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– Me temo que no hay ninguna equivocación -contestó Cornelius-. Ojalá pudiera decirte lo contrario.

– Pero ¿cómo has podido permitir que algo así ocurriera, tú que siempre eres tan sagaz?

– Atribúyelo a la vejez -contestó Cornelius-. Unas semanas después de que Millie muriera, me persuadieron de que invirtiera una importante cantidad de dinero en una empresa especializada en suministrar maquinaria de perforación a los rusos. Todos hemos leído acerca de las inmensas cantidades de petróleo que hay allí, siempre que se pueda llegar a ellas, de manera que confié en que mi inversión obtendría una bonita recompensa. El viernes pasado, la secretaria de la empresa me informó de que ya no eran solventes.

– Pero no invertirías todo lo que tenías en esa empresa, ¿verdad? -preguntó Hugh, en un tono cada vez más incrédulo.

– Al principio no, por supuesto -dijo Cornelius-, pero me temo que desembolsaba cada vez que necesitaban una nueva inyección de dinero. Hacia el final, tuve que seguir invirtiendo, pues me parecía la única manera que tenía de recuperar la inversión inicial.

– Pero ¿esa empresa no tiene propiedades que puedas quedarte a cambio? ¿Qué me dices de la maquinaria de perforación?

– Se está oxidando todo en algún lugar de la Rusia central, y hasta el momento no hemos extraído ni un dedal de petróleo.

– ¿Por qué no abandonaste cuando las pérdidas aún eran soportables? -inquirió Hugh.

– Orgullo, supongo. Me negaba a admitir que había respaldado a un perdedor, y siempre creí que, a la larga, mi dinero estaría a salvo.

– Pero ofrecerán alguna compensación -dijo Hugh, desesperado.

– Ni un penique -contestó Cornelius-. Ni siquiera puedo permitirme volar a Rusia y pasar unos días allí para averiguar cuál es la verdadera situación.

– ¿Cuánto tiempo te han concedido?

– Ya me han enviado una notificación de bancarrota, de modo que mi supervivencia depende de lo que pueda reunir en el plazo más breve de tiempo. -Cornelius hizo una pausa-. Lamento refrescarte la memoria, Hugh, pero recordarás que hace tiempo te presté cien mil libras. Confiaba…

– Pero sabes que cada penique de esa cantidad se ha invertido en la tienda, y con las ventas de High Street a la baja, creo que, de momento, solo podría conseguir unos pocos miles de libras.

Cornelius creyó oír que alguien susurraba «Y nada más» en segundo plano.

– Sí, entiendo tu situación -dijo Cornelius-, pero te agradeceré toda la ayuda que me puedas prestar. Cuando hayas decidido una cantidad -hizo otra pausa-, y ya sé que deberás discutir con Elizabeth lo que os podéis permitir, quizá podrías enviar un cheque al despacho de Frank. El se ha hecho cargo de todo el asunto.

– Parece que los abogados siempre se llevan su parte, ganes o pierdas.

– Para ser sincero -dijo Cornelius-, Frank ha renunciado a sus emolumentos en esta ocasión. Y a propósito, Hugh, la gente que vas a enviar para remozar la cocina tenía que empezar a finales de semana. Ahora es todavía más importante que terminen el trabajo lo antes posible, porque voy a poner la casa en venta, y una nueva cocina me ayudará a obtener un precio mejor. Estoy seguro de que lo comprendes.

– Veré qué puedo hacer -dijo Hugh-, pero tal vez deba derivar esa cuadrilla a otro trabajo. En este momento se nos acumulan los encargos.

– Ah, ¿sí? ¿No has dicho que ibas un poco justo de dinero? -preguntó Cornelius, reprimiendo una risita.

– Sí -dijo Hugh, con demasiada precipitación-. Lo que quería decir es que todos hemos de trabajar horas extra para mantenernos a flote.

– Creo que lo entiendo -dijo Cornelius-. De todos modos, estoy seguro de que harás todo cuanto puedas por ayudarme, ahora que conoces mi situación.

Colgó el teléfono y sonrió. La siguiente víctima que se puso en contacto con él no se molestó en telefonear, sino que se presentó en su casa unos minutos más tarde, y no apartó el dedo del timbre hasta que la puerta se abrió.

