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– Tiene citas durante casi todo el día -contestó Pamela-, pero podría hacerte un hueco de quince minutos a las cuatro y cuarto.

– Estaré ahí a las cuatro y cuarto.

Pamela colgó el teléfono y tomó nota en la agenda de su jefe.

– ¿Quién era? -preguntó Geoffrey.

– Roger Parker. Dice que tiene un problema y que ha de verte con urgencia. Le he hecho un hueco a las cuatro y cuarto.

«Ese no sabe lo que es un problema», pensó Geoffrey, y siguió examinando sus cartas por si había alguna clasificada como «Confidencial». No había ninguna, de modo que cruzó el despacho y las devolvió a Pamela.

Ella las cogió sin decir palabra. Nada había sido lo mismo desde aquel fin de semana en Manchester. Jamás habría debido quebrantar la regla de oro acerca de acostarse con la secretaria. Si no hubiera llovido durante tres días, o si hubiera conseguido una entrada para el partido del United, o si su falda no hubiera sido tan corta, tal vez nunca habría sucedido. Si, si, si. Y no fue como si la tierra hubiera temblado, o se la hubiera beneficiado más de una vez. Qué maravilloso fin de semana cuando le dijo que estaba embarazada.

Como si no tuviera problemas suficientes en aquel momento. Era un mal año para el banco, de modo que la bonificación sería la mitad de lo que había calculado. Peor aún, ya había gastado el dinero mucho antes de que ingresara en su cuenta.

Miró a Pamela. Todo lo que había dicho después de su estallido inicial era que aún no había tomado la decisión de tener o no tener el niño. Justo lo que él necesitaba ahora, con dos hijos en Tonbridge y una hija que no acababa de decidir si quería un piano o un poni, y no entendía que no pudiera tener ambos, para no hablar de una esposa que se había convertido en una adicta a ir de tiendas. Ya no recordaba la última vez que su saldo había sido positivo. Miró a Pamela de nuevo cuando salió de la oficina. Un aborto provocado no sería barato, pero resultaría mucho más económico que la alternativa.

Todo habría sido diferente si le hubieran nombrado director general. Había estado en la lista, y al menos tres miembros de la junta habían dejado claro que apoyaban su nombramiento. Pero la junta, con gran visión de futuro, había ofrecido el puesto a una persona ajena a la empresa. Había quedado entre los tres últimos aspirantes, y por primera vez comprendió lo que significaba ganar una medalla olímpica de plata cuando eras el claro favorito. Maldición, estaba tan cualificado para el puesto como Phillip Alexander, con la ventaja de que había trabajado para el banco durante los últimos doce años. Habían insinuado que le harían un hueco en la junta a modo de compensación, pero eso se iría al carajo en cuanto se enteraran de lo de Pamela.

¿Cuál había sido la primera recomendación que Alexander había hecho a la junta? Que el banco debía invertir con denuedo en Rusia, con el desastroso resultado de que setenta personas perderían sus empleos y habría que reajustar las bonificaciones de todo el personal. Lo peor era que Alexander estaba intentando echar la culpa de su decisión al presidente.

Una vez más, los pensamientos de Geoffrey se centraron en Pamela. Tal vez debería llevarla a comer y tratar de convencerla de que un aborto sería lo mejor. Estaba a punto de descolgar el teléfono para sugerirle la idea, cuando el aparato sonó.

Era Pamela.

– La señorita Franklyn acaba de llamar. ¿Podría pasarse por el despacho del señor Alexander?

Era una estratagema que Alexander utilizaba con regularidad, con el fin de que nunca olvidara su rango. La mitad de las veces, se trataba de temas que hubieran podido discutir tranquilamente por teléfono. El hombre tenía un supercomplejo de poder.

Camino del despacho de Alexander, Geoffrey recordó que su mujer había querido invitarle a cenar, para conocer al hombre que le había robado su nuevo coche.

– No querrá venir -había intentado explicar Geoffrey-. Es una persona muy solitaria.

– Preguntar no cuesta nada -había insistido ella.

Pero resultó que Geoffrey estaba en lo cierto: «Phillip Alexander agradece a la señora Tudor-Jones su amable invitación a cenar, pero lamenta que debido a…».

