Cuando el Financial Times publicó un artículo desfavorable sobre sir William, tuvo la precaución de empezar con las palabras: «Nadie negará que los resultados de sir William Selwyn como presidente del Critchley's Bank han sido positivos, incluso impresionantes en algunos momentos. No obstante, en los últimos tiempos se han producido algunos errores desafortunados, que al parecer se han originado en el despacho del presidente». Alexander había informado con pelos y señales al periodista sobre aquellos «errores desafortunados».
Algunos miembros de la junta ya empezaban a susurrar «Mejor temprano que tarde», pero Alexander aún tenía que solucionar uno o dos problemas personales.
Otra llamada la semana anterior, y exigencias de un nuevo pago. Daba la impresión de que el muy maldito sabía cuánto podía pedir cada vez. Bien sabía Dios que la opinión pública ya no era tan hostil con los homosexuales, pero con un chapero era diferente. La prensa conseguía dar la impresión de que era mucho peor que un heterosexual pagara a una prostituta. ¿Cómo demonios iba a saber que el chico era menor de edad en aquel momento? En cualquier caso, la ley había cambiado desde entonces, si bien la prensa amarilla no se había dejado influir por dicha circunstancia.
Además, perduraba el problema de quién sería vicepresidente ahora que Maurice Kington había dimitido. Era crucial para él conseguir que se nombrara a la persona adecuada, porque esa persona presidiría la junta cuando esta nombrara al nuevo presidente. Phillip ya había alcanzado un pacto con Michael Butterfield, quien apoyaría su causa, y ya había empezado a dejar caer insinuacio nes en los oídos de otros miembros de la junta acerca de los méritos de Butterfield para el puesto: «Necesitamos a alguien de los que votó contra el préstamo a Rusia… Alguien que no fuera nombrado por sir William… Alguien de opinión independiente… Alguien que…».
Sabía que el mensaje estaba circulando, porque uno o dos directores ya se habían pasado por su despacho para sugerir que Butterfield era el candidato idóneo para el cargo. Phillip se había mostrado de acuerdo con su sabia opinión.
Y ahora, estaba llegando al final del camino, porque en la reunión de la junta de mañana se tomaría una decisión. Si Butterfield era nombrado vicepresidente, todas las demás piezas encajarían en su sitio.
Sonó el teléfono de su mesa. Lo descolgó y gritó:
– He dicho que nada de llamadas, Alison.
– Es Julián Blurr otra vez, señor Alexander.
– Pásemelo -dijo Phillip en voz baja.
– Buenos días, Phil. Se me ha ocurrido llamarte para desearte lo mejor en la reunión de la junta de mañana.
– ¿Cómo demonios sabes eso?
– Oh, Phil, has de ser consciente de que no todo el mundo en el banco es heterosexual. -La voz hizo una pausa-. Y uno de ellos en particular ya no te ama.
– ¿Qué quieres, Julián?
– Que seas presidente, por supuesto.
– ¿Qué quieres? -repitió Alexander, y su voz se alzó un poco más con cada palabra.
– Un pequeño descanso al sol mientras tú subes de piso. Niza, Montecarlo, tal vez una semana o dos en St. Tropez.
– ¿Cuánto imaginas que costará eso? -preguntó Alexander.
– Oh, he pensado que diez mil cubrirían con holgura todos mis gastos.
– Con demasiada holgura -masculló Alexander.
– No lo creo -dijo Julián-. Intenta recordar que sé con exactitud lo que ganas, y eso sin contar el aumento de sueldo que supondrá el nombramiento de presidente. Desengáñate, Phil, es mucho menos de lo que el News of the World me ofrecería por una exclusiva. Ya veo los titulares: «La noche de un chapero con el presidente de un banco familiar».
– Eso es canallesco -dijo Alexander.
– No. Como yo era menor de edad en aquel tiempo, me parece que el canalla serás tú.
– Eso sería ir demasiado lejos -advirtió Alexander.
– No, porque tus ambiciones aún van más lejos -rió Julián.
– Necesitaré unos días.
– No puedo esperar tanto. Quiero coger el primer vuelo a Niza de mañana. Procura que el dinero esté transferido a mi cuenta antes de que entres en la reunión de la junta a las once. No olvides que fuiste tú quien me dio lecciones sobre transferencias electrónicas.
La comunicación se cortó, pero el teléfono sonó de nuevo.
– ¿Quién es esta vez? -preguntó Alexander.
– El presidente por la línea dos.
– Pásamelo.
– Phillip, necesito las últimas cifras sobre los préstamos a Rusia, además de tu análisis del informe McKinsey.
– Dentro de una hora tendrá los últimos datos acerca de Rusia sobre su mesa. En cuanto al informe, estoy plenamente de acuerdo con sus recomendaciones, pero he pedido a Geoffrey Tudor-Jones que me dé su opinión por escrito sobre cómo podríamos llevarlas a la práctica. Presentaré el informe en la reunión de la junta de mañana. Espero que sea satisfactorio, presidente.
– Lo dudo. Tengo la sensación de que mañana será demasiado tarde -dijo el presidente sin más explicaciones, y colgó el teléfono.
Sir William sabía que no le favorecía el hecho de que las últimas pérdidas de Rusia sobrepasaran los quinientos millones de libras. Y ahora, el informe McKinsey había llegado a las mesas de todos los directores, recomendando un recorte de setenta empleos, tal vez más, con el fin de ahorrar unos tres millones de libras al año. ¿Cuándo empezarían a comprender los consultores financieros que estaban tratando con seres humanos, en lugar de números en una hoja de balance, entre ellos setenta leales miembros del personal, algunos de los cuales habían servido al banco durante más de veinte años?
No se mencionaba el préstamo a Rusia en el informe McKinsey, porque no era de su competencia, pero no habría podido llegar en un momento peor. Y en la banca, el momento lo es todo.
Las palabras de Phillip Alexander a la junta estaban grabadas indeleblemente en la memoria de sir William: «No debemos permitir que nuestros rivales se aprovechen de esta oportunidad única. Si Critchley quiere seguir ocupando un lugar destacado en el marco internacional, hemos de proceder con rapidez mientras haya oportunidad de conseguir beneficios». Las ganancias a corto plazo podrían ser enormes, había asegurado Alexander a la junta, cuando en verdad había sido al revés.
Y a los pocos momentos de despeñarse, aquel saco de mierda había empezado a escalar el pozo ruso para salir, al tiempo que arrojaba al presidente al fondo. En aquel momento se encontraba de vacaciones, y Alexander le había telefoneado a su hotel de Marrakech para decirle que lo tenía todo controlado, y no había necesidad de que volviera a casa. Cuando lo hizo, descubrió que Alexander ya había llenado el pozo, y le había dejado en el fondo.
Después de leer el artículo del Financial Times, sir William sabía que sus días como presidente estaban contados. La dimisión de Maurice Kington había sido el golpe definitivo, del que sabía que no se recuperaría. Había intentado disuadirle, pero a Kington solo le interesaba el futuro de una persona.