Contempló la carta que coronaba la pila. Iba dirigida al «Señor Roger Parker». «Rog» para él. Tendrían que haberle dado el trabajo de Rog, jefe de personal, hacía años. Podría realizarlo en sueños, como su esposa Janice nunca dejaba de recordarle: «Rog no es más que un enchufado. Solo porque fue al mismo colegio que el jefe de caja». No era justo.
Janice había querido invitar a Roger y su mujer a cenar, pero Chris rechazó la idea desde el primer momento.
– ¿Por qué no? -había preguntado ella-. Al fin y al cabo, ambos sois del Chelsea. ¿Es porque tienes miedo de que el muy engreído rechace la invitación?
Para ser justo con Janice, había cruzado por la mente de Chris invitar a Roger a tomar una copa, pero no a cenar en su casa de Romford. No podía explicar a su mujer que cuando Roger iba a Starnford Bridge no se sentaba en el extremo del Shed con los chicos, sino en los asientos reservados a los miembros.
Una vez clasificadas las cartas, Chris las depositó en diferentes bandejas, correspondientes a los diferentes departamentos. Sus dos ayudantes se ocupaban de las diez primeras plantas, pero nunca permitía que se acercaran a las últimas cuatro. Solo él entraba en los despachos del presidente y del director ejecutivo. Janice nunca dejaba de recordarle que mantuviera los ojos bien abiertos cuando estaba en los pisos de los altos mandos. «Nunca se sabe qué oportunidades pueden surgir, qué agujeros se pueden presentar.»
Rió para sí cuando pensó en Gloria, de Archivo, y en los agujeros que ofrecía. Las cosas que aquella chica podía hacer detrás de un archivador. Pero eso era algo que su esposa no necesitaba saber.
Cogió las bandejas de las cuatro últimas plantas y se encaminó hacia el ascensor. Cuando llegó al piso once, llamó con suavidad a la puerta antes de entrar en el despacho de Roger. El jefe de personal levantó la vista de la carta que estaba leyendo, con una expresión preocupada en el rostro.
– Buen resultado del Chelsea el sábado, Rog, aunque solo fuera contra el West Ham -dijo Chris, mientras dejaba un montón de cartas en la bandeja de su superior.
No obtuvo ninguna respuesta, así que se marchó a toda prisa.
Roger levantó la vista cuando Chris desapareció. Se sintió culpable por no haber hablado con él sobre el partido del Chelsea, pero no quería explicar por qué se había perdido un partido en casa por primera vez durante la liga. Ojalá hubiera podido pensar solo en el Chelsea.
Devolvió su atención a la carta que había estado leyendo. Era una factura de mil seiscientas libras, la primera mensualidad de la residencia geriátrica de su madre.
Roger había aceptado de mala gana que la mujer ya no estaba lo bastante bien para vivir con ellos en Croydon, pero tampoco había esperado una factura que significaba casi veinte mil libras al año. Había confiado en que se quedaría con ellos otros veinte años, pero como Adam y Sarah aún estaban en el colegio, y Hazel no quería volver a trabajar, necesitaba un aumento de sueldo, en un momento en que solo se hablaba de recortes y prejubilaciones.
Había sido un fin de semana desastroso. El sábado había empezado a leer el informe McKinsey, el cual perfilaba lo que el banco debería hacer si quería continuar siendo una institución financiera líder en el siglo XXI.
El informe sugería que al menos setenta empleados deberían participar en un programa de optimización de recursos, un eufemismo de «Estás despedido». ¿Ya quién se adjudicaría la poco envidiable tarea de explicar a aquellos setenta individuos el significado preciso de la expresión «optimización de recursos»? La última vez que Roger había tenido que despedir a alguien, no había dormido durante días. Se había sentido tan deprimido cuando dejó el informe que no tuvo ganas de ir al partido del Chelsea.
