Estoy seguro de que Scotland Yard ha cerrado el caso de la sexta copia desaparecida de La mujer reclinada, obra de Henry Moore, porque considera el delito resuelto. Sin embargo, el inspector jefe que se había ocupado de la investigación admitió ante mí en privado que, si un delincuente emprendedor fuera capaz de convencer a una fundición de que vaciara otra copia de La mujer reclinada, y la marcara «6/12», podría venderla a un cliente de los que «encargan robos» por un cuarto de millón de libras, aproximadamente. De hecho, nadie puede estar absolutamente seguro de cuántas sextas copias de La mujer reclinada se encuentran hoy en manos privadas.
LA HIERBA SIEMPRE ES MÁS VERDE …
Bill despertó con un sobresalto. Siempre sucedía lo mismo después de dormir a pierna suelta todo el fin de semana. El lunes por la mañana, en cuanto el sol salía, llegaba la hora de marcharse, como todo el mundo daba por sentado. Había dormido bajo la arcada del Critchley's Bank durante más años de los que muchos empleados llevaban trabajando en el edificio.
Bill aparecía cada noche a las siete de la tarde para reclamar su rincón. Claro que nadie osaría ocupar su puesto después de tantos años. Durante la pasada década les había visto ir y venir, algunos con corazones cié oro, otros de plata y algunos de bronce. Casi todos los de bronce solo estaban interesados en la otra clase de oro. Había deducido quién era quién, y no solo por la forma de tratarle.
Echó un vistazo al reloj que había sobre la puerta: las seis menos diez. El joven Kevin aparecería por la puerta en cualquier momento y preguntaría si era tan amable de marcharse. Un buen chico, Kevin. De vez en cuando le daba uno o dos chelines, lo cual debía ser un sacrificio para él, ahora que esperaba otro hijo. Lo único cierto era que los arrogantes que llegaban más tarde no le tratarían con la misma consideración.
Bill se permitió soñar un momento. Le habría gustado ocupar el puesto de Kevin, vestido con aquel abrigo pesado y confortable, y el sombrero picudo. Aun así, seguiría en la calle, pero con un trabajo de verdad y una paga fija. Algunas personas tenían toda la suerte del mundo. Lo único que Kevin debía hacer era decir: «Buenos días, señor. Espero que haya pasado un fin de semana agradable». Ni siquiera tenía que abrirles la puerta, porque eran automáticas.
Pero Bill no se quejaba. No había sido un mal fin de semana. No había llovido, y ahora la policía nunca intentaba echarle, desde que había visto al hombre del IRA aparcando su furgoneta delante del banco, tantos años antes. Eso fue gracias a su experiencia militar.
Había conseguido hacerse con un ejemplar del Financial Times del viernes y del Daily Mail del sábado. El Financial Times le recordó que debería haber invertido en las empresas de Internet, en detrimento de los fabricantes de ropa, porque sus acciones estaban bajando a la velocidad del rayo, como consecuencia del descenso de ventas en High Street. Debía ser la única persona relacionada con el banco que leía el Financial Times de cabo a rabo, y desde luego la única que lo utilizaba como manta.
Había rescatado el Mail del cubo de basura situado detrás del edificio. Era sorprendente lo que algunos yuppies tiraban en aquel cubo. Había encontrado de todo, desde un Rolex a un paquete de condones. Claro que ni uno ni otro le hacían la menor falta. Había suficientes relojes en la City sin necesidad de otro, y en cuanto a los condones… No los había necesitado desde que abandonara el ejército. Había vendido el reloj y regalado los condones a Vince, quien tenía la exclusiva del Bank of America. Vince siempre estaba alardeando de sus últimas conquistas, lo cual parecía improbable dadas las circunstancias. Bill había decidido aceptar su farol y darle los condones como regalo de Navidad.
Las luces se estaban encendiendo en todo el edificio, y cuando Bill miró por la ventana de cristal vio que Kevin se estaba poniendo el abrigo. Había llegado el momento de recoger sus pertenencias y largarse. No quería poner a Kevin en un aprieto, sobre todo porque confiaba en que el chico pronto conseguiría el ascenso que merecía.
