó-, porque tu papel en esta partida dirimida en la vida real podría ser fundamental. En cuanto les hayas convencido de que ya no pueden esperar nada de mí, mi intención es poner en marcha la segunda fase de mi plan, que debería demostrar de una forma concluyente si sienten afecto por mí, o solo les mueve la perspectiva de hacerse con mi fortuna.

– Ardo en deseos de saber qué tienes en mente -dijo Frank.

Cornelius dio vueltas al coñac mientras reflexionaba.

– Como sabes muy bien, cada una de las cinco personas que he nombrado me han pedido un préstamo en algún momento del pasado. Nunca exigí ningún documento por escrito, pues siempre he considerado que la devolución de esas deudas era una cuestión de confianza. Esos préstamos oscilan entre las cien mil libras que mi hermano Hugh pidió para la opción de compra de la tienda que tenía alquilada, y que según tengo entendido va muy bien, hasta las quinientas libras que mi ama de llaves me pidió prestadas para la entrada de un coche de segunda mano. Incluso el joven Timothy necesitó mil libras para saldar su préstamo universitario, y como parece que está progresando muy bien en la profesión que ha elegido, no debería ser pedirle mucho, como a todos los demás, que pague su deuda.

– ¿Y la segunda prueba? -preguntó Frank.

– Desde la muerte de Millie, cada uno de ellos me ha prestado algún pequeño servicio. Siempre insistieron en que era un placer para ellos, no un deber. Voy a descubrir si querrán hacer lo mismo por un viejo sin dinero.

– Pero ¿cómo sabrán…? -empezó Frank.

– Sospecho que irán quedando en evidencia a medida que pasen las semanas. En cualquier caso, hay una tercera prueba, que según creo zanjará el asunto.

Frank miró a su viejo amigo.

– ¿Serviría de algo intentar disuadirte de esta loca idea? -preguntó.

– No -replicó Cornelius sin vacilar-. Estoy decidido, si bien acepto que no puedo efectuar el primer movimiento, y mucho menos llevarlo a una conclusión, sin tu colaboración.

– Si de veras es eso lo que quieres hacer, Cornelius, seguiré tus instrucciones al pie de la letra, como siempre he hecho en el pasado. Pero en esta ocasión, ha de existir una condición.

– ¿Y cuál será? -preguntó Cornelius.

– No presentaré factura por este encargo, para que pueda demostrar a cualquiera que lo pregunte que no he obtenido el menor beneficio de tu jugarreta.

– Pero…

– Nada de «peros», viejo amigo. Ya obtuve pingües beneficios de mis acciones cuando vendiste la compañía. Has de considerar esto un pequeño intento de darte las gracias.

Cornelius sonrió.

– Soy yo quien debería estar agradecido, y de hecho lo estoy, como siempre, consciente de tu valiosa asistencia durante tantos años. Eres un buen amigo, y juro que te legaría todas mis posesiones si no fueras soltero, y porque sé que no cambiarías ni un ápice tu modo de vivir.

– No, gracias -dijo Frank con una risita-. Si lo hicieras, debería llevar a cabo la misma prueba, solo que con diferentes personajes. -Hizo una pausa-. Bien, ¿cuál es tu primer movimiento?

Cornelius se levantó de la butaca.

– Mañana enviarás cinco cartas informando a los interesados de que me han enviado una notificación de bancarrota, y por lo tanto necesito que se me devuelvan todos los préstamos, lo más rápido posible.

Frank ya había empezado a tomar notas en una libretita que siempre llevaba consigo. Veinte minutos después, cuando hubo anotado las últimas instrucciones de Cornelius, guardó la libreta en un bolsillo interior, vació su copa y apagó el puro.

Cuando Cornelius se levantó para acompañarle hasta la puerta, Frank preguntó:

– ¿Cuál será la tercera prueba, la que consideras tan definitiva?

El viejo abogado escuchó con atención, mientras Cornelius bosquejaba una idea tan ingeniosa que se marchó con la sensación de que a las víctimas no les quedaría otro remedio que enseñar sus cartas.

La primera persona que llamó a Cornelius el sábado por la mañana fue su hermano Hugh. Debió hacerlo momentos después de abrir la carta de Frank. Cornelius tuvo la clara sensación de que alguien más estaba escuchando la conversación.

– Acabo de recibir una carta de tu abogado -dijo Hugh-, y no puedo creerlo. Dime que se trata de una espantosa equivocación, por favor.