Geoffrey intentó concentrarse en el motivo de que Alexander deseara verle. Era imposible que supiera lo de Pamela, y además, no era su problema. Sobre todo si los rumores sobre sus preferencias sexuales eran creíbles. ¿Había descubierto que Geoffrey había sobrepasado con creces el crédito del banco? ¿O iba a tratar de convencerle de que se pasara a su bando, en relación con el fiasco de Rusia? Geoffrey notó las palmas de sus manos sudorosas cuando llamó con los nudillos a la puerta.

– Entre -dijo una voz profunda.

Geoffrey entró y fue recibido por la secretaria del director general, la señorita Franklyn, que procedía de la Morgans. La mujer no habló, sino que cabeceó en dirección al despacho del jefe.

Geoffrey llamó por segunda vez, y cuando oyó «Entre», obedeció. Alexander levantó la vista.

– ¿Has leído el informe McKinsey? -preguntó.

Nada de «Buenos días, Geoffrey», ni de «¿Qué tal ha ido el fin de semana?». Solo: «¿Has leído el informe McKinsey?».

– Sí -contestó Geoffrey, que solo lo había leído por encima, deteniéndose en los encabezados de los párrafos, para luego estudiar más en detalle las secciones que le afectaban directamente. Para colmo, no necesitaba contarse entre los que iban a ser superfluos.

– El meollo de la cuestión es que podemos ahorrar tres millones al año. Significará el despido de setenta empleados y reducir a la mitad las bonificaciones. Necesito que me entregues un análisis por escrito de cómo hay que proceder, y qué personal correríamos el riesgo de perder si redujéramos a la mitad las bonificaciones. ¿Puedes tenerlo preparado para la reunión de la junta de mañana por la mañana?

El bastardo le estaba cargando el muerto de nuevo, pensó Geoffrey. «Y le da igual quién caiga, mientras él sobreviva. Quiere presentar a la junta un fait accompli, basándose en mis recomendaciones. Ni hablar.»

– ¿Tienes alguna prioridad en este momento?

– No, nada que no pueda esperar -contestó Geoffrey.

Ni se le ocurrió hablar de su problema con Pamela, o de que su mujer se pondría histérica si no iba a la función de la escuela de aquella noche, en la que su hijo menor interpretaba el papel de ángel. Como si hubiera encarnado a Jesucristo, la verdad. Geoffrey tendría que pasar la noche en vela para preparar su informe a la junta.

– Bien. Propongo que volvamos a encontrarnos mañana por la mañana a las diez, para que me informes sobre cómo podríamos presentar el informe.

Alexander bajó la cabeza y devolvió su atención a los papeles que tenía sobre la mesa: la señal de que la reunión había terminado.

Phillip Alexander levantó la vista una vez más cuando la puerta se cerró. «Un hombre afortunado -pensó-, no tiene verdaderos problemas.»

El estaba hundido hasta las cejas en ellos. Lo más importante en aquel momento era continuar distanciándose de la desastrosa decisión del presidente de invertir tanto en Rusia. Había apoyado la maniobra en la reunión de la junta del año anterior, y el presidente se había asegurado de su apoyo. Pero en cuanto averiguó lo que estaba sucediendo en el Bank of America y en el Barclays, paralizó de inmediato la segunda intervención del banco, como no dejaba de recordar a la junta.

Desde aquel día, Phillip había inundado el edificio de informes, advirtiendo a todos los departamentos para cubrirse las espaldas, al tiempo que los apremiaba a recuperar todo el dinero que pudieran. Todos los días enviaba informes, con el resultado de que casi todo el mundo, incluidos varios miembros de la junta, estaba convencido de que se había mostrado escéptico sobre el resultado desde el primer momento.

La impresión que había conseguido transmitir a uno o dos miembros de la junta, poco afines a sir William, era que no se había atrevido a contrariar los deseos de sir William porque hacía muy pocas semanas que ocupaba el cargo de director general, y que por ese motivo no se había opuesto a la recomendación de sir William de prestar quinientos millones de libras al banco Nordsky de San Petersburgo. La situación aún podía favorecerle, pues si el presidente se veía obligado a dimitir, la junta tal vez llegaría a la conclusión de que lo mejor era nombrar como sustituto a alguien de dentro, dadas las circunstancias. Al fin y al cabo, cuando habían nombrado a Phillip director general, el vicepresidente, Maurice Kington, había dejado claras sus dudas sobre la posibilidad de que sir William terminara su mandato, y eso fue antes del desastre de Rusia. Un mes después, Kington había dimitido. Todo el mundo sabía en la City que solo dimitía cuando oteaba problemas en el horizonte, pues no tenía intención de abandonar sus treinta cargos directivos.