Bill enrolló su saco de dormir, un regalo del presidente, que no había esperado a Navidad para dárselo. No, ese no era el estilo de sir William. Un caballero nato, con debilidad por las mujeres. ¿Quién podía culparle? Bill había visto a una o dos subir en el ascensor a altas horas de la noche, y dudó de que fueran a pedirle consejo sobre sus acciones. Quizá debería haberle regalado a él el paquete de condones.
Dobló sus dos mantas, una que había comprado con la venta del reloj, y la que había heredado cuando Irish murió. Echaba de menos a Irish. Media barra de pan por la puerta trasera del City Club, después de que hubiera aconsejado al gerente vender fabricantes de ropa y comprar Internet, aunque aquel se había reído. Embutió sus escasas posesiones en la bolsa de QC, otro botín de un cubo de basura, esta vez detrás del Old Bailey.
Por fin, como todos los hombres de la City, debía comprobar su situación económica. Siempre era importante ser solvente cuando había más vendedores que compradores. Rebuscó en su bolsillo, el que no estaba agujereado, y extrajo una libra, dos monedas de diez peniques y una de un penique. Gracias a los impuestos del gobierno, hoy no podría permitirse cigarrillos y mucho menos su pinta acostumbrada. A menos, por supuesto, que Maisie estuviera detrás de la barra de The Reaper. Le habría gustado cosecharla, [10] pensó, aunque era lo bastante viejo para poder ser su padre.
Los relojes de toda la ciudad empezaron a dar las seis.
Ató los cordones de sus zapatillas Reebok, otro obsequio yuppy. Ahora, los yuppies gastaban Nike. Una última mirada en el momento en que Kevin salió a la acera. Cuando Bill regresara a las siete de la tarde (más digno de confianza que cualquier guardia de seguridad), Kevin ya estaría en su casa de Peckham con su mujer embarazada, Lucy. Un hombre afortunado.
Kevin observó a Bill mientras el vagabundo se alejaba arrastrando los pies y desaparecía entre los trabajadores de aquellas primeras horas de la mañana. Era un buen hombre, Bill. Nunca avergonzaría a Kevin, ni querría ser motivo de que le echaran del trabajo. Entonces, vislumbró un penique bajo la arcada. Lo recogió y sonrió. Aquella noche, lo devolvería a su lugar, junto con una moneda de una libra. Después de todo, ¿no se suponía que los bancos debían hacer eso con el dinero de sus clientes?
Kevin regresó a la puerta principal justo cuando las limpiadoras se estaban marchando. Llegaban a las tres de la mañana y tenían que estar fuera del recinto a las seis. Después de cuatro años, sabía los nombres de todas, y siempre se despedían de él con una sonrisa.
Kevin tenía que estar en la acera a las seis en punto, con los zapatos relucientes, una camisa blanca impoluta, la corbata con el emblema del banco y el abrigo largo azul con botones de latón reglamentario, grueso en invierno, ligero en verano. Los banqueros se atienen a las normas y las ordenanzas. Debía saludar a todos los miembros de la junta cuando entraban en el edificio, pero había añadido a uno o dos más que, según los rumores, pronto pasarían a formar parte de ella.
Los yuppies llegaban entre las seis y las siete con un «Hola, Kev. Apuesto a que hoy voy a ganar un millón». De siete a ocho, con un paso más calmo, llegaban los mandos intermedios, que ya habían perdido su entusiasmo después de lidiar con los problemas de los hijos pequeños, la mensualidad de los colegios, un nuevo coche o una nueva esposa. «Buenos días», sin molestarse en establecer contacto visual. De ocho a nueve, el paso digno de los altos cargos, que habían aparcado sus coches en los espacios reservados del aparcamiento. Aunque los domingos iban a los partidos de fútbol como todos los demás, pensó Kevin, tenían asientos en el palco presidencial. Casi todos se habían dado cuenta ya de que no accederían a la junta, y se habían decantado por una vida más tranquila. Entre los últimos en llegar estaría el director ejecutivo, Phillip Alexander, sentado en el asiento posterior de un Jaguar conducido por un chófer, mientras leía el Financial Times. Kevin debía acudir corriendo y abrir la puerta para que el señor Alexander saliera, el cual pasaría a su lado sin dirigirle una mirada y mucho menos darle las gracias.