Comprendió que debería concertar una cita con Geoffrey Tudor-Jones, el jefe de administración del banco, aunque sabía que Tudor-Jones se lo quitaría de encima con un «Mi departamento no, amigo mío, la gente es problemática. Además, tú eres el jefe de personal, Roger, así que es competencia tuya».
Tampoco era que hubiera podido entablar una relación personal con el hombre, aunque ahora podía recurrir a ella. Lo había intentado con todas sus fuerzas durante años, pero el jefe de administración había dejado muy claro que no mezclaba el trabajo con el placer… a menos que fueras miembro de la junta, por supuesto.
– ¿Por qué no le invitas a un partido del Chelsea? -sugirió Hazel-. Al fin y al cabo, pagaste bastante por los dos asientos de temporada.
– No creo que le guste el fútbol -le había dicho Roger-. Me parece que se inclina más por el rugby.
– Entonces, invítale a cenar a tu club.
No se molestó en explicar a Hazel que Geoffrey era miembro del Carlton Club, e imaginaba que no se sentiría a gusto en una reunión de la Sociedad Fabiana.
El golpe final había llegado el sábado por la noche, cuando el director del colegio de Adam le había telefoneado para decir que necesitaba verle con urgencia, sobre un asunto del que no podía hablar por teléfono. Había ido en coche al colegio el domingo por la mañana, temiendo qué podría ser lo que no se podía hablar por teléfono. Sabía que Adam debía aplicarse más en los estudios si quería que le ofrecieran una plaza en cualquier universidad, pero el director le dijo que habían sorprendido a su hijo fumando marihuana, y que las normas de la escuela eran muy estrictas sobre ese tema: expulsión inmediata y un detallado informe a la policía local al día siguiente. Cuando oyó la noticia, Roger experimentó la sensación de estar de nuevo en el estudio del director de su colegio.
Padre e hijo apenas habían intercambiado una palabra durante el regreso a casa. Cuando Hazel supo por qué Adam había vuelto a mitad de trimestre, se había echado a llorar y no pudieron consolarla. Temía que la noticia se publicara en el Croydon Advertiser y que se vieran obligados a trasladarse a otro lugar. Roger no se lo podía permitir en aquel momento, pero pensó que aquella no era la circunstancia más adecuada para explicarle a Hazel el significado de capital negativo.
Aquella mañana, en el tren, Roger pensó que nada de aquello habría sucedido si hubiera conseguido el puesto de jefe de administración. Durante meses se había hablado de que Geoffrey aterrizaría en la junta y, cuando lo hiciera, Roger sería el candidato lógico para el cargo. Pero ahora necesitaba una inyección de dinero, para pagar la residencia de su madre y encontrar un colegio que aceptara a Adam. Hazel y él tendrían que olvidarse de celebrar su vigésimo aniversario de boda en Venecia.
Sentado ante su mesa, pensó en las consecuencias de que sus colegas se enteraran de lo de Adam. No perdería su empleo, por supuesto, pero ya no necesitaría preocuparse por ningún ascenso futuro. Ya podía oír los estentóreos susurros en el lavabo, que llegarían con prístina claridad a sus oídos.
«Bien, siempre ha sido un poco izquierdoso, ¿no? ¿De qué os sorprendéis?» Le habría gustado explicarles que solo porque leyera el Guardian no se deducía automáticamente que participara en manifestaciones, experimentara con el amor libre y fumara marihuana los fines de semana.
Volvió a la primera página del informe McKinsey, y se dio cuenta de que debería entrevistarse cuanto antes con el jefe de administración. Sabía que no serviría de nada, pero al menos habría cumplido con su deber hacia los compañeros.
Marcó un número interior y la secretaria de Geoffrey Tudor-Jones descolgó el teléfono.
– Oficina del jefe de administración -dijo Pamela, con una voz que parecía producto de un resfriado.
– Soy Roger. Necesito ver a Geoffrey con bastante urgencia. Es por el informe McKinsey.