– ¿Dónde está Pauline? -fue la primera pregunta de Margaret cuando su hermano abrió la puerta.

Cornelius miró a su hermana, que aquella mañana se había aplicado demasiado maquillaje.

– Temo que ha tenido que salir -dijo Cornelius, mientras se inclinaba para besar a su hermana en la mejilla-. El demandante de bancarrota contempla con desaprobación a las personas que no pueden pagar a sus acreedores, pero aún consiguen retener un séquito personal. Ha sido muy amable por tu parte dejarte caer por mi casa tan deprisa en mi hora de necesidad, Margaret, pero si esperabas tomar una taza de té, temo que tendrás que preparártela tú misma.

– No he venido a tomar una taza de té, como sospecho que sabes demasiado bien, Cornelius. Lo que quiero saber es cómo has conseguido pulirte toda tu fortuna. -Antes de que su hermano pudiera recitar unas cuantas líneas bien ensayadas de su guión, añadió-: Tendrás que vender la casa, por supuesto. Siempre he dicho que, desde la muerte de Millie, es demasiado grande para ti. Siempre puedes alquilar un piso de soltero en el pueblo.

– Decisiones como esa ya no están en mis manos -dijo Cornelius, en un tono que intentaba transmitir impotencia.

– ¿De qué estás hablando? -preguntó Margaret, al tiempo que giraba en redondo hacia él.

– Solo que la casa y su contenido ya están en poder de los demandantes de bancarrota. Con el fin de evitar la bancarrota, hemos de confiar en que la casa se venda por un precio mucho más elevado del que predicen los agentes de bienes raíces.

– ¿Me estás diciendo que no queda absolutamente nada?

– Menos que nada sería mucho más preciso -suspiró Cornelius-. Y en cuanto me hayan echado de The Willows, no tendré adonde ir. -Intentó imprimir un tono quejumbroso a sus palabras-. Por consiguiente, confío en que me permitas aceptar la oferta que me hiciste en el funeral de Millie, e ir a vivir contigo.

Su hermana volvió la cabeza, para que Cornelius no pudiera ver la expresión de su cara.

– Eso no sería conveniente en el momento actual -dijo sin más explicaciones-. Y en cualquier caso, Hugh y Elizabeth tienen mucho más espacio libre en su casa que yo.

– Tienes razón -dijo Cornelius. Tosió-. En cuanto al pequeño préstamo que te avancé el año pasado, Margaret… Lamento sacar a colación el tema, pero…

– El escaso dinero que poseo está cuidadosamente invertido, y mis corredores dicen que no es el momento adecuado para vender.

– Pero la asignación que te he pasado cada mes durante los últimos veinte años… Seguro que tienes algo ahorrado.

– Temo que no -replicó Margaret-. Has de comprender que, siendo tu hermana, se esperaba de mí que mantuviera cierto nivel de vida, y ahora que ya no puedo confiar en mi asignación mensual, tendré que ser mucho más cautelosa con mis ingresos mensuales.

– Por supuesto, querida -dijo Cornelius-, pero cualquier pequeña contribución ayudaría, si pudieras…

– Debo irme -dijo Margaret, al tiempo que consultaba su reloj-. Ya has conseguido que llegue tarde a mi peluquera.

– Una humilde petición más antes de que te vayas, querida -dijo Cornelius-. En el pasado, siempre has tenido la amabilidad de llevarme a la ciudad siempre que…

– Siempre he dicho, Cornelius, que habrías debido aprender a conducir hace muchos años. De haberlo hecho, no esperarías que todos estuviéramos a tu disposición día y noche. Veré lo que puedo hacer -añadió, mientras su hermano le abría la puerta.

– Es curioso, no recuerdo que hayas dicho nunca eso. Bien, tal vez mi memoria también está flaqueando -dijo, mientras seguía a su hermana hasta el camino particular. Sonrió-. ¿Coche nuevo, Margaret? -preguntó con expresión inocente.

– Sí -contestó su hermana, tirante, mientras él le abría la puerta.

Cornelius creyó detectar un leve rubor en sus mejillas. Rió para sí mientras el coche se alejaba. Estaba aprendiendo más acerca de su familia a cada minuto que pasaba.