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El presidente contempló su carta escrita de dimisión, una copia de la cual enviaría a cada miembro de la junta aquella noche.

Su leal secretaria Claire le había recordado que tenía cincuenta y siete años, y había hablado con frecuencia de jubilarse a los sesenta para dejar paso a un hombre más joven. Era irónico cuando pensaba en quién sería aquel hombre más joven.

Cierto, tenía cincuenta y siete años, pero el último presidente no se había jubilado hasta los setenta, y eso era lo que la junta y los accionistas recordarían. Olvidarían que había heredado un banco achacoso de un presidente achacoso, y aumentado sus beneficios año tras año durante la pasada década. Aun incluyendo el desastre de Rusia, iban en una posición adelantada.

Aquellas insinuaciones del primer ministro, en el sentido de que estaban pensando concederle un título de par, pronto serían olvidadas. La docena aproximada de cargos de dirección, que no son más que rutina para el presidente jubilado de un banco importante, se evaporarían de la noche a la mañana, junto con la invitación a Buck House, el Guildhall y la pista central de Wimbledon, la única salida oficial que a su mujer le gustaba.

La noche anterior, había comentado a Katherine durante la cena que iba a dimitir. Ella había dejado sobre la mesa el cuchillo y el tenedor, y doblado la servilleta.

– Gracias a Dios -dijo-. Ahora ya no será necesario continuar con esta farsa de matrimonio. Esperaré un tiempo decente, por supuesto, antes de solicitar el divorcio.

Se había levantado de la mesa y abandonado la sala sin pronunciar ni una palabra más.

Hasta entonces, no había tenido ni idea de los sentimientos de Katherine. Había asumido que conocía la existencia de otras mujeres, aunque ninguna de sus relaciones había sido muy seria. Pensaba que habían llegado a un entendimiento, un pacto. Al fin y al cabo, así ocurría en muchos matrimonios de su edad. Después de cenar, se había trasladado a Londres para dormir en su club.

Desenroscó el capuchón de su pluma y firmó las doce cartas. Las había dejado sobre su mesa todo el día, con la esperanza de que antes del cierre se produjera un milagro y pudiera romperlas en mil pedazos. Pero en el fondo sabía que eso nunca pasaba.

Cuando al fin entregó las cartas a su secretaria, la mujer ya había escrito a máquina los nombres en los doce sobres. Sonrió a Claire, la mejor secretaria que había tenido nunca.

– Adiós, Claire -dijo, y le dio un beso en la mejilla.

– Adiós, sir William -contestó la mujer, y se mordió el labio.

Sir William volvió a su despacho, cogió su maletín vacío y un ejemplar del Times. Al día siguiente sería el artículo principal de la sección de Negocios. No era tan famoso para ocupar la primera plana. Paseó la vista por el despacho del presidente una vez más, antes de abandonarlo definitivamente. Cerró la puerta en silencio a su espalda y caminó poco a poco por el pasillo hasta el ascensor. Apretó el botón y esperó. Las puertas se abrieron y entró, aliviado de que estuviera vacío y de que no parara hasta llegar a la planta baja.

Salió al vestíbulo y desvió la vista hacia el mostrador de recepción. Haskins se habría marchado a casa bastante antes. Cuando las puertas de cristal se abrieron, pensó en Kevin, sentado en su casa de Peckham con su mujer embarazada. Le habría gustado desearle suerte en el trabajo de recepcionista. Al menos, el informe McKinsey no le afectaría.

Cuando pisó la acera, algo llamó su atención. Se volvió y vio a un viejo vagabundo que se acomodaba para pasar la noche bajo la arcada.

Bill se tocó la frente en un saludo burlón.

– Buenas noches, presidente -dijo con una sonrisa.

– Buenas noches, Bill -contestó sir William, devolviéndole la sonrisa.

Ojalá pudieran intercambiarse, pensó sir William, mientras se volvía y caminaba hacia el coche que le esperaba.

Jeffrey Archer

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