Por fin, sir William Selwyn, presidente del banco, bajaría de su Rolls-Royce, que le habría trasladado desde algún lugar de Surrey. Sir William siempre encontraba tiempo para intercambiar una palabra con él.
– Buenos días, Kevin. ¿Cómo está su mujer?
– Bien, gracias, señor.
– Avíseme cuando nazca el niño.
Kevin sonrió cuando los yuppies empezaron a aparecer. Las puertas automáticas se abrieron ante su avance. Ya no era necesario empujar puertas pesadas desde que habían instalado aquel invento. Le sorprendía que aún le mantuvieran en nómina, al menos esa era la opinión de Mike Haskins, su inmediato superior.
Kevin miró hacia Haskins, que estaba de pie tras el mostrador de recepción. Mike el afortunado. Al resguardo de la calefacción, tazas de té de vez en cuando, alguna propinilla, para no hablar de un aumento de sueldo. Aquel era el puesto que Kevin perseguía, el siguiente peldaño en el escalafón del banco. Se lo había ganado. Y ya tenía ideas sobre cómo mejorar la eficacia de la recepción. Se volvió en cuanto Haskins levantó la vista, y se recordó que al jefe solo le faltaban cinco meses, dos semanas y cuatro días para la jubilación. Entonces, Kevin ocuparía su puesto, siempre que no le puentearan y ofrecieran el puesto al hijo de Haskins.
Ronnie Haskins aparecía con regularidad en el banco desde que había perdido el trabajo en la fábrica de cerveza. Procuraba ser útil, transportaba paquetes, entregaba cartas, paraba taxis, e incluso iba a buscar bocadillos al Prêt-à-manger cercano para los que no querían o no podían correr el riesgo de abandonar sus mesas.
Kevin no era estúpido. Sabía exactamente cuál era el juego de Haskins. Intentaba conseguir que Ronnie consiguiera el puesto que correspondía por derecho a Kevin, y que este continuara en la acera. No era justo. Había servido al banco con lealtad, no había fallado ni un día, había soportado al aire libre toda clase de temperaturas.
– Buenos días, Kevin -dijo Chris Parnell, que pasó casi corriendo a su lado.
Tenía una expresión de angustia en la cara. «Debería traspasarle mis problemas», pensó Kevin, y al volverse vio que Haskins ya estaba dando vueltas con la cucharilla a su primer té de la mañana.
– Ese es Chris Parnell -dijo Haskins a Ronnie, antes de beber su té-. Otra vez tarde. Le echará la culpa a la British Rail, como siempre. Tendrían que haberme dado su trabajo hace años, y lo habría conseguido, si hubiera sido sargento en el Pay Corps como él, y no cabo en los Greenjackets. Pero la dirección no tuvo en consideración mis méritos.
Ronnie no hizo ningún comentario, pues había oído a su padre expresar esta opinión cada jornada laboral de las últimas seis semanas.
– Una vez le invité a una reunión de mi regimiento, pero dijo que estaba demasiado ocupado. Maldito snob.
Fíjate bien en él, no obstante, porque influirá en el nombramiento de mi sucesor.
«Buenos días, señor Parker -continuó Haskins, y entregó al recién llegado un ejemplar del Guardian-. El periódico que lee un hombre dice mucho sobre él -se dirigió Haskins a Ronnie, mientras Roger Parker desaparecía en el ascensor-. Bien, fíjate en el joven Kevin, el de ahí afuera. Lee el Sun, y eso lo dice todo sobre él. Otro motivo más para no sorprenderme si no consigue el ascenso al que aspira. -Guiñó el ojo a su hijo-. Yo, por mi parte, leo el Express. Siempre lo he hecho y siempre lo haré.
»Buenos días, señor Tudor-Jones -se interrumpió, al tiempo que entregaba un ejemplar del Telegraph al jefe de administración del banco. No volvió a hablar hasta que las puertas del ascensor se cerraron-. Un momento importante para el señor Tudor-Jones -informó a su hijo-. Si este año no es ascendido a la junta, apuesto a contará los días que le quedan para jubilarse. A veces, miro a estos payasos y creo que podría hacer su trabajo. Al fin y al cabo, no fue culpa mía que mi padre fuera albañil y que no tuviera la oportunidad de ir a la escuela primaria. De lo contrario, es posible que hubiera terminado en la sexta o séptima planta, con un escritorio y una secretaria.
»Buenos días, señor Alexander -dijo Haskins cuando el director ejecutivo pasó ante él sin contestar a su saludo-. No hace falta que le entregue un periódico. La señorita Franklyn, su secretaría, compra todos antes de que él llegue. Ahora quiere ser presidente. Si consigue el cargo, habrá muchos cambios, te lo aseguro. -Miró a su hijo-. ¿Has tomado nota de la hora de llegada de todos, tal como te enseñé?
– Claro, papá. El señor Parnell, 7.47; el señor Parker, 8.09; el señor Tudor-Jones, 8.11; el señor Alexander, 8.23.
– Bien hecho, hijo. Aprendes rápido. -Se sirvió otra taza de té, y tomó un sorbo. Demasiado caliente, así que siguió hablando-. Nuestro siguiente trabajo es ocuparnos del correo, que al igual que el señor Parnell llega con retraso. Sugiero…
Haskins escondió a toda prisa su taza de té debajo del mostrador y atravesó corriendo el vestíbulo. Apretó el botón de subida y rezó para que uno de los ascensores volviera a la planta baja antes de que el presidente entrara en el edificio. Las puertas se abrieron con escasos segundos de anticipación.
– Buenos días, sir William. Espero que haya pasado un fin de semana agradable.
– Sí, gracias, Haskins -dijo el presidente, mientras las puertas se cerraban.
Haskins se colocó ante la puerta para que nadie entrara con sir William en el ascensor y subiera sin interrupciones hasta la planta catorce.
Haskins anadeó hasta el mostrador de recepción y vio que su hijo estaba separando el correo de la mañana.
– Una vez, el presidente me dijo que el ascensor tarda treinta y ocho segundos en llegar a la última planta, y que había calculado que había pasado una semana de su vida dentro, de modo que siempre lee el editorial del Times al subir y las notas de su siguiente reunión cuando baja. Si pasa una semana atrapado dentro, yo supongo que debo pasar media vida -añadió, mientras recuperaba su té y tomaba un sorbo. Estaba frío-. En cuanto hayas separado el correo, súbelo al señor Parnell. Es a él a quien corresponde clasificarlo, no a mí. Su trabajo ya es bastante cómodo, y no veo motivos para hacerlo yo en su lugar.
Ronnie cogió el cesto lleno de correspondencia y se encaminó hacia el ascensor. Subió al segundo piso, fue al despacho del señor Parnell y depositó el cesto ante él.
Chris Parnell alzó la vista y vio que el muchacho desaparecía por la puerta. Contempló la pila de cartas.
Como siempre, no las habían clasificado. Tendría que hablar con Haskins. El hombre no se mataba a trabajar, precisamente, y ahora quería que el chico ocupara su lugar. Si él podía intervenir, no sería así.
¿No comprendía Haskins que su trabajo acarreaba una verdadera responsabilidad? Debía procurar que la oficina funcionara como un reloj suizo. Cartas en las mesas correspondientes antes de las nueve, comprobación de ausencias antes de las diez, reparación de cualquier avería a los pocos momentos de haber sido informadas, disponer y organizar todas las reuniones del personal, en cuyo momento ya habría llegado la segunda remesa de correo. La verdad, todo el banco se paralizaría si se tomaba un día de asueto. Solo había que pensar en el caos que encontraba cada vez que regresaba de las vacaciones